Dejarnos llevar por el vaivén de nuestros pensamientos nos lleva a no vivir realmente, sino a habitar en un mundo imaginario que nos aleja de lo que estamos viviendo en cada momento. Los pensamientos que tenemos activan nuestras emociones, afectándonos así física y psicológicamente. Por eso, así como es bueno tomar distancia de nuestros pensamientos, también es bueno observar nuestras emociones, pues ellas nos revelan desde dónde estamos viviendo y si hemos permitido que nos dominen nuestros pensamientos. Nuestra alegría, nuestra tristeza, nuestros miedos, nuestro enfado o nuestra repugnancia ¿surgen por algún pensamiento repetitivo o por otro motivo más profundo?
La emoción es un fenómeno cerebral muy diferente al pensamiento y a la razón. Se puede decir que es no-lógico, más intuitivo y, a veces, más engañoso, fruto de las experiencias tenidas. La emoción está muy influenciada por la percepción que tengamos de los demás, pues somos seres sociables. Su influencia directa en nuestra salud física (la somatización) radica en que encuentra su base en el sistema límbico, que es desde donde se gobiernan muchos procesos fisiológicos del cuerpo, actuando de una forma muy veloz, sin parecer necesitar estructuras cerebrales superiores. Las emociones influyen en nuestra memoria, lo que hace que “interpretemos” las experiencias vividas y las potenciemos con los pensamientos y recuerdos repetitivos, pudiendo llegar a recordar y vivir emocionalmente algún acontecimiento de forma muy distinta a como sucedió realmente. De ahí la importancia de examinar nuestras emociones para conocernos mejor, y tratar de silenciar o encauzar las que sean dañinas. Con razón la carta de Santiago nos dice: La ira del hombre no produce la justicia que Dios quiere, y también avisos similares nos dan los libros sapienciales y los maestros en el espíritu, como San Ignacio de Loyola al recomendar que en tiempo de turbación no debemos tomar decisiones.
Igual que es bueno observar nuestros pensamientos “desde fuera”, también es bueno que observemos nuestras emociones “desde fuera”, desde nuestro verdadero ser, pues nosotros no somos nuestros pensamientos ni nuestras emociones, y cuanto más nos confundamos con ellos más sufriremos, más esclavos seremos de ellos y menos nosotros mismos. No se trata de negarlos, sino de no confundirlos con nuestro verdadero yo, lo que nos dará mucha libertad a la hora de afrontarlos, encauzarlos o sobrellevarlos con paciencia sin abatirnos. Vivir lo que estamos viviendo en cada momento no suele ser doloroso. El dolor nos viene porque vivimos en nuestros pensamientos y en los temores o rabia que nos suscitan.
Ese distanciamiento no solo debemos tenerlo con los pensamientos que nos parecen malos porque nos incomodan, sino también con los que nos parecen buenos y pueden enredarnos en un bienestar engañoso. Lo importante es saber distinguir lo que brota de nuestro verdadero ser de lo que simplemente es fruto de un bienestar o malestar pasajero. Por ejemplo, el placer brota siempre de algo externo que nos lo provoca. Lo consideramos bueno porque nos agrada, pero no es algo genuinamente nuestro, como lo puede ser la alegría interior. La alegría sí brota de nosotros y de cómo nos encontramos con nosotros mismos. Por eso, la alegría se mantiene en el tiempo más allá de lo que nos suceda en cada momento, pues nos sentimos bien con nosotros mismos, algo que no consigue el placer por necesitar un estímulo externo. A veces el placer nos puede producir satisfacción e insatisfacción al mismo tiempo, o nos hace sentir dolor cuando nos falta, es decir, siempre depende de algo exterior a nosotros. La alegría, sin embargo, se puede mantener incluso en el dolor. Es lo que sucede también con el amor que brota de nosotros o con la paz interior. Las actitudes negativas de los demás o las contrariedades de la vida nos pueden producir sentimientos dolorosos, pero no podrán quitarnos la alegría ni la paz que anidan en nosotros. No olvidemos que la llave de nuestra felicidad la tenemos únicamente nosotros, nunca los demás ni sus actitudes, salvo que se la demos.
Ser conscientes de esa diferencia nos ayuda a mantenernos en la quietud interior. La mente nos trata de engañar interpretando las situaciones de forma que nos identifiquemos con ellas. Silenciar la mente a esas interpretaciones nos ayuda a conectar con lo que verdaderamente somos de forma directa, sin razonamientos ilusorios. Conectar con lo que nadie ni nada nos puede quitar salvo nosotros mismos cuando nos dejamos llevar de nuestra mente. Se trata de una experiencia muy personal de cada uno. Una experiencia a la que estamos invitados para vivir más allá de la superficie de las apariencias o de los avatares de la vida. No podemos pretender evitar todo afán y complicación mientras vivamos en el mundo, pero sí podemos afrontarlo todo de manera diferente, desde nuestro propio ser.
Todo esto lo podemos explicar también desde las diversas tradiciones religiosas. Si nos centramos en el cristianismo y en nuestra tradición cisterciense, podemos expresarlo como el paso de la región de la desemejanza a la región de la semejanza. En ésta somos lo que somos en armonía. En aquella estamos como desencajados, viviendo fuera de nosotros, divididos interiormente y zarandeados por nuestros propios pensamientos. Fuimos creados por Dios y para Dios. En realidad, existimos desde siempre en la “mente” de Dios, y para Dios todo es un eterno presente. Vivir en Dios es vivir desde lo más profundo de nosotros mismos, donde habita su semejanza. El relato del pecado original expresa ese apartamiento de Dios y de nuestro verdadero ser en él. Creados a su imagen y semejanza, rompimos con la semejanza al alejarnos de él, viviendo en una región que nos hace sentirnos confusos, perdidos, en un universo que nos es ajeno, desconectados de nuestra Fuente y separados los unos de los otros. Y no se trata del mundo creado, sino de nuestro mundo imaginario. Entrar en la quietud de nuestro corazón nos hace conectar con lo más esencial y eterno de nosotros mismos, dándonos la oportunidad de reencontrarnos ahí con todos porque ahí habita Dios.
Dios es un eterno presente, mientras que nuestra mente revolotea en el pasado y en el futuro, necesitando del tiempo para proyectarse hacia adelante o hacia atrás, alejándonos así de lo que estamos viviendo realmente en cada momento. Jesús nos pide no preocuparnos por el mañana, pues a cada día tiene su afán. Nos pone el ejemplo de los lirios del campo y las aves del cielo, invitándonos a vivir confiados en nuestro presente: No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su afán (Mt 6, 31-34).
El uso de la mente es necesario, pero sin que nos quite la vida real de cada instante, envolviéndonos en un mar de temores o ilusiones. Así evitaremos un dolor imaginario y podremos mirar con benevolencia lo que nos está tocando vivir para poder actuar con serenidad, sin prejuicios. Con razón nos repetía el Señor: No tengáis miedo, como lo hacen también los profetas y los salmos, invitándonos a confiar en Dios que nos habita. No nos invitaba a ser unos temerarios, sino a descansar en lo que somos sin vivir en lo que no somos, a no caminar dejándonos condicionar por temores pasados ni a dejarnos atemorizar por suposiciones futuras que no son reales más que en nuestra imaginación.
El temor es algo que nos fabricamos con el tiempo. El bebé no tiene miedo. Si evito tocar el fuego no es por miedo, sino porque sé que me va a quemar. Eso no es miedo, sino sensatez. El sentido común nos aleja del peligro. Ciertamente que si nos sentimos atacados podemos experimentar el miedo de nuestra indefensión que sirve para alejarnos del peligro. Esa emoción nos ayuda a preservar nuestra integridad. Lo que no es bueno es el temor psicológico sin fundamento. El miedo que nos creamos suele ser por algo que podría ocurrir pero que realmente no está ocurriendo. Y eso genera una gran dificultad: el peligro real sí lo podemos afrontar, pero el peligro imaginario no, por lo que nos hace sufrir sin que podamos defendernos.
En general, el miedo surge al intuir un peligro contra el propio yo. Depende como estemos aferrados a nuestro yo así será nuestro miedo. Quien ha decidido dar su vida desde su yo más profundo, ya nada le pueden quitar y deja de temer. Cuanto más aferrados estemos a nuestra vida y cuanto más nos identifiquemos con lo que poseemos, lo que deseamos, lo que aparentamos, etc., tanto más temor tendremos a perder cualquier cosilla, considerándolo como una ofensa personal si nos la quitan, como un atentado a nuestro yo prisionero de multitud de naderías. Observemos cómo vivimos las ofensas que nos puedan hacer los demás y sabremos dónde tenemos nuestro yo. Y es que el ego es muy inseguro y vulnerable, por eso se siente tan amenazado.
Fijaros cómo actuamos en algo tan cotidiano como una discusión con otro que opina diferente a mí. Si me acaloro en la defensa de mis pensamientos, quizá es que me haya identificado con esos pensamientos, no pudiendo aceptar mi equivocación al temer morir con ellos si no consigo rebatir a mi opositor. Si tomo conciencia de que yo soy más que mis pensamientos, los podré exponer tal y como los siento sin agresividad y quedaré en paz si otros los rechazan, teniendo más capacidad de aceptar la diversidad. Yo soy mucho más que mi mente.