Las adicciones tienen un efecto perverso en nuestras vidas: las sentimos como fuente de felicidad al resultarnos placenteras, pero sabemos que nos están destruyendo. Algo parecido sucede con nuestros pensamientos repetitivos. Recordamos un hecho negativo, le damos vueltas, pensamos en quien nos lo ha provocado y cómo responderle, nos imaginamos por qué sucedió, cuáles eran las motivaciones que tuvo quien nos lo suscitó y cuáles son las intenciones futuras, etc. Esos pensamientos se reflejan en nuestras emociones, produciéndonos enfado, miedo o ira, comenzando a repercutir en nuestro propio cuerpo. Y cuanto más nos identificamos con esos pensamientos o con los juicios que hacemos, tanto mayor será nuestra carga emocional y más nos apartaremos de la realidad que está delante de nosotros. Sin embargo, cuando sosegamos nuestra mente, experimentamos que nuestras emociones son diferentes, más pacíficas y saludables, y físicamente nos encontramos mejor.
Cuando nos damos cuenta de que esos pensamientos nos están haciendo daño, los queremos eliminar, pero no podemos, los vivimos como una necesidad que nos produce un placer tóxico, y lo sabemos, pero no los podemos dejar porque se han transformado en una adicción alimentada por nuestros temores. Una adicción que nos atrapa, pues cuando estamos dispuestos a dejarla nos vienen enseguida pensamientos de venganza o argucias contra el causante de mi desgracia que me hacen sentir victorioso sobre él y eso me gusta. En fin, un torbellino de ideas locas que me quitan la paz al tratar de protegerme de fantasmas. Ese es el pensamiento compulsivo transformado en adicción.
Cuando vivimos así no somos verdaderamente nosotros, sino que vivimos en un pasado de recuerdos desfigurados por nuestras emociones y en un futuro imaginario que no nos deja ser lo que realmente somos. Y eso significa que dejamos de vivir en el momento en el que estamos viviendo para recluirnos en el recuerdo del pasado o en la ilusión del futuro. Es decir, no vivimos realmente, nos introducimos en una especie de ilusión o “matrix” casero.
Todos nosotros nos hemos creado una imagen de nosotros mismos, una idea que nos hemos ido formando según las experiencias pasadas y que ahora nos proyectan al futuro que quisiéramos ser. Algunas cosas que hemos hecho en el pasado nos han producido bienestar, sobre todo si se trata de aficiones. Ese bienestar ha sido todavía mayor si hemos recibido el reconocimiento de los demás. Eso aumenta el valor que damos a lo que hicimos y nos vamos identificando con ello, creyendo que nosotros somos eso y sin eso no podríamos vivir. Es algo que incluso nos lleva a programar nuestro futuro en esa dirección, pues intuimos que nos producirá bienestar como sucedió en el pasado, intentando así perpetuar esa experiencia gratificante.
Creemos con firmeza que para nosotros lo mejor es hacer esto o lo otro, por el mero hecho de haber sentido alguna gratificación en el pasado, sin percatarnos que nosotros somos mucho más de lo que nos creemos o dicen que somos simplemente por lo que hemos hecho. Lo mismo sucede con las experiencias negativas, pero al revés: huimos de todo lo que pueda parecerse a ello para no revivir su dolor. De esta forma nuestra imagen presente se asienta en un pasado bastante subjetivo y condiciona un futuro que no tendría por qué estar así de condicionado.
El peligro que tiene todo eso es que nos vamos olvidando de lo que somos realmente, dejamos de vivir en nuestro hoy y de afrontar las cosas como son para vivir desde la imagen de nuestro yo imaginario que nos dificulta ver las cosas como son y aceptar a los demás o a los acontecimientos sin prejuicios. De ahí la importancia de no dar demasiado valor a nuestros pensamientos que vienen y van movidos por los recuerdos, miedos o vacío interior. Entonces podríamos decir con el profeta: En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas (Is 49, 4). Quien deja de dar importancia a esos pensamientos veleta y descansa en el Señor, acoge los designios de la Providencia afrontando lo que viene sin aspavientos ni temores infundados, pudiendo seguir diciendo con el profeta: En realidad el Señor defendía mi causa, mi recompensa la custodiaba.
Es curioso cómo a veces nos aprisionan tanto nuestros pensamientos que llegamos a creernos que, si dejamos de pensar, dejamos de existir, cuando es todo lo contrario. En el libro clásico de espiritualidad “La imitación de Cristo”, atribuido al agustino Tomás de Kempis (s. XV) se nos dice: Age quod agis, que significa “haz lo que estás haciendo”. ¿Por qué nos dice eso? Porque normalmente no estamos donde estamos ni hacemos realmente lo que estamos haciendo. Al estar haciendo algo y nuestra mente estar en otro sitio se produce una disociación que nos impide vivir realmente, pues la vida es la de ahora, no la del pasado ni la del futuro. Es lo que también nos dicen muchos autores hoy día. Recuerdo al jesuita Tony de Mello en los años setenta y ochenta, pero también otros autores que han tenido gran repercusión a comienzos de este siglo XXI con obras como “El poder del ahora” de Eckhart Tolle. Y es que todas las cosas esenciales, son algo muy antiguo y nuevo.
También es verdad que las cosas valiosas las podemos ensuciar con intereses mercantilistas, haciendo negocio con ello. Se hace con la religión y se hace con la espiritualidad actual. La espiritualidad de hoy ha tenido gran difusión práctica con el mindfulness o “atención plena”, basada en la meditación vipassana y empleado para todo. La espiritualidad se transforma en un trabajo de atención plena que busca unos resultados prácticos a corto plazo para combatir la depresión o la ansiedad. Alguno lo ha llamado “la nueva espiritualidad del mundo capitalista que aboga por la regulación emocional basada en la percepción del momento presente” y que mueve miles de millones de euros al año. Se emplea en las empresas o en las escuelas, prometiendo la mejora de la capacidad de atención, concentración y memoria; equilibra las emociones y ayuda a gestionarlas; propicia mejores relaciones interpersonales, ayuda en la resolución de conflictos, reduciendo la violencia y la agresividad y mejora el rendimiento. Una práctica que puede ayudar a la persona, pero que ni la compromete con las injusticias sociales ni la ayuda a transcenderse.
Ahora bien, el que se use interesadamente no significa que sea desechable. Tomar conciencia de lo que hacemos en cada momento, viviendo en nuestro presente, es vivir realmente, adentrados en la eternidad de Dios. Cuando nos dejamos llevar por la ansiedad de hacer muchas cosas, pensando siempre en la siguiente para luego prever la que le sigue, sin atender lo suficiente a la que estamos haciendo, es no vivir realmente. No vivir lo que vivimos ni estar donde estamos. Hacer lo que se está haciendo en cada momento es disfrutar de lo que se hace, vivir en nuestro ser más allá del hacer. Cuando barremos, barramos con atención; cuando escuchamos a alguien, escuchémosle como si no hubiese otra cosa en el mundo; cuando hagamos lo que hagamos, hagámoslo conscientemente. Solo entonces seremos nosotros en nuestro hacer, sin limitarnos a vivir en el vaivén de las cosas y los acontecimientos. Age quod agis significa encontrar a Dios en el momento presente, pues si estamos pensando en otra cosa no lo encontraremos. Actuar así significa vivir la eternidad de Dios en cada instante, vivir el todo en cada cosa, hacer presente a Dios en nuestra realidad cotidiana, anticipar la meta en el camino que vamos haciendo. Por eso decía Santa Teresa que a Dios se le encuentra también entre los pucheros. De este modo en cada uno de nuestros actos hacemos aquello que Dios me da ahora como don eterno.
Ese es el camino de una mística verdadera, una mística vivida desde nuestro centro donde cohabitamos con el mismo Dios en una unidad desconcertante.
El silencio de nuestros pensamientos nos ayuda a alcanzar la quietud, pero no nos la da. Más bien es la quietud interior la que nos permite descubrir el silencio, pues el silencio es el acallamiento de nuestro ego. El ruido interior de nuestro ego es el que más debemos combatir. El ruido de la vanidad, el ruido de la soberbia, el ruido de la envidia, de la ira y de las demás pasiones, el ruido de la contrariedad, de la humillación, de la no aceptación de las cosas, que nos lleva a vivir enojados, maldiciendo nuestra suerte, argumentando sin fin en nuestro interior, criticando al que no nos escucha ni nos hace caso, etc. Silenciando todo eso favorecemos una mística gratuita, pero también trabajosa.