La experiencia de quietud del hesicasmo pasa por el distanciamiento físico de las personas y de las cosas, pero también por el distanciamiento de los mismos pensamientos. Evidentemente no se trata de prescindir de pensar, pero sí de tomar una cierta distancia de los pensamientos dejándolos de vez en cuando en “stand by”, que es lo que hacemos en la oración silenciosa.
La soledad exterior e interior se potencian mutuamente, pero no siempre van de la mano. La soledad física a veces cuesta conseguirla, pero se puede lograr siquiera temporalmente cuando estamos dispuestos a sacrificar algo. La soledad interior, sin embargo, requiere un trabajo mucho más delicado e intenso. Si yo quiero ir al desierto, basta con saber dónde está y dirigirme a él. Pero el silencio del alma y sus facultades requiere un conocimiento de éstas que no es tan sencillo como activar un localizador o GPS. Para poder silenciar y apaciguar las propias pasiones, primero tenemos que hacer un trabajo introspectivo de conocimiento. Conocer su origen, su forma de actuar y de qué forma lo hacen en mí. Este primer paso de conocimiento de mí mismo es al que nos invitaba el monacato antiguo con los conocidos “pensamientos” de los que nos hablan Evagrio Póntico y Casiano, los que se han dado en llamar pecados capitales.
El vaciamiento interior busca llenarse, la inquietud del corazón busca apaciguarse. De ahí nuestra insaciabilidad que nos lleva a picotear en todos los sitios buscando llenar lo que no puede ser llenado desde fuera, porque la fuente la llevamos dentro y necesitamos descubrirla.
Ciertamente que el camino del hesicasmo, buscando ese silencio y apaciguamiento interior, puede llevar a una insana indiferencia hacia el prójimo. Cuando San Ireneo criticaba ciertos postulados y actitudes gnósticas, era por la facilidad con que la dimensión salvífica se podía reducir al ámbito personal e intelectual, buscando una experiencia espiritual descomprometida. Por eso insistía en que el auténtico camino de salvación se centra en la caridad, en el amor a los semejantes y en la entrega personal, tal y como nos dice Jesús uniendo el mandamiento del amor a Dios con el del amor a los hombres y presentándonos el día del juicio final, cuando se indicará quién se salva y quién no, como una evaluación en el amor por las obras de misericordia.
Esto, no obstante, no contradice en absoluto el trabajo por buscar la quietud interior, simplemente lo sitúa en su justo lugar. La quietud interior busca el despojo de todo lo que nos puede entorpecer una contemplación de Dios más profunda y lúcida, pero esa contemplación no puede sino acrecentar en nosotros una mayor sensibilidad que escucha y ve la necesidad del hermano y nos impulsa a atenderla y comprometernos.
Pero tanto el trabajo del propio corazón que intenta embridar sus pasiones, como la entrega asidua a los demás, pueden ser engañosos, encubriendo miedos o carencias. De ahí la necesidad de iluminar el ojo del alma con la luz del Espíritu que se percibe en el silencio de los sentidos y en el dominio de las pasiones. Es en esa iluminación recibida –que no provocada- cuando nos adentramos en el amor de Dios, amor con que Él nos ama y amor con el que nosotros nos sentimos impulsados a amar. Un amor purificado de nuestro yo dominante y asentado en la pureza gratuita del amor de Dios.
La necesidad de buscar esa quietud del corazón la encontramos en innumerables autores desde la antigüedad con un denominador común. No se busca la soledad por sí misma o por simple huida, sino el bien de la inteligencia y la contemplación. En el cristianismo, sin embargo, siempre se valoró la comunión, la vida fraterna, el amor a los semejantes. Por esa razón, la soledad buscada por los monjes cristianos no podía ser ajena a esa realidad. De ahí la conocida expresión de Evagrio Póntico: “Monje es aquél que está separado de todos y unido a todos”. Y Orígenes: “Los santos, mediante la contemplación, están unidos a Dios, entre sí y con los demás”.
Evagrio reconoce que no todos los pensamientos son dañinos. No dañan los que no dejan impronta en la inteligencia, pues pertenecen al quehacer diario, si no ponemos en ellos el corazón (tomar distancia de las cosas sin dejarse atar por ellas). Los pensamientos que dañan son los que imprimen una imagen en la inteligencia, los que dejamos que nos afecten. Éstos sí que indicen decisivamente en la oración, pues excitan las pasiones y no los podemos dejar fácilmente.
La quietud del hesicasmo no tiene nada que ver con el quietismo, pues exige un empeño trabajoso. Para iniciar el camino de la quietud debemos trabajar primero en ordenar nuestros pensamientos, pues ellos son el origen de nuestras decisiones finales. Actuamos partiendo de un pensamiento inicial que será lo que nos lleve finalmente a tomar decisiones. De ahí la importancia de cómo sean nuestros pensamientos. Los pensamientos desordenados son tóxicos y fácilmente terminan esclavizándonos y apartándonos de lo que realmente somos, tomando decisiones que nos perjudican. Esos pensamientos tienen ocho raíces principales que él llamará los ocho vicios.
Los pensamientos siempre están activos en nosotros. No paramos de pensar, y eso influye no solo en nuestras decisiones, sino también en nuestro estado más profundo, viviendo en paz o en guerra. Con frecuencia no paramos de “dar vueltas a la cabeza”, como decimos coloquialmente. Y es que los pensamientos son necesarios, pero también son la mayor fuente de sufrimiento inútil. Depende cómo los utilicemos nos ayudarán o serán un gran obstáculo en nuestra vida. El problema surge cuando nuestros pensamientos se apoderan de nosotros en lugar de estar a nuestro servicio. Creemos controlar nuestra mente, pero no somos capaces de desactivarla cuando queremos, viviendo en un torbellino de pensamientos que nos sacan de la realidad que estamos viviendo y nos llenan de preocupaciones y de temores. Silenciar los pensamientos inútiles nos ayuda a encontrar la paz y a vivir desde lo que somos sin dejar que nos bombardeen sin parar.
Cuando dejamos que los pensamientos vivan alocados en nuestra mente, enloquecemos de alguna forma. Imaginemos que vemos a alguien por la calle gesticular y hablar solo. Lo primero que nos viene a la mente es que esa persona está loca. Pues bien, es exactamente lo mismo que hacemos nosotros en nuestra mente, aunque no lo expresemos en voz alta. Pensamos, debatimos, juzgamos, refutamos, atacamos, nos defendemos, contraatacamos, … y todo ello en un mundo imaginario e irreal, como personas enajenadas, quedando fatigados y predisponiéndonos negativamente contra los que nos disgustan o nos asustan.
Por lo general, esos pensamientos que surgen dentro de nosotros no son más que la voz de nuestros temores por cosas que nos han podido suceder en el pasado. Olvidamos lo que nos ocurrió, pero el temor que nos dejó quedó dentro de nosotros como una cicatriz que se abre en circunstancias parecidas, brotando nuestro sentimiento de indefensión. Total, que sufrimos lo indescriptible por cosas que ni han sucedido ni probablemente sucederán.
Para poner freno a esa locura hay algo que podemos hacer y tiene su eficacia, contemplarnos a nosotros mismos desde fuera, de una manera introspectiva. Una forma de aprender a dominar nuestros pensamientos es tomar distancia de ellos. Cuando nos turban pensamientos obsesivos que no nos dejan en paz o nos inducen a hacer aquello que no deseamos, es bueno hacer como que nos contemplamos a nosotros mismos desde fuera, con cierta imparcialidad y distancia, como si se tratase de otra persona. Hacer eso siempre sin juzgarnos, con simple objetividad. Al observarnos en esa lucha con unos pensamientos que vienen sin llamarlos y nos inquietan, vamos percibiendo que nosotros no somos nuestros pensamientos, no somos esa voz que nos aturde. Esto nos ayuda a vivir en paz. Los pensamientos están ahí y yo estoy aquí. Cuando descubro eso puedo llevarlos con paciencia, como el que tiene que aguantar el ruido de los coches en la calle que le dificulta la atención en el estudio, hasta que deja de luchar contra él y se olvida de él. Pero si nos confundimos con esos pensamientos, nos sentiremos culpables y los alimentaremos al intentar eliminarlos. Es más eficaz desactivar que tratar de eliminar.
Ese es un buen comienzo para tratar de silenciar nuestra mente. No se trata de no pensar, sino de pensar de forma saludable. Dicen que el 80 % de nuestros pensamientos son repetitivos, se entretienen en curiosear o juzgar vidas ajenas y terminan haciéndonos mucho daño. El pensamiento es como una herramienta. Las herramientas las usamos cuando las necesitamos y las dejamos guardadas en su sitio cuando no las necesitamos, dispuestas siempre para volverlas a usar cuando surja la ocasión. Un coche no se estropea por dejarlo en el garaje cuando no tenemos necesidad de viajar. Sí se estropea por sobrecalentamiento si no dejamos que pare ni un momento. Algo parecido nos sucede a nosotros cuando desgastamos la mente al no dejarla reposar ni un instante. Y, sin embargo, cuando la silenciamos descubrimos cosas que nos sorprenden.
Nosotros y nuestra inteligencia somos mucho más que nuestra mente pensando. Fijaros simplemente en un detalle: cuando a veces estamos en silencio o en oración silenciosa, brota de repente una luz, una idea, una intuición que no hubiéramos alcanzado con la mente pensando sin parar. Parece como si el dar rienda suelta a los pensamientos nos estuviera oscureciendo la inteligencia al dejar entrar a todas las emociones, mientras que al silenciar la mente brota de forma incontaminada lo que hay en nuestro interior, ahí donde reside nuestro verdadero ser. El amor, la alegría, la paz o la creatividad surgen más allá de los pensamientos, pues son algo previo, más profundo. Es verdad que algunas intuiciones interesantes pueden surgir también cuando pensamos, pero suelen tener un matiz más utilitarista e interesado, no tan puro.