Que nadie piense que la mística supone alejamiento, sino es más bien adentramiento transcendente, como el silencio es el hueco donde resuena la palabra. Todo forma una unidad interrelacionada, aunque algunos se empeñen en no verlo así. Hablamos de nuestras necesidades corporales o del valor de nuestro cuerpo y algunos lo consideran hedonismo y vivir de tejas abajo. Hablamos de los procesos psicológicos y emocionales que nos habitan, y algunos dicen que no se puede psicologizar todo, que eso diluye nuestra realidad espiritual. Hablamos de espiritualidad y cómo la fe y la transcendencia son una referencia fundamental en nuestras vidas, y algunos lo tachan de espiritualismo. Si hablamos del compromiso social al que nos debe llevar la fe, algunos lo califican de implicación política partidista que se aleja de una vida de oración. Y si nos paramos a hablar del trabajo del corazón y la vida de oración, es que somos autistas autorreferenciados que no nos importan los demás.
El ser humano abarca todas esas facetas al mismo tiempo. Hablar de una de ellas no excluye las demás, pero para hacer un cuadro hay que usar un color detrás de otro, mezclándolos oportunamente.
Todos hemos escuchado la expresión atribuida a Karl Rahner: “el cristiano del s. XXI será místico o no será”, expresión con otros matices atribuida también a otras personas. Es llamativa la paradoja que se da en nuestro tiempo, donde parece convivir un cierto ateísmo y antropocentrismo radical con una fuerte necesidad espiritual. Más que rechazar a Dios, se reivindica al ser humano, especialmente cuando hacemos de Dios un refugio cómodo que debe solucionar nuestros problemas. Es una reivindicación de lo secular, del cuerpo, de lo terreno, de la ciencia, frente a una espiritualidad que -piensan algunos- no se compromete o espera soluciones milagrosas. Es una espiritualidad que se centra en la experiencia personal y sospecha de las expresiones religiosas incongruentes con la propia vida cuando ha convivido con la violencia, el poder o los abusos. En general es una espiritualidad centrada en la persona y escasa de transcendencia.
Sin entrar en el debate de los peligros de esa espiritualidad, del uso inadecuado que se pueda hacer de ella o del substrato ideológico que la sustenta, hay que reconocer que también puede ser para nosotros un estímulo para redescubrir lo que ya tenemos y, a veces, hemos olvidado. Se suele decir que nuestro mejor maestro es la persona que nos incomoda, pues ella me enseña lo que hay en mí y lo que debo trabajar. Algo parecido nos sucede con la espiritualidad actual. Si nos conformamos con criticar la cultura en que vivimos, difícilmente aprenderemos algo. En un esfuerzo por aprender de lo que nos puede desconcertar, quisiera fijarme en nuestras fuentes cristianas y cómo encontramos en ellas una mística saludable que hoy se reclama y que nos puede ayudar a conectar con lo que verdaderamente somos, descubriendo ahí el templo de Dios que está vivo dentro de nosotros.
El gran sistematizador de la espiritualidad monástica cristiana, Evagrio Póntico (+ 399), nos propone el camino de la mística desde el propio conocimiento, haciendo un recorrido que nos llevará a la quietud de nuestro ser siguiendo el camino del hesicasmo: aléjate del bullicio, silencia tu mente y vive en la quietud y reposo interior donde tú habitas y donde habita Dios.
Cuando hablamos de “reposar” nos solemos referir al descanso. Cuando a uno le mandan reposo absoluto se le está diciendo poco menos que se quede tumbado descansando. El reposo alude también a que las cosas están tranquilas, sin movimiento. El agua en reposo es el agua sin agitación, en calma, sin movimiento. Por otro lado, reposar una cosa es dejar que se vaya asimilando, que haga su función. Reposar la comida es hacer la digestión, dejar que la comida se vaya asimilando. Un líquido en reposo deja que se asienten los sedimentos que hay en él.
El reposo no es propiamente una inactividad, sino una actividad pasiva, un dejar que las cosas sean, un terminar una etapa para comenzar otra. La naturaleza queda en reposo durante el invierno. Se trata pues de una inactividad aparente, pues es el momento de echar raíces, sin lo cual el crecimiento primaveral sería muy pobre. Cesa la actividad vistosa de la savia en ramas, hojas y frutos para preparar al árbol a una nueva jornada natural.
Algo de todo esto sucede en la vida del espíritu. A esto es a lo que se refiere el hesicasmo. Por su valor intrínseco era algo buscado por los monjes antiguos, no simplemente el momento de descanso tras el trabajo realizado. Experimentar el reposo del corazón es preparar la estación de la vida, la puerta a un nuevo crecimiento. Es una experiencia buscada que tiene tres dimensiones: fuge, tace, quiesce (huye, calla, reposa).
La fuga mundi era parte de ese apartamiento. No se huye de nadie como si de demonios se tratase. Simplemente se busca la soledad para adentrarse en una experiencia vivificadora. El apartamiento físico es necesario para apaciguar los sentidos y poder tomar conciencia de nuestro ser interior. Evagrio nos decía que cuando el monje va al desierto se ahorra las turbaciones de los sentidos, quedando frente a su mundo interior. Santa Teresa nos habla de “la loca de la casa” que hay que dominar, y no solo por sus distracciones o fantasía, sino por todo ese mundo interior de sentimientos, emociones, deseos o estados de ánimo, que experimentamos. Sin una cierta soledad es imposible encontrar sosiego. Ese tomar distancia de las cosas nos permite separarnos lo suficiente de ellas como para que no nos atrapen en el activismo, las preocupaciones, o la ansiedad.
Callar y acallar es el segundo momento. Es la soledad interior, el silencio del alma y sus facultades, sin duda la soledad más importante. Si estoy solo es fácil que esté callado, pues lo contrario sería un síntoma peligroso. Cuando se está en el desierto junto con otros, en un monacato cenobítico, el silencio es como una forma de apartamiento físico -acústico en este caso-, que garantiza la soledad en comunidad y evita las preocupaciones propias de la murmuración, contenido habitual de toda palabra superficial. Pero aún quedan los discursos mentales siempre activos. Acallarlos es vivir ese silencio pleno que nos prepara para adentrarnos en el reposo del corazón. Tanto para la “huida” como para el silencio, se necesita una voluntad activa y un ejercicio práctico.
La quietud o reposo interior es un proceso más espiritual, un combate activo y pasivo. Esa quietud o reposo no es un mero estado de paz interior, de armonía o imperturbabilidad, aunque todo esto se dé. Se trata de un vivir en Dios por la oración, unido a Él y encontrando en Él la paz y la quietud.
El quiesce, reposo, supone un pararse en todos los sentidos, un “estar” donde se está, no solo estar en un sitio físico, sino estar con todo mi ser. Solo así se da el reposo. Quien está en un sitio a disgusto o por obligación, está, pero no encuentra reposo, está inquieto, deseoso de marchar de allí, dándose la paradoja que, por ese mismo motivo, en realidad no se encuentra en donde está presente su cuerpo. Para que haya verdadero reposo deben encontrarse en el mismo sitio el cuerpo y el espíritu, lo que supone estar con la voluntad y con la consciencia.