Es bueno que desarrollemos los dones que hemos recibido, que seamos creativos y hagamos muchas cosas. Es bueno que busquemos construir, ser emprendedores y, en lo posible, rentables. Pero lo que verdaderamente nos da energía para seguir adelante en las dificultades y seguir entregándonos a pesar de todo es la motivación que tengamos. Si la motivación es pequeña, el cansancio y el aburrimiento vendrán pronto. Si la motivación se centra en nosotros mismos, actuaremos mientras nos sintamos bien. Solo si nuestra motivación está más allá de nosotros mismos podremos perseverar aun en las dificultades, superando el cansancio y el rechazo, como superan todas las dificultades laborales unos padres que tienen que sacar adelante a los hijos que tanto quieren.
Es lo que Jesús vive cuando después de recorrer todas las ciudades proclamando la Buena Noticia, contempla a la muchedumbre y siente compasión de ella porque estaban extenuados y abatidos “como ovejas que no tienen pastor”. Se trata de una expresión que, según los estudiosos, se refiere principalmente a la gente abandonada, pobre y marginada (cf. 1 Re 22, 17), al “pueblo de la tierra”, término despectivo usado por los fariseos para designar a la gente pobre e ignorante, que no tiene el conocimiento de la Ley necesario para observarla (Jn 7, 49) y que muchas veces tampoco tendría medios para practicarla.
Ver la indefensión y pobreza de los otros nos aviva la compasión y nos fortalece para sobreponernos ante el cansancio y las dificultades. Algo que hemos visto en los meses más duros de la pandemia de forma muy evidente en el personal sanitario y otros que se han entregado solidariamente de forma admirable más allá de su obligación al sentirse conmovidos por las vidas que estaban en sus manos y no sabían cómo multiplicarse para ayudar.
Mirar a los otros y dejarnos impactar por su necesidad nos permite olvidarnos de nosotros mismos y saca lo mejor que llevamos dentro, que, a veces, desconocíamos. Es el sentimiento de Jesús presente en toda persona buena, creyente o no creyente. Él nos dice: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad pues al Señor de la mies que envíe trabajadores a su mies”. Trabajadores, no mirones. Personas que se muevan y no solo que se conmuevan. Los curiosos no pasan de chismosos, que contando lo que han visto por donde pasaron se creen que tuvieron algún papel decisivo en la solución. Jesús se quejaba de ver a la gente como ovejas sin pastor. Sin duda que había pastores en su época, pero que se pastoreaban a sí mismos y no a las ovejas.
Jesús proclamaba la Buena Noticia por todas las ciudades, pues sabía que el evangelio podía fortalecer al que lo conociera, sintiendo pena por los que no recibían su consuelo. Y es que el evangelio es precisamente eso, buena noticia que alegra la vida y le da sentido. Pastoreamos cuando buscamos el bien de los demás y somos causa de alegría para ellos y motivo de estímulo para crecer. Nos pastoreamos a nosotros mismos cuando buscamos ante todo que los demás hagan aquello que ni nosotros mismos hacemos, preocupándonos más por las formas que por el corazón.
Con esta actitud Jesús comienza su discurso de la misión, con advertencias y consejos para nuestra misión apostólica. Lo primero que hará será elegir a sus discípulos y encomendarles la misión.
Cuando leo cómo fue la elección de los apóstoles me recuerda lo que dicen nuestras Constituciones y Estatutos al hablar de la elección de los miembros de una nueva fundación: “La selección de los hermanos fundadores no sea solo una cuestión de organización práctica, sino también de discernimiento y oración” (Est. 69. 1.A). Es lo que hizo Jesús, y nos recuerda el evangelista Lucas: En aquellos días Jesús se fue al monte a orar, y se pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos (Lc 6, 12s). No basta con utilizar criterios prácticos y, mucho menos, buscar personas que piensen igual, algo por otro lado imposible. Toda comunidad cristiana se sustenta en la fe, porque el Señor está en medio de ella y no por la forma de pensar o el valor personal de los que la integran, aunque eso ayude. La elección de los apóstoles que formarán la comunidad más íntima de Jesús llama la atención por su diversidad. Los que vivimos en comunidad bien sabemos que sus miembros no son un grupo formado por afinidades de ningún tipo ni se juntan por afectos especiales. Muy al contrario, parece que el Espíritu se empeña en juntar lo más diverso para que quede de manifiesto por qué y por quién estamos aquí.
En la comunidad de los apóstoles encontramos tres grupos que distinguen los evangelios. En primer lugar, está el círculo más cercano a Jesús: Pedro, Santiago, Juan y Andrés, especialmente los tres primeros. El segundo grupo lo forman los que han estado más cercanos a los no judíos: Felipe, Bartolomé, Tomás y Mateo, el publicano; finalmente, en el tercer grupo se encuentran los más judaizantes: Santiago de Alfeo, Tadeo, Simón el Zelote y Judas el Iscariote. Y entre todos ellos la variedad de caracteres y de expectativas es evidente. Llegamos a ver a un militante revolucionario y radical antirromano, el zelota Simón, o a un ladrón y traidor como Judas.
Llamó a sus discípulos para encomendarles una misión, capacitándolos primero: Llamando a los doce discípulos les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Es lo que nosotros llamamos la “gracia de estado”. Nadie comienza un oficio sin prepararse primero. Para el oficio que el Señor nos encomienda nosotros no nos podemos preparar, pues nos supera, es él quien nos prepara dándonos su gracia. Por eso, cuando nos sentimos incapaces para desempeñar algo de este tipo, está bien que así nos sintamos, pero si tenemos fe confiaremos en la fuerza que Dios nos da que nos capacita para esa misión. No nos capacita para tener éxitos humanos y recibir el halago de los demás, sino que nos capacita para la misión que él nos encomienda según el corazón de Dios. Algo exigente, pues requiere mucho abandono, mucha confianza, mucha renuncia a nosotros mismos y nuestros sueños de ser reconocidos y admirados por los demás. Pero cuidado, que si pretendemos “el poder sobre los espíritus y para poder curar” nos toparemos con el fracaso. Es lo que puede suceder a aquellos que confían demasiado en la gracia de estado recibida y se atribuyen cosas que no les corresponde. Si solo pretendemos obedecer a los designios de Dios y acoger la misión que nos encomienda, en ocasiones muy a pesar nuestro, entonces ese poder se manifestará sin que nosotros mismos nos percatemos de ello.