La curación de la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo se presentan juntas en los tres evangelios sinópticos. Ésta había perdido la vida, mientras que aquella la estaba perdiendo con tanto flujo de sangre.
Un jefe de los judíos se acerca a Jesús y le dice que su hija acaba de morir, pidiéndole vaya a resucitarla. ¡Casi nada! Y después dice Jesús que no había visto mayor fe que la del centurión de Cafarnaúm que tan solo le pedía curar a su siervo. “Mi hija acaba de morir – le dice-, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá”. También es cierto que, aunque Mateo dice eso, tanto Marcos como Lucas hablan de que la niña está a punto de morir. Jesús se pone en camino. En el trayecto se le cruza una mujer y le toca la borla de su manto con el convencimiento de que así sería curada. Los dos personajes muestran una gran dosis de fe, y los dos reciben según era su fe: “¡Ánimo!, hija, tu fe te ha salvado”, dice a la hemorroísa, y también es vuelta a la vida la hija de Jairo. El fruto de nuestra oración está en función de la fe que tengamos. Los milagros y curaciones de Jesús no son más que un signo de su poder salvífico para con los que creen en él.
Jairo pide a Jesús que devuelva la vida a su hija unigénita imponiendo su mano sobre ella. El gesto de la imposición de las manos sobre otra persona es un gesto utilizado para significar la transmisión de una gracia o de un carisma. Con ello Jairo reconoce al Señor como dador de la vida que es capaz de transmitirla. No se trata solo de que cure a su hija como lo podría hacer un médico (o que le devuelva la vida en este caso), sino que lo haga desde él, transmitiéndole su vida, pues solo se puede dar lo que se posee. Ese matiz es interesante. Algo parecido es lo que hace la hemorroísa y confirma el Señor cuando se dice que dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se volvió entre la gente y decía “¿Quién me ha tocado los vestidos? (Mc 5, 30).
La hemorroísa había gastado todo su dinero con muchos médicos que no solo no la habían curado, sino que la habían dejado peor. Es al final, cuando ya no queda más remedio, cuando acude a Jesús. Lo que nos recuerda una vez más el consejo que San Benito da al abad para con los monjes rebeldes (enfermos, les llama también, cf. RB 28) que no se quieren enmendar, y con los que debe tratar de buscar el remedio adecuado para que sanen y, en el caso de no conseguir nada, le aconseja que acuda a la mejor solución, la oración. Algo que parece un tanto absurdo, pues si era la mejor solución, más valía haberla utilizada en primer lugar. Pero también esto tiene una enseñanza. Como somos perezosos, a veces pretendemos que sean otros los que hagan nuestro trabajo para no tener que esforzarnos, refugiándonos en una pretendida vida de oración. Por eso también resulta más fácil decir: “ya pediré por ti en la oración”, que esforzarse en buscar nosotros alguna solución. Dios escucha a los que piden con fe y se esfuerzan, no a los perezosos que buscan les resuelvan el problema sin poner ellos de su parte.
La salud y la vida son un regalo de Dios que da gratuitamente, pero que exigen un esfuerzo por parte nuestra, el de acercarnos a él. Las sanaciones de Jesús no se suelen dar sin antes pedirlas. La gente, movida por la fe, hace el esfuerzo de acercarse a él, de pedirle la salud o de tocarle el manto. Jesús hoy no está físicamente entre nosotros, pero sí nos acercamos a él cuando oramos. Es importante ese esfuerzo de acercarse a él en la oración y empeñarnos en que nuestra oración sea eso, oración. Llama la atención el esfuerzo que se toman muchos por practicar la meditación zen, el yoga, el taichí, el silencio de la mente, etc., a veces adoptando posturas corporales exigentes o con prácticas rigurosas de vida. Bien saben que sin esfuerzo no hay fruto alguno. Igualmente nos sucede a nosotros cuando afrontamos los momentos de oración personal silenciosa. Primero hemos de tener la determinación de hacerla, venciendo las excusas que suelen venirnos a la mente para posponerla o eludirla al tener otras ocupaciones más importantes. Luego debemos tener la determinación de estar donde estamos, sabiendo que la oración es un estar en presencia de Dios, pero un estar consciente y activo, no un estar cualquiera, como si estuviéramos esperando el autobús o dormitando, sino una actitud expectante, activa. El sueño o las distracciones pueden venir, pero no podemos anclarnos en ellas. La actitud que tengamos es muy importante. Nuestra actitud en la oración revela la fe que tenemos y el deseo que nos mueve. La postura corporal refleja nuestro empeño y nos ayudará más o menos en los frutos de la oración. Ya sabemos que los dones de Dios son gratis, pero no baratos. Que él sana al que se lo pide, pero lo hace según sea su fe de comprometida, manifestando un esfuerzo personal y una aceptación de los planes de la Providencia.
Ambas personas curadas coinciden en algo. Si escuchamos a Mc y a Lc observamos que la hija de Jairo tenía 12 años y la hemorroísa llevaba igualmente 12 años en su penosa situación. No me voy a entretener en ello, pero bien sabemos que se trata de un número especial en la Biblia que alude al pueblo de Dios tanto en el AT (12 tribus) como en el NT (12 apóstoles) como en la Jerusalén celeste (12 puertas con los 12 nombres de las tribus y 12×12000 salvados por la sangre del Cordero). Es un número que nos habla de plenitud, de totalidad, como 12 son los meses del año.
Finalmente, el evangelio añade dos curaciones más: la de dos ciegos y la de un mudo endemoniado. Con los ciegos que piden ser curados vuelve a quedar en evidencia la unidad entre la fe y la sanación al decirles Jesús: “¿Creéis que puedo hacer eso?” Le dicen: “Sí, Señor”. Entonces les tocó los ojos diciendo: “Hágase en vosotros según vuestra fe”. Ni más ni menos, según nuestra fe. Ellos ya mostraron su fe al insistir con fuerza y gritando cuando Jesús pasaba por el camino para que los atendiera y no siguiera de largo. Gritaban con fuerza a pesar de ser conminados para que callaran y no metieran ruido.
La fe es necesaria para obtener lo que se pide, pero no solo eso, es necesaria para comprender y aceptar la acción salvadora de Dios. Los que seguían a Jesús parecían asombrados de lo que estaban viendo y exclamaban: “Jamás se vio cosa igual en Israel”. Sin embargo, los fariseos decían: “Por el Príncipe de los demonios expulsa a los demonios”.
Esa cerrazón parece desconcertante. Los fariseos no niegan el prodigio que ellos mismos han visto, sino que lo malinterpretan. Como ellos no creen en Jesús, buscan cualquier interpretación retorcida. Algo que nos puede suceder a nosotros y que hizo exclamar a Jesús: “Ningún profeta es acogido (reconocido) entre los suyos”. Creemos conocernos muy bien para aceptar que la acción salvadora de Dios en el hermano o su palabra profética pueda venir del mismo Dios para nosotros. Si acrecentamos nuestra fe, acrecentaremos los beneficios de la acción salvadora de Dios en nuestra comunidad, sin dejarle pasar de largo. Quien tiene una mirada de fe, tiene una mirada capaz de dar vida a su alrededor y de reconocer esa vida de Dios en medio de nosotros. Quien carece de fe, se perderá esa visión teniendo una visión muy negativa de los demás, aunque resuciten a un muerto. La fe no la da nuestro estatus religioso, sino que brota del corazón.