A la comida con los pecadores, o su abstención por parte de los fariseos, le sigue una reflexión sobre el ayuno. No se habla del valor del ayuno en sí mismo como práctica ascética, sino en qué momento realizarlo. Tanto los fariseos como los discípulos de Juan el Bautista se sorprenden de no ver ayunar a los discípulos de Jesús. La respuesta de Jesús no niega el valor ascético del ayuno, pero aquí lo va a orientar de forma diferente al presentarlo desde una perspectiva relacional: la presencia o la ausencia del novio lo va a condicionar. Cuando el novio está presente hay que disfrutar de su presencia, no es momento de austeridades, como tampoco lo es cuando estamos a la mesa en un banquete donde nos han invitado, imagen utilizada con frecuencia para representar los tiempos mesiánicos. Es importante saber estar en cada momento para no aguar la fiesta a nadie ni actuar de forma impertinente.
El ayuno no es simplemente la guarda de una dieta para mantenerse en forma y tener un cuerpo bonito. El ayuno que nos presenta Jesús tiene un aspecto relacional. Se ayuna para mostrar un corazón contrito y humillado delante de Dios, implorando su misericordia. Se ayuna como expresión de tristeza y duelo por la pérdida de un ser querido. Se ayuna para compartir los bienes con los necesitados. Se ayuna para adquirir un domino de sí que ayude a responder mejor a las exigencias del Espíritu. Por eso, los padres del desierto criticaban el ayuno narcisista y competitivo entre algunos solitarios, como también criticaban al monje que vivía en la molicie. San Benito, que desea no se coma a deshora, nos dice que si el superior da algo a alguien y éste lo rechaza, no se le vuelva a dar después ni eso ni lo que pida, pues de nada vale un ayuno que es fruto de un desprecio. Es lo que hacían de alguna forma los fariseos cuando evitaban comer con los que despreciaban por pecadores, echándoselo así en cara; eso no era ayuno.
¿Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? -se preguntaba Jesús-. Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán. Es una forma de decirles a los que le escuchaban que el tiempo mesiánico ha comenzado con él, y sus discípulos están invitados al banquete de bodas.
¿Cómo reconocer la presencia o la ausencia del novio en nuestras vidas? Discernir eso nos enseñará cuándo ayunar y cuándo no. Hay momentos de la vida que lo expresan claramente. Una mujer que ha perdido repentinamente a su hijo pequeño se olvida hasta de comer, pues su dolor es inmenso. Ese dolor lo podemos tener todos más o menos algunas veces en la vida, pero no son muy frecuentes. El Señor alude aquí al ayuno que es fruto de la ausencia de un ser querido, en este caso de él mismo. Es el ayuno pascual, que lo vivimos desde el viernes santo, diferenciándose del ayuno cuaresmal que es más de tipo ascético y penitente.
Pero esa experiencia de la ausencia del Señor en nuestras vidas también la podemos tener con mayor intensidad en ciertos períodos. Si nunca la tenemos, pudiera ser que nuestra vida espiritual esté un tanto acomodada o no tenga una dimensión de relación que nos entristezca por la ausencia que experimentamos. La ausencia del Señor la experimentamos en los momentos de crisis o cuando nos sometemos al pecado. En esos momentos es bueno practicar el ayuno, no para castigarse, sino para humillarse en presencia de Dios, poniendo en él nuestra esperanza. Es algo verdaderamente eficaz, pues Dios da su gracia a los humildes y no se la niega al que se la pide con confianza. Una confianza que exige confiar en la acción de la Providencia, que nos puede desconcertar al no seguir nuestros planes o expectativas. Por eso Jesús nos recuerda en otro lugar que ciertos demonios no se van si no es con la oración y el ayuno. El ayuno que Dios quiere no es un castigo, sino un instrumento; no es una dieta, sino una autodisciplina; no es una imposición, sino una expresión de lo que estamos viviendo; y nunca puede ser una impostura fuera de lugar, sino que lo hemos de practicar en el momento y modo oportunos.
El ayuno o su ausencia en momento inoportuno o de forma inadecuada, nos puede llevar a un desgarro mayor. Así Jesús nos pone la siguiente comparación: Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un vestido viejo, porque lo añadido tira del manto y deja un roto peor. Ni tampoco se echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres: se derrama el vino y los odres se estropean. A vino nuevo, odres nuevos. Así ambos se conservan.
Esta comparación que nos pone Jesús puede tener interpretaciones muy diversas y no es fácil atinar con la más adecuada. Después del concilio Vaticano II se hablaba de época de cambios, haciendo multitud de experiencias diferentes en la vida religiosa, en la liturgia, etc. Cambios que entusiasmaban a unos y despistaban o molestaban a otros. Lo que era evidente es que el mundo estaba cambiando profundamente. Por eso, después se dejó de hablar de una época de cambios para hablar de un cambio de época. Pero el problema no está en las palabras, sino en la vida. No por poner nombre a una enfermedad vamos a conseguir curarla. Quien ha sido educado de una determinada manera recibe lo nuevo atragantándose, salvo que su corazón haya dado un vuelco. Es lo que constata también el evangelista Lucas en el relato que él nos hace: Nadie, después de beber el vino viejo, quiere del nuevo porque dice: “El añejo es el bueno” (Lc 5, 39).
Creo sinceramente que solo son capaces de recibir el vino nuevo los odres nuevos. El vino nuevo es nuevo, lo que no significa que tenga que ser mejor o peor, simplemente es nuevo, de una época diferente a la anterior. Pero también necesita unos odres donde estar, unos odres nuevos capaces de contenerlo sin que se rompan. El problema es que, para poder pasar de una época a otra necesitamos personas nuevas, diferentes a las anteriores, o personas capaces de nacer de nuevo, como decía Jesús a Nicodemo, para que puedan pasar el testigo a los hijos de la nueva época. Eso requiere personas de espíritu, personas santas y libres capaces de no aferrarse a lo que les da seguridad, a lo que se ha hecho siempre, a lo que aprendimos cuando nosotros éramos el vino nuevo. Personas olvidadas de sí mismas y abiertas al Espíritu, que sopla donde quiere y como quiere, sin que nadie sepa de donde viene y a donde va. Interpretación que, por otro lado, puede ser ingenuamente aprovechada por algunos que quieren romper completamente con lo anterior, considerándose setas que surgen sin raíces, aunque no duren demasiado.
Este ejemplo que nos pone Jesús es algo que hace pensar. Discutimos y discutimos tratando de imponer nuestros puntos de vista o defender nuestra verdad que, para nosotros, es la verdad. Y avanzamos poco, preocupados de los resultados, de que el tiempo nos dé la razón a nosotros y se la quite a los demás, que consideramos despistados que no saben muy bien lo que dicen. Son muy pocos los que, olvidados de sí mismos, están dispuestos a soltar amarras, a nacer de nuevo abriéndose a la escucha del Espíritu. Por eso opino, como Jesús, que el vino nuevo requiere odres nuevos. Todo llega a su momento, cuando se van sucediendo las generaciones.
Las primeras comunidades cristiana se vieron en esta dolorosa disyuntiva. Ellos eran judíos, ¿cómo no ser cristianos judaizantes entonces? Dado que el cristianismo nace del judaísmo, lleva a su plenitud la revelación y se asienta en sus raíces, ¿por qué no seguir con sus formas y tradiciones? Fue durísimo romper con elementos tan sagrados como la circuncisión o la oración en la sinagoga. ¿Por qué romper con eso para ser un buen cristiano? ¿Es que acaso Jesús no estaba circuncidado e iba al templo? ¿Es que la ley y los profetas habían prescrito? ¿Por qué San Pablo enfrenta la ley con el Espíritu? El vino nuevo de Jesús no podía permanecer en los odres viejos del judaísmo. No nos engañemos, esa renovación se ha dado continuamente en la Iglesia a lo largo de la historia, desde un cambio en la lengua litúrgica (arameo, griego, latín, lenguas vernáculas), hasta la misma estructura eclesial que pasó de unas estructuras familiares y comunitarias muy simples a otras pomposas y poderosas; de unas comunidades con sacerdotes que las servían, a una iglesia clericalizada; de una espiritualidad evangélica común a todos a una espiritualidad para grupos religiosos. Evidentemente muchas cosas han ido cambiando por las buenas o por las malas, lo que ha supuesto no pocos desgarros y desconcierto. Pero no hay que tener miedo, pues no hay nacimiento sin el dolor del parto. A vino nuevo, odres nuevos. Sería bueno que nosotros siempre nos preguntásemos en qué debemos nacer de nuevo, cual es el vino nuevo de la vida monástica y qué odres debemos de fabricar para que la contenga.