Los milagros que hace Jesús tras el sermón de las bienaventuranzas atraen a muchos interesados, por lo que decide marchar a la otra orilla del lago Tiberíades. Antes de partir se le van acercando algunos a los que advierte que su camino no es de rosas. Finalmente se sube a la barca y los discípulos le siguen: “vamos a navegar con Jesús; ir a la otra orilla con él es cosa segura” Es entonces cuando estos discípulos audaces son puestos a prueba: De pronto se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; pero él dormía. La prueba era grande, la barca se estaba llenando de agua, no hacían pie y el Señor dormía en la popa (en la parte de atrás y donde se halla el timón), detalla Marcos. ¿Qué hacer? Realmente no podían hacer nada frente al mar embravecido, y bien lo sabían, pero tenían con ellos al que hacía milagros, solución tentadora.
Los discípulos se encuentran en este momento en el segundo grado del amor de Dios, que decía San Bernardo. El grado del interés, según el cual amamos a Dios por lo que nos da. Esos discípulos creen seguir a Jesús, pero tan solo siguen el olor de su éxito, la seguridad de su poder, su saludable capacidad de curar. A la primera prueba que tienen se llenan de miedo. Ven que Jesús está con ellos, pero aun así se llenan de miedo, pues no actúa como ellos quisieran, parece dormido, y les viene la angustia de la prueba que ellos no pensaban fueran a tener en su presencia. ¿Qué hacer entonces? Despertarle para que les dé aquello por lo que le están siguiendo, la seguridad.
Los tres sinópticos resaltan lo que resulta obvio, en esas circunstancias lo único que pensaban los discípulos es en salvar la vida, impacientes por la pasividad del Maestro. Le despiertan y exclaman: “Señor, ¡sálvanos, que perecemos! Marcos, incluso, presenta a los discípulos recriminando y chantajeando emocionalmente a Jesús: ¿No te importa que perezcamos? Como diciendo: “vaya lo que te importamos”. Es lo que hace el niño con sus padres y maestros cuando le exigen algo que le cuesta o dejan que se enfrente a los problemas sin salir corriendo en su auxilio, con esa sobreprotección propia de nuestro tiempo. La verdadera enseñanza sabe mantenerse firme para que el discípulo aprenda en su propia carne, que es lo único que lo transformará verdaderamente, sin dejarse llevar por la debilidad incapaz de ver sufrir al otro, aunque sea un sufrimiento sanador.
La reacción de Jesús deja de manifiesto que su inacción era pedagógica. Quería que sus discípulos se abandonaran confiados, sabiendo que él estaba en medio de ellos. Pero no, se llenaron de miedo y se angustiaban. ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?, les dijo. Sentir miedo es natural. No se nos puede recriminar por ello. Es un instinto natural de protección. La queja era por la falta de fe. No obstante, Jesús cede. En todo acompañamiento hay que saber exigir y parar cuando se llega al límite de lo que la persona puede dar en cada momento. No es debilidad, sino prudencia. Tiempo habrá de que se repita la prueba y ver hasta qué punto se aprendió algo en la anterior. Jesús les quitó aquello que les llenaba de miedo (el viento y el oleaje), quedando admirados por su poder. En realidad, esas tormentas repentinas que se van como vinieron, son propias del mar de Galilea, por la situación geográfica en la que se encuentra el lago, con montes altos que provocan corrientes de aires con diversas temperaturas, pero eso no es tan importante. Lo importante es la respuesta que tenemos ante acontecimientos que nos hacen sentir completamente desvalidos. La reacción de los discípulos tras la pacificación del mar fue de admiración. Pero sin duda que el Señor hubiera preferido una actitud de confianza activa.
Al llegar a la otra orilla, Jesús se encuentra con otra situación complicada. Le salen al encuentro dos desequilibrados, tenidos por endemoniados, que salían de los sepulcros y tenían atemorizada a la gente.
La vida de Jesús se nos presenta como una lucha contra el mal, que será vencido completamente cuando entregue su propia vida. Será la victoria del mal para que reine la bondad de Dios, algo que nos debe llenar de esperanza y nos invita a vivir con confianza. La presencia del maligno aparece con frecuencia anidada en el corazón de algunos hombres y se expresa en situaciones diversas que nos llenan de miedo, nos esclavizan o nos impulsan a hacer daño. La obra del mal conduce a la muerte porque brota de la muerte de aquel que se apartó de la fuente de la vida. Esto se expresa de formas múltiples, como cuando se nos dice que los dos endemoniados salían de los sepulcros. Los frutos del mal solo pueden conducir a la muerte, y el maligno aparece siempre enfurecido. Es significativo que a los demonios siempre se les represente amargados y llenos de cólera. Algo que nos debe poner a nosotros sobre aviso a la hora de discernir nuestras emociones. Tener un carácter fuerte no es fruto del mal. Dejarse llevar por la ira, sí, pues la ira del hombre no produce la justicia que Dios quiere (St 1, 20). La ira es el descontrol de nuestras emociones negativas y busca aniquilar de alguna forma al que me la ha provocado. No es motivo para desesperarse, pero sí para tratar de expulsar de nosotros ese mal espíritu con el bueno de la humildad. Cuando abrimos la puerta a la humildad, la ira se bloquea, pues al mal no hay nada que más le repugne que producir el bien. Tarea posible, pero no fácil, por lo que el evangelista Marcos representa al endemoniado como alguien a quien nadie conseguía dominar, ni poniéndole cadenas, pues las rompía y se hería con piedras. Quien más padece las consecuencias del mal es el que lo practica.
Con razón los endemoniados se pusieron a gritar: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?”. La única relación que puede haber entre el mal y el bien es que éste está llamado a vencer a aquél. Al mal se le ha consentido probar a los hombres, pero no tiene realmente poder y su destino es la derrota, de ahí la queja de que se les está echando antes de tiempo. Con sus signos y milagros, Jesús nos anuncia que el reino de los cielos ya ha comenzado, que la victoria sobre el mal ya ha comenzado, que nosotros mismos también estamos llamados a ir venciendo al mal con nuestra conversión de vida. Las curaciones no son más que la expresión de la victoria del bien en una cultura que atribuía las enfermedades al pecado. Nosotros estaremos haciendo esos mismos signos cuando logramos vencer con el bien las actitudes del mal que nos rodean. Estamos llamados a reflejar en nuestras vidas que el reino de Dios ha vencido al reino de Satán. Algo que los demás debieran constatar con claridad para poder dar gloria a Dios. Es el poder de echar “demonios” que Jesús concede a sus discípulos.
Es llamativa la petición que hacen los demonios de ser enviados a los cerdos si es que Jesús los expulsa de los hombres. A fin de cuentas, los cerdos son los animales más impuros para el judío, el lugar donde podrían habitar los demonios, pero que ni aún por ellos son bienvenidos, precipitándose al mar y dando a entender la derrota definitiva del mal.
Lo más desolador de este pasaje es la actitud de la gente del lugar al pedir a Jesús que se fuera de allí, no compartiendo lo que había hecho: se había perdido un beneficio material por salvar a unas personas. Cuando impera el amor al dinero, ningún milagro logrará provocar la conversión. Esto es algo muy actual entre nosotros en los momentos de crisis que nos toca vivir en los últimos años. Más allá de la ideología o del planteamiento que se tenga para buscar la mejor solución en los momentos difíciles, siempre hemos de estar dispuestos a renunciar a un mayor bienestar en favor del rescate de los más pobres. Si nos llegamos a olvidar de éstos, cualquier prosperidad económica estará sustentada en pies de barro.
El endemoniado curado, por su parte, según el relato de Marcos y Lucas, pide a Jesús le deje acompañarle, con una actitud parecida a la que vimos en los discípulos tras ver los milagros realizados, un seguimiento quizá interesado. Pero Jesús no nos quiere que nos refugiemos cómodamente en la seguridad que nos da, sino que seamos testigos suyos en medio de los hombres. Nada de lo que recibimos es para nosotros, sino para compartirlo, para hacer el bien a los demás y poder un día devolvérselo a quien nos lo dio con sus intereses. Irrita mucho el que se cree que lo que tiene se lo ha ganado porque es una persona que “se ha hecho a sí misma, debiendo adorar solo a su creador” (él mismo).