La tercera curación de la que nos habla el evangelista Mateo es la de la suegra de Pedro. Se nos dice que, al llegar Jesús a la casa de Pedro, vio a la suegra de éste en cama, con fiebre. Le tocó la mano y la fiebre la dejó; y se levantó y se puso a servirle. Acto de agradecimiento que Jesús tanto valoraba, y que le hacía entristecerse cuando veía que algunos se olvidaban de ser agradecidos. Servir al que nos sana es reconocer con obras su acción amorosa sobre nosotros. Luego continuó su obra sanadora incluso al anochecer, curando y expulsando a los malos espíritu. Mateo comenta esa acción sanadora concluyendo: A Jesús le llevaron muchos endemoniados; él expulsó a los espíritus con su palabra y curó a todos los enfermos para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: “Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades”. Esa explicación es muy iluminadora.
Es curioso cómo los tres sinópticos resaltan que esto sucedió al atardecer, cuando se ponía el sol. Todo un simbolismo de la vida misma, donde asemejamos la luz al bienestar y la noche al momento del peligro, momento en el que se nos acumulan los fantasmas y los miedos porque no controlamos la situación al no poder ver. Es más fácil tropezar de noche que de día. De día estamos afanados en nuestras cosas, y nos sentimos orgullosos y seguros por ello.
La noche se puede experimentar porque se oscurece el día o porque nos quedamos ciegos. Dos cosas muy diferentes, pero que tienen un efecto similar. Cuando el horizonte se cierra comenzamos a pensar de forma negativa, poniéndose a prueba nuestra esperanza. Pero sucede lo mismo cuando experimentamos la ceguera. Al final, la oscuridad subjetiva es tan real como la objetiva, produciendo en nosotros un efecto similar. Pero hay una diferencia importante: mientras que la oscuridad del atardecer no depende de nosotros, en nuestra ceguera sí somos más responsables. En una y en otra podemos acudir a la misma medicina: encender la lámpara que nos ofrece Cristo con su palabra y su Espíritu. No nos fatiguemos maldiciendo la oscuridad de fuera ni nos dejemos atar por nuestra propia oscuridad entrando en una melancolía que viene del mal espíritu.
Cuando llega el momento de la prueba, cuando ya no tenemos todo bajo control, cuando nosotros mismos titubeamos o enfermamos, es el tiempo propicio para acercarnos al que es luz para nuestros pasos. Acercarnos o que nos acerquen, como dice Lucas en el pasaje de la suegra de Pedro al matizar: le rogaron por ella. Es lo mismo que sucedió con los enfermos y poseídos: A Jesús le llevaron muchos endemoniados… Es la importancia de la comunidad que nos lleva en brazos en muchas ocasiones, cuando intercedemos los unos por los otros o nos sostenemos mutuamente. Al hermano enfermo no podemos rematarlo ni contentarnos con anunciar a los cuatro vientos su enfermedad, o tratar de dejarle bien claro lo muy gravoso que me resulta su dolencia. Es por lo que San Benito encomienda a la comunidad que ore por el hermano que se ha desviado, dejándose dominar por el espíritu de la soberbia. Mucha paciencia debemos tener, pero, sobre todo, mucha fe en el poder de Dios y mucho amor para anteponer el bien del hermano a nuestro propio bienestar.
Lo más hermoso de este episodio evangélico es la explicación midrásica que hace del mismo el evangelista Mateo. Jesús cura a todos cargando con nuestra enfermedad para que se cumplan las palabras de Isaías al referirse al Siervo de Yavé: “Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades”.
Comencé estos comentarios sobre el evangelio indicando el motivo: encontrar luz en él en medio de este tiempo de oscuridad y prueba en la que vivimos. Jesús era sensible a todo sufrimiento y se acerca para dar vida, asumiendo él mismo las dolencias del que sufre y cargando con la enfermedad del que la padece. Cuando sus discípulos vemos cómo actúa el Maestro, podemos preguntarnos si hemos aprendido la lección. Sin duda que en el mundo hay muchos enfermos y esclavos de sus propias pasiones, pero no los conocemos. Los que nos interrogan son los que se acercan a nosotros, los que viven con nosotros, los que nos incomodan con sus “deficiencias tanto físicas como morales”. ¿Qué hacemos los discípulos de Jesús? ¿Estamos dispuestos a sobrellevar esas miserias o, incluso, a pagar por ellas? Ojalá. Pero la tentación de mirar para otro lado y justificar nuestra inacción protestando porque las cosas no deberían ser así o las personas no deberían actuar asá, es algo a lo que recurrimos con frecuencia. Y no por eso las cosas cambian.
Si nos situamos en la mentalidad judía, para ellos la enfermedad era consecuencia del pecado. Nosotros creemos que hemos superado esta visión, pero no es así. Quizás lo hayamos superado parcialmente en el ámbito físico, pero desde luego no en el espiritual. No solemos atribuir a nadie la culpa de su enfermedad, aunque sí dejamos caer que, si su modo de vida hubiera sido más saludable, no padecería lo que está padeciendo. Y esa vida poco saludable muchas veces es causa del pecado, es decir, de una vida dejada llevar por el vicio. Nuestras enfermedades espirituales, sin embargo, no suelen recibir ni esa mínima benevolencia. Atribuimos al hermano toda la responsabilidad de su debilidad, olvidando que, si bien siempre somos parcialmente responsables, con frecuencia somos simples prisioneros de nuestra historia y fantasmas. Incluso, en ocasiones, nos atrevemos a valorar moralmente actitudes suyas que no tienen ninguna connotación moral más allá del fastidio que me producen. Y ese es el verdadero problema que no nos deja mirar al enfermo como lo miraba Jesús. Jesús miraba al enfermo olvidado de sí mismo y dispuesto a cargar con su enfermedad. Nosotros nos miramos a nosotros mismos observando el grado de fastidio que nos produce el hermano enfermo. Y no olvidemos que la paciencia que nosotros hemos de tener con él es la misma que él ha de tener con nosotros.
Al referirse al texto del profeta Isaías, el evangelista deduce que si Jesús curaba las enfermedades es porque ha venido a cargar sobre sí todos nuestros pecados, redimiéndonos de toda deuda. Esto es algo admirable por su parte, pero nos pone a nosotros ante una disyuntiva tentadora en la que debemos elegir qué hacer: vivir tranquilamente en el pecado, sabiendo que otro ya paga por nosotros; o dejarnos impactar por esa acción de amor tan desconcertante y, con un corazón profundamente agradecido, actuar del mismo modo que el Maestro. En el primer caso prima nuestro interés. En el segundo subyace una experiencia de amor transformante. El primero vive mejor según el mundo. El segundo experimenta la plenitud de una vida que no tiene fin, algo imposible para el que no lo experimenta. Elijamos qué actitud tener ante la enfermedad de los hermanos con los que convivimos y no olvidemos que se parecerá bastante a la actitud que tengamos con nosotros mismos en lo profundo de la mente y del corazón, pues solemos proyectar fuera lo que vivimos dentro de nosotros.