Todos tendemos a beneficiar a los nuestros, a los de nuestro grupo. La cuestión es que unos tienen un grupo muy pequeño, mientras que otros, especialmente los que poseen un alma grande, tienen capacidad de verse en un grupo mucho más amplio. Priorizamos nuestra raza, nuestra fe, nuestra nación, nuestro club o a nuestros amigos y hermanos. Jesús era judío, pero su corazón era el corazón de Dios, por lo que su buena noticia estaba destinada a toda la humanidad, como lo estuvieron los milagros que realizó para confirmar su misión. Su grupo era, ante todo, el del género humano, sus hermanos. En esto se diferencia el hombre de Dios del hombre de iglesia, de credo o de simples ideales, cosas buenas mientras no desaparezca lo primero.
Ya vimos el milagro que realizó Jesús con el leproso judío que se le acercó. A continuación, vemos cómo es un centurión romano el que se acerca a Jesús para pedirle que sane a su criado. Se trataba de un pagano, de un no judío, que además pertenecía o servía al pueblo opresor de los romanos. Suficientes pretextos para justificar el no hacer nada, pero que no dejaron parado a Jesús.
Queda patente en la versión que nos da el evangelista Lucas ese sentido identitario que nos suele acompañar, tomando distancia de los otros. Aquí se dice que los judíos se acercaron a Jesús para avalar al centurión diciéndole: “Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo, y él mismo nos ha edificado la sinagoga” (Lc 7, 4-5). Parece que había un motivo que justificaba el hacer algo por quien no es de los nuestros, pensaban los judíos. Pero no por esa interpretación interesada iba Jesús a dejar de hacer el signo que deseaba realizar.
Lo más hermoso del presente texto es la actitud de fe que impresiona a Jesús. De uno de su pueblo y de sus discípulos cabría esperar la fe en Jesús, pero lo que llama la atención es la fe del pagano. Hasta el punto de que el mismo Jesús reconoce no haber encontrado esa fe ni en su propio pueblo. Y remacha el clavo diciendo: “Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los hijos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 8, 11-12).
A veces nos sentimos incómodos cuando se nos recuerdan los pecados de los cristianos, la corrupción de algunos prelados, la fe interesada de no pocos creyentes que no va más allá de un cumplimiento o expresión ritual. Nos enoja sobremanera, pues junto con eso sabemos que hay mucha bondad y santidad, que no damos más porque a veces no sabemos ni podemos, pero que en el fondo queremos seguir al Señor Jesús y tener un corazón dilatado como el de Dios. Oír esas palabras nos desaniman un poco, pues nos creemos de los buenos o, al menos, del grupo de Jesús. Si se nos recuerda que muchos que no son de los nuestros nos precederán en el reino de los cielos, después de las renuncias que hemos tenido que hacer, pues la verdad es que es para desanimarse. Pero está claro que es el mismo Jesús el que una y otra vez se queja de nuestra tibieza y de nuestra falta de fe: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande”.
Más nos vale recoger estos mensajes como discípulos dóciles, deseosos de aprender del Maestro. Si así nos enseña, por algo será. Quizá sea una invitación a darnos cuenta de que Dios es infinitamente más y muy diferente a como nosotros nos lo imaginamos. Que no debemos apropiarnos fácilmente del nombre de Dios, atribuyéndole nuestras palabras, pensamientos y deseos. Que ante Dios vale más callar y escuchar que hablar. Que su presencia desborda los límites que nosotros ponemos entre nosotros y los demás, pretendiendo que Dios esté siempre colocado de nuestra parte. Que probablemente la autenticidad de vida de muchos que no pertenecen a nuestro grupo, así como su entrega generosa a los más desfavorecidos, les hace obedientes a Jesús y a su evangelio sin saberlo siquiera. Que ellos también tienen que hacer muchas renuncias para vivir honestamente. En definitiva, que viven desde el corazón, que es lo que importa a Dios que nos invita a la conversión interior que va más allá del cumplimiento externo, aunque esto sea bueno mientras no se utilice para compararse con los demás o denigrarlos.
Es la actitud también del que acompaña a los otros con inmenso respeto, ayudándoles a descubrir la acción de Dios en ellos sin condenar a nadie apresuradamente al no percibir la presencia divina que nosotros consideramos debiera verse, ni imponerles nuestra percepción particular de la acción de la gracia o nuestra idea de Dios. Es la actitud del que conduce a los otros al Maestro sin pretender ocupar el lugar del Maestro. Es la actitud del que sabe, acepta y respeta que la gracia puede actuar de formas muy diversas en cada persona, adaptándose a su realidad y a su cultura.
La fe del centurión pagano no está asentada en principios teológicos, sino en una reflexión muy sencilla propia de su ámbito militar. Si él tiene cien soldados a sus órdenes que obedecen con rapidez a sus mandatos, quien viene en nombre de Dios tiene que ser obedecido con igual presteza por todo lo que está bajo la obra creadora de Dios. Fe simple, pero profunda. Fe que muchos estudiosos pudieran desdeñar, pero que resultó grata a Jesús, que ve el corazón y no se deja condicionar por las apariencias. Es lo que a veces constatamos en gente ruda y sencilla, pero con una fe que nos interpela. Algunos pudieran pensar que se trata de simples crédulos, o, quizás, nos cuestionamos la autenticidad de esa fe por pensar que no se puede dar en una persona con tantas carencias o deficiencias morales. Pero es que la acción de Dios siempre nos desborda y sorprende.
Cuando Jesús despide al centurión lo hace de una forma que se repite en otros pasajes evangélicos y que nos sirve para evaluar nuestra fe: “Vete; que te suceda según has creído”. Y en aquel momento se puso bueno el criado. Supongamos que esas palabras se nos dicen a nosotros. Pedimos algo al Señor y escuchamos esa frase, pero vemos que no sucede nada. Si nuestra petición no se cumple, ¿podemos decir que nos falta fe?, ¿o quizá tendremos que salir en defensa del Señor y justificar sus palabras tan poco efectivas? No lo sé sinceramente. Lo que sí sé es que esas palabras son una invitación para que reflexionemos sobre cómo es nuestra fe, sin olvidar que el ser escuchados por Dios no significa obtener la literalidad de lo que le pedimos, sino el sentido profundo de nuestra petición. Cuando pedimos algo es porque lo consideramos bueno, algo que nos hace bien. Sin duda que Dios nos escucha esa petición, aunque no la concreción exacta que nosotros le proponemos, que en el fondo es un simple “quítanos la molestia que nos está fastidiando”. Pero ¿tendremos la suficiente fe como para creérnoslo y acoger esa forma de actuar de la Providencia?
La fe que Dios nos pide no creo que sea la del fanático que se bebe una botella de lejía con el convencimiento que no le pasará nada porque cree que no le pasará nada. La fe es adhesión a la persona de Jesús y confianza en él, no autosugestión temeraria ni mero cumplimiento exacto de todo lo escrito. Por eso muchos de los nuestros y de los que no son de los nuestros pueden estar en el camino del reino, aunque no sean igual que nosotros.