Jesús avala su autoridad con signos y milagros. Veamos cómo afronta en ellos el dolor humano y cómo reciben sus beneficiarios su acción salvífica.
Un leproso se acercó y se postró ante Jesús, diciendo: “Señor, si quieres puedes limpiarme”. Él extendió la mano, le tocó y dijo: “Quiero, queda limpio”. Y al instante quedó limpio de su lepra. Y Jesús le dice: “Mira, no se lo digas a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio” (Mt 8, 2-4).
Para que se pueda dar la curación de Dios se necesita una cercanía. En unos casos es el enfermo el que se acerca a Jesús. En otros, es Jesús quien se dirige al enfermo. En otros casos, finalmente, se da una cercanía solo por la fe, no físicamente. Pero en todas las situaciones se requiere ese acercamiento, pues se trata de una acción libre, no impuesta. Aunque sea el espíritu de Dios el que suscite el deseo de acercarse a Jesús, nosotros somos libres de hacerlo o no. La fe no se impone, se acoge. Los signos y milagros de Jesús no son acciones mágicas, sino acciones salvíficas que requieren la adhesión personal. De ahí la necesidad del acercamiento. No basta con saber que está aquí o allí, tenemos que ponernos en camino y acercarnos a él, dejar por un momento nuestras muchas ocupaciones para posibilitar ese encuentro.
El leproso se acerca a Jesús, se postra ante él reconociendo su poder y, abandonándose a su voluntad, le dice: “si quieres puedes curarme”. La fe le lleva a acercarse a Jesús, la compunción le permite reconocer su situación de leproso y el poder de Dios y la humildad cautiva la voluntad de Jesús. Son tres actitudes que todos tenemos a nuestro alcance por muy perdidos que nos encontremos. La fe se nos da. La compunción es el fruto de una fe acogida que nos permite tomar conciencia de nuestra situación miserable frente al poder misericordioso de Dios. La humildad es nuestra fuerza, pues Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes.
La respuesta de Jesús es como un eco. A la pregunta “si quieres” le sucede la respuesta “quiero”. La salvación de Dios no se hace esperar, “extendió enseguida su mano y al instante quedó limpio”. Pero esa inmediatez de Dios no siempre se realiza de forma absoluta en el tiempo. Es como aquel al que se le capacita para cursar una licenciatura universitaria, dándole inteligencia, tiempo y posibilidades, pero solo obtendrá el título tras un trabajo personal. La magia busca cambiar las cosas sin más. La salvación de Dios busca transformar los corazones. Ese es el motivo por el que muchas veces creemos que nuestra oración no es escuchada: no buscamos la transformación salvadora según Dios, no aceptamos el trabajo de la conversión personal, sino simplemente queremos que nos quiten de delante el problema que nos incomoda o nos hagan santos sin esfuerzo alguno.
Y también corremos el riesgo de olvidarnos pronto de que es obra de Dios y no solo nuestra. Cierto que se nos pide un esfuerzo, pero de nada serviría sin la gracia divina. Por eso Jesús manda al leproso al sacerdote como representante de la comunidad, para que se reconozca públicamente la acción de Dios y se responda a ella con una ofrenda de agradecimiento y reconocimiento. Si nuestra adhesión al Señor Jesús nos permite creer en su poder, ¿de qué tememos?
Pero antes de mandarlo al sacerdote Jesús dice al leproso curado: “Mira, no se lo digas a nadie”. Nuestra tendencia es pensar que somos más que los demás, que somos unos privilegiados, y nos gusta presumir de nuestros éxitos o fortuna, mientras que tendemos a ocultar nuestros fracasos y disimular nuestros errores. Todo esto es comprensible cuando vivimos desde nosotros mismos y necesitamos el halago de los demás. Pero cuando lo que nos sucede es fruto de una experiencia espiritual transformante, sentimos pudor de comentarlo. Es como un secreto de alcoba con alguien que amamos verdaderamente. Y tanto más lo guardamos en el corazón cuanto más amamos al causante de esa experiencia. Es un secreto muy gratificante en sí mismo que lleva a vivirlo de forma pacífica y silenciosa en el interior de uno mismo, sin deseo alguno de proclamarlo salvo cuando se suscita un encuentro muy especial con otra persona que haya vivido algo parecido y a quien nos une una amistad espiritual. Entonces sí se puede sentir el deseo de compartir, pero ya con una lejanía notable del propio yo que se envanece, buscando más bien ensalzar a Aquél que produjo en nosotros una experiencia similar que solo es motivo de alabanza suya.
Cuando en la Biblia se habla de lepra se designan distintas enfermedades de la piel muy comunes en la antigüedad, como también lo son hoy día (cf. Lv 13). Lo que caracteriza a las enfermedades de la piel sobre las demás enfermedades es que producen repulsa y asco a los que las ven. Uno puede abrazar a otro sin dificultad cuando tiene un cáncer extendido por dentro, pero disfruta de una piel sana. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, dice el refrán. Lo que vemos es lo que nos atrae o nos repele, aunque no sea más que una apariencia. La enfermedad de la piel es como nuestras torpezas y manías que alejan a los demás de nosotros, pues nos guiamos por las apariencias y nuestros miedos suelen surgir del valor que damos a lo que vemos. ¿O es que no consideramos leprosos a algunos a los que no nos acercamos por repugnarnos su forma de ser, de vestir, de oler o de actuar? Y es posible, incluso, que deseemos que los demás los traten así, como leprosos, aislados del grupo para no contaminarlo, y llevando una campanilla que nos avise de su cercanía, si es que no somos nosotros mismos los que hacemos de campanilla previniendo a los demás de su lepra para que se alejen de él. Sí, también eso se da entre nosotros y no nos damos cuenta porque lo justificamos con consideraciones que tienen parte de verdad, pero que también nos pueden alejar del comportamiento de Jesús. Razones como: es mejor apartar al enfermo para que no contagie a los demás, con un cierto parecido a las palabras de Caifás cuando dijo: “es mejor que muera un solo hombre a que no perezca todo el pueblo”. Esas palabras son verdad, pero alcanzan un sentido muy distinto dichas por Jesús o dichas por Caifás. Esas palabras son verdad, y también nos las recuerda San Benito, pero a veces nos apresuramos a hacer uso de ellas con mucha antelación.
Jesús nos pide dar un paso más, no retirarnos cuando las apariencias del hermano nos resultan desagradables. Todos tenemos un momento especial en el que conseguimos dar un paso importante en nuestra vida, donde se cambian muchas cosas. La vida es un proceso, pero siempre hay un momento clave que marca nuestro rumbo, donde hay un antes y un después. La conversión de San Francisco tuvo ese momento cuando logró abrazar al leproso que tanta repugnancia le provocaba. No basta con tomar conciencia de la repugnancia que me producen ciertas personas o acontecimientos. No basta con tomar conciencia de que el otro no tiene culpa, sino que soy yo quien no sabe afrontar las cosas. Necesitamos dar el paso, dar el abrazo al leproso para verme libre y que mi vida cambie. Tocar salvíficamente lo que me repugna del hermano sana al hermano y produce el milagro de mi conversión. Jesús extendió la mano y le tocó al leproso, nos dice el evangelio. Sus discípulos debemos hacer lo mismo.