Hace años leí un estudio de psicología en el que se aseguraba que casi el 75% de lo que hablamos es sobre los demás, especialmente para criticarlos. ¿Por qué ese afán de juzgar a los otros? Pienso que hay sólidas razones de tipo psicológico. Al ser nosotros personas en relación tendemos a compararnos, y al necesitar defender nuestro ego, tendemos a criticar para abajar al otro cuando me siento inferior. Es penoso, pues sería mucho mejor buscar crecer sin compararse con los demás y sentir las virtudes de los otros como propias al saberme un mismo cuerpo con ellos, pero tristemente solemos coger el camino de la crítica y manifestar nuestra incomodidad con las actuaciones que no nos gustan de los demás.
Jesús nos pone delante de nuestra actitud: ¿Cómo es que miras la mota que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo? Ni siquiera entra a valorar las razones que podamos tener al juzgar al hermano, en lo veraz o equivocado de nuestra acusación. Simplemente nos dice que siendo nosotros igual o más pecadores que ellos, no tenemos ninguna autoridad para juzgarlos. Es bueno recordar esto, pues en mi experiencia cuando intento corregir el juicio severo de uno para con otro, casi siempre me encuentro con la misma expresión: “¿Es que no llevo razón? ¿Es que hay que dejar hacer al otro lo que quiera?”. Y todo por dejarse llevar del propio enojo sin atender a las palabras del Maestro: “¿Cómo te atreves siquiera a juzgar a tu hermano cuando tú haces lo mismo y aún cosas peores?”. Ya se puede decir lo que se quiera que, tristemente, será inútil si la persona no ha hecho previamente un camino interior que le dé una mirada contemplativa capaz de ser más severo con sus propias faltas y más misericordioso con las ajenas. Pero habrá que seguir intentándolo.
Jesús trata de hacernos comprender que teniendo una viga en nuestro ojo no vamos a tener la visión adecuada para sacar la mota que tiene el hermano en su ojo. Parece algo obvio, pero nos cuesta aceptarlo, pues no nos movemos desde la razón o desde el corazón, sino desde las tripas, el enojo, la impaciencia y la necesidad de resaltar el pecado ajeno para aligerar el nuestro. Ante eso, las palabras de Jesús no tendrán eco salvo que hagamos silencio y nos pongamos a escucharle de corazón.
Si Jesús llama hipócrita al que actúa así, es porque realmente lo es. Fijémonos que Jesús no nos recrimina por llamar la atención al hermano ante una acción mala, sino por juzgar y tratar de extirpar nosotros mismos su falta. Avisarnos mutuamente de nuestras faltas más graves es una recomendación que el mismo Jesús nos hace cuando nos dijo: Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano (Mt 18, 15). Se trata de las faltas que llegan a ser pecado que daña al hermano, no las cosas que me molestan de él, y que quisiera cambiara para no tener que ejercitarme en la paciencia. Además, el Señor quiere atajar ese afán que tenemos de que el otro se corrija recordándonos que es más importante que nos empeñemos primeramente en la propia conversión para poder ayudar con verdadero amor al que anda descarriado.
En cualquier caso, no nos toca a nosotros juzgar, únicamente intentar salvar. Juzgar supone una valoración de intenciones y una condena. Eso no lo podemos hacer de ningún modo. A nosotros no nos corresponde valorar las intenciones del hermano, ni mucho menos condenarlo. Solo si vivimos en la humildad, el juicio se apartará de nosotros. El soberbio, por el contrario, estará siempre pronto para juzgar, pues se cree superior. A veces su juicio será explícito, pero otras muchas veces actuará en la sombra, conformándose con la murmuración, trayendo y llevando chismes y críticas sin dar siquiera la cara. Quien así actúa no es consciente del gravísimo daño que hace en la comunidad y a sí mismo. Se mina la reputación de los hermanos y se incita a pensar mal los unos de los otros, doblegando la benevolencia de los más débiles. Con frecuencia es una actitud que se transforma en costumbre y refleja los propios complejos y el vacío espiritual en el que se vive. Ese sí es un pecado detestable y muy dañino. También para el que lo fomenta, pues el mismo Jesús nos dice que seremos juzgados con la benevolencia o la malevolencia que tengamos en nuestros juicios.
No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá, nos dice Jesús. Es una amenaza y una oportunidad. Si juzgamos y condenamos, tendremos asegurada nuestra condenación. Si evitamos juzgar y condenar, tenemos asegurada la misericordia para con nosotros, pues el Señor no puede faltar a su promesa.
Y aún así, no aprendemos. Eso solo es posible por nuestra inconsciencia y mala costumbre. Pero no olvidemos que los hábitos positivos también se adquieren con la práctica. Si nos acostumbramos a resaltar lo bueno de los hermanos, a hacer juicios positivos y magnánimos, irá cambiando nuestra actitud y la de los demás en la comunidad. Con mucha frecuencia el futuro lo vamos creando con nuestras actitudes positivas o negativas. Esto es una verdad contrastada. Los acontecimientos no son tan importantes. La actitud ante los acontecimientos es lo que crea vida o muerte. Nos puede tocar la lotería y generarse en medio de nosotros la sospecha y la rivalidad. Nos puede ocurrir una desgracia y fomentarse entre nosotros el deseo de colaboración, la entrega personal y el trabajo gratuito por los demás. Nosotros elegimos entre la vida y la muerte de nuestra alma y del alma de la comunidad.