Encontrar un tesoro es encontrar algo de mucho valor que nos puede solucionar la vida. Por lo general, al hablar de tesoro pensamos en monedas de oro, en algo que nos puede hacer ricos y poderosos y que nos da seguridad en la vida.
Pues bien, ya hemos visto cómo el Señor contrapone ese tesoro material al tesoro que él nos ofrece. El primero podemos llegar a perderlo si se corrompe o nos lo roban. El tesoro que el Señor nos ofrece, nadie nos lo podrá quitar pues pertenece al ámbito del espíritu, está dentro de nosotros, fuera del alcance de los demás. Para conseguir este tesoro hemos de apetecerlo y para ello necesitamos tener una mirada especial capaz de identificarlo. Lo más normal, lo más mundano, lo más inmediato, es anhelar el tesoro que palpamos y que los demás reconocen y valoran. Para desear el tesoro del espíritu hemos de tener un ojo luminoso que vea más allá, un ojo iluminado por el Espíritu que nos permita ansiar lo que la carne no valora inicialmente. Quien se deja iluminar de esa forma, ilumina su camino. Quien no lo hace, vive en la oscuridad pensando tener un tesoro que la polilla y la herrumbre los corroen.
Jesús nos invita a alcanzar este tesoro de una forma paradójica: debemos renunciar explícitamente a lo que vulgarmente se considera como tesoro, al dinero, que termina siendo el señor de nuestras vidas, nuestro tesoro. A continuación, da un paso más. La renuncia al dinero en sí mismo no sirve de nada, pues el dinero no es más que trozos de metal, de papel o números en una cuenta bancaria. Lo importante es que con ese desprendimiento educamos nuestro corazón para no poner en él nuestra confianza y ponerla en la divina providencia.
No andéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir… Mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos?… No os agobiéis… Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura (Mt 6, 25-33).
En el fondo, el camino que nos muestra el Señor es bastante inteligente. No nos pide renunciar al tesoro, sino ser capaces de desprendernos del tesoro viviendo sin agobios. No ir por la vida cargando con un pesado tesoro, sino tener la llave del tesoro, la fuente de donde brota el tesoro en el momento que lo deseemos. Esa llave es la seguridad que da la confianza. Los tesoros materiales nos dan seguridad, pero nos quitan el sueño y nos llenan de preocupaciones al tratar de conseguirlos y de mantenerlos, protegiéndolos ante los ladrones. Ese es un gran peso sobre nuestras espaldas. Si nos desprendemos de esa pesada carga y descansamos en el Señor, confiando en su providencia, nos habremos sentado junto a la fuente, dejaremos de ir cargando con un depósito de agua para tener un grifo de donde beber en cuanto lo abramos.
Pero, así como el amor ha de ser probado, así la confianza en Dios tiene que ser también probada. No busquemos la prueba para demostrarnos a nosotros mismos lo consistentes que somos, pero acojámosla cuando llama a nuestra puerta. No huyamos, no la rechacemos, es la oportunidad que se nos presenta para afianzar nuestra confianza en Dios y valorar el tesoro que él nos da de confiar en su poder más que en la seguridad que da dinero o cualquier forma de poder humano. Los momentos difíciles de soledad y oscuridad son auténticas oportunidades para afianzar nuestra confianza en Aquél que no defrauda.
Es manso el que pudiendo golpear no lo hace. Es pobre en el espíritu el que pudiendo vivir en la opulencia no lo hace. No se trata tanto de tener o no tener, cuanto de vivir desprendido de lo que se tiene y de compartir, algo que debe ser ejercitado. Por eso debemos de revisar nuestra actitud ante las cosas materiales y nuestra actitud consumista o sobria. Quien tiene capacidad adquisitiva y no sabe renunciar al lujo, manifiesta dónde está su tesoro. Quien, teniendo capacidad para adquirir comparte y no se reserva para sí la mejor parte, está manifestando dónde tiene su tesoro.
No todo es cuestión de cantidad, sino de actitud. Está bien buscar comprar las cosas más económicas, pero también hay que saber no comprar cuando realmente no se necesita, porque lo que tenemos puede seguir dándonos un servicio, aunque no estemos a la última. Los ricos despilfarran, pues les sobra el dinero. Los pobres tienen que administrarlo muy bien. Nosotros hemos elegido ser pobres, pero tenemos capacidad de adquirir cosas con más solvencia que los pobres. Es por lo que debemos preguntarnos siempre por nuestra actitud que revela dónde está nuestro tesoro y dónde ponemos nuestra confianza.
San Benito se refiere a este pasaje evangélico cuando habla del abad, poniéndole delante su doble responsabilidad frente a sus hermanos: la espiritual y la material. Le pide sepa confiar en la providencia y oriente sus esfuerzos principalmente al crecimiento espiritual de los hermanos: Ante todo, por desatender o no valorar suficientemente la salvación de las almas que se le han encomendado, no se interese más por las cosas transitorias, terrenas y caducas, sino que considere siempre que aceptó el gobierno de almas, de las que tendrá que rendir cuentas. Y para que no alegue una posible penuria de bienes materiales, acuérdese de que está escrito: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura”. Y también: “Nada falta a los que le temen” (RB 2).
San Benito pone en la balanza dos tipos de bienes, el bien de las almas y los bienes materiales. Siendo ambos bienes, recuerda al abad con insistencia no se confunda y vaya a dedicar más esmero a lo segundo en detrimento de lo primero, por lo que le insiste en lo efímero de las cosas materiales. Sin duda que San Benito no es un soñador despreocupado de lo necesario, como si pensara que sus monjes son seres angelicales que no reclaman las cosas que necesitan, pero, aun así, dice lo que dice.
Está claro que por mucho que nos complazcan los bienes materiales, por mucha seguridad y bienestar que nos proporcionen, valoramos más a las personas. Mi experiencia es que se recuerda con más agrado a aquellos hermanos y abades que han contribuido al crecimiento humano y espiritual de la comunidad que a los que casi se han limitado a promover su bienestar material. Algunos creen entregarse de lleno a los hermanos buscando la prosperidad material, y experimentan la frustración de “no sentirse” valorados por la comunidad. Sin duda que los hermanos agradecen sinceramente su entrega material, pero es un agradecimiento tan fugaz como las mismas realidades caducas. Las cosas desaparecen, pero el recuerdo de las personas buenas y su doctrina, permanecen. Pervive más prolongadamente la memoria de los maestros que la de los gestores que mejoran la economía, especialmente si han amado de verdad, si han ayudado a crecer humanamente a sus hermanos y han plasmado por escrito sus enseñanzas. La comunidad agradece más la entrega de éstos que la de
Mantener en un segundo plano la preferencia por las seguridades materiales nos abre a una experiencia espiritual imprescindible: confiar en la Providencia, vivir de una forma tangible nuestra filiación divina. Es fácil confiar cuando se tiene todo asegurado. Pero la confianza es más auténtica cuando hay un motivo para dejar que otro salga fiador de mí al no poder confiar en mis propias fuerzas ni tenerlo todo asegurado. Necesitamos experimentar la fragilidad del niño que tiene que ser sostenido. Quien tiene un corazón de niño, sabe que su fuerza reside en su padre, que es Dios quien lo sostiene y justifica, que su dignidad está en la de ser hijo amado de Dios. Ese es nuestro gran tesoro: confiar que nuestro Padre Dios se va a comportar como padre.