De las tres buenas obras que debemos realizar para ser justos delante de Dios según la mentalidad judía (limosna, oración y ayuno), el evangelio nos pone en tercer lugar el ayuno, que debemos practicarlo también en secreto, como la limosna y la oración.
Parece como si Jesús nos invitase al disimulo, algo que contrasta con su deseo de que vivamos en la verdad. ¿Por qué hemos de ocultar lo que hacemos bien? Personalmente creo que no debemos dejar de hacer ninguna obra buena por evitar ser vistos, ni afanarnos excesivamente por ocultarla, pero tampoco parece el camino correcto proclamar nuestras buenas acciones, que es la tendencia más natural, pues nos gusta que los demás se enteren de lo que hemos hecho, eso sí, sin que parezca que somos presuntuosos. El mandato de que no se entere tu mano izquierda de la obra buena que hace tu derecha, es una prueba muy fuerte para nuestro ego.
Jesús nos explica el por qué de ese mandato de realizar las buenas obras en secreto: Dios ve lo que está secreto y lo prefiere, es signo de que actuamos por él y nada más, desde el amor de Dios, sin buscar otra recompensa. El secreto es signo de complicidad y de predilección. Cuando confiamos un secreto a alguien estamos mostrando la predilección por él, le estamos compartiendo algo de nuestra intimidad. En cuanto buscamos que los demás lo conozcan, el secreto desaparece y también la complicidad en el amor y sus consecuencias. Según Jesús, al publicar nuestras buenas obras ya recibimos la recompensa de los demás con su alabanza, ¿qué más queremos?
Todo esto, y los pasajes que vienen a continuación, nos hablan de la centralidad de Dios en nuestras vidas, de la invitación a vivir de una manera diferente a la superficialidad o las apariencias que son como aljibes agrietados incapaces de llenarnos. La superficialidad, también la espiritual, nos pone a nosotros como centro, preocupados de nuestro avance, de nuestra reputación, de que nos acojan y reconozcan. Quien vive desde su yo profundo se olvida de sí mismo para vivir desde el amor que, por esencia, está proyectado hacia el otro, es donación de sí para el otro, es deseo de vivir desde el Otro.
En el evangelio de hoy Jesús resalta que los mandamientos de Dios se resumen en dos: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y con toda la mente, y al prójimo como a uno mismo. En esto se condensa la ley y los profetas. Es decir, en el olvido de sí mismo para vivir de cara a Dios y en la entrega a los hermanos. Nuestro problema es que terminamos manipulando ese mandato. ¿Cómo? El mismo Jesús nos lo dice al elegir él los personajes de la parábola de hoy: un sacerdote y un escriba dejaron de ayudar al hombre necesitado por un supuesto amor a Dios, para no alterar el cumplimiento de sus obligaciones religiosas, para no mancharse cayendo en la impureza, para no quedar impuros en su servicio en el templo al que se dirigían (¿y si el hombre malherido llega a estar muerto y lo tocan?). Buena excusa para desentenderse del problema y no complicarse la vida con el pretexto de cumplir la ley. Y no pensemos que nosotros somos mejores que ellos. A veces no ayudamos al hermano inobservante para que aprenda, o porque estamos enfadados con él, o porque nos puede arrastrar a incumplir nosotros mismos lo que está establecido, o dejamos de ayudar al estirado porque él tampoco está dispuesto a ayudar de buena gana o nos mira con prepotencia y desdén, etc. Y para mayor inri Jesús elige también al personaje que sí vivió el mandato de Dios: un heterodoxo samaritano. Sin duda que se cumple aquello de que al final de la vida nos juzgarán en el amor y nada más, un amor que quien mejor lo puede evaluar es quien lo recibe, y no nuestro sentimiento engañoso o la creencia que tengamos de nuestra entrega a los demás. Preguntemos a los hermanos con quienes convivimos y descubriremos si se sienten amados por nosotros o no.
Somos conscientes de nuestra fragilidad en el amor y de nuestras carencias afectivas, que nos dificultan salir de nosotros mismos y nos mantienen dependientes de los demás, pero es bueno conocer el camino que nos guía a lo más auténtico, aunque tropecemos o vayamos arrastrando los pies. Negarlo sólo porque nos cuesta, tiene peores resultados.
Quien ayuna, se priva de algo o hace alguna obra buena y lo pregona para que los demás se enteren, no hace nada malo, pero de nada le sirve a su yo profundo, pues ya ha recibido la paga inmediata del reconocimiento o la alabanza. Jesús nos pide no nos contentemos con la recompensa inmediata del propio ego, sino que busquemos algo más duradero y consistente. De ahí que nos invite al disimulo para no mostrar fácilmente nuestras buenas obras. Es algo difícil de entender, pues vivimos de la imagen, pero, a pesar de ello, intuimos que tiene algo de verdad, pues las apariencias son inconsistentes y nos esclavizan ante la opinión de los demás, mientras que cuando actuamos por principios, sin buscar el aplauso de los otros, estamos renunciando al gusto inmediato para obtener un bienestar más profundo, que no dependerá de la aprobación de los demás.
En la perícopa siguiente del evangelio, Jesús nos lo aclara: Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón. El tesoro es lo más valioso para uno. Podemos disfrutar de muchas cosas y tener muchos bienes, pero solo tenemos a buen recaudo lo que consideramos más valioso, nuestro tesoro, por el que estamos dispuestos a renunciar a otras cosas de menos valor.
El evangelio nos invita a discernir qué es lo que tenemos nosotros por más valioso. Sin duda que todos diremos que nuestro mayor tesoro es Dios, la fe, etc., pero hemos de hacer un trabajo introspectivo para observarnos cómo actuamos, dónde ponemos todo nuestro afán, qué es lo que más nos molesta si nos lo quitan, qué es lo que más ansiamos y protegemos. Las cosas en sí mismas son buenas, el problema es hasta qué punto nos tienen preso el corazón o las anteponemos al mismo Dios. Por ejemplo, si nos hundimos en la miseria cuando oímos hablar mal de nosotros, si nos desesperamos cuando perdemos bienes materiales que nos daban seguridad, si maldecimos cuando nos viene la desgracia, etc., entonces es claro que todo eso eran grandes tesoros para nosotros, aunque creamos haberlo dejado todo. Jesús nos invita a trabajar sobre todo en lo que nos da consistencia precisamente ante las adversidades. No amontonéis esos tesoros, nos dice Mateo, la polilla y la carcoma se los terminan comiendo y sufriréis mucho inútilmente, pues no es un sufrimiento fruto del amor, sino de vivir auto referenciado.
Este pasaje se refiere principalmente a la seguridad que dan el dinero y los bienes materiales. Por eso Lucas es más explícito cuando dice: Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos.
Pero bien sabemos que en la vida religiosa ese no suele ser un gran problema para nosotros, pues la mayor parte de la comunidad no maneja el dinero, salvo para necesidades muy concretas y pequeñas. Es verdad, sin embargo, que, a veces, surge cierta preocupación cuando se cree que se está compartiendo demasiado con los demás, pero yo lo atribuyo a falta de perspectiva por no estar implicados directamente en los asuntos económicos ni conocer la evolución social en este punto. Es por lo que nosotros debemos leer este pasaje evangélico con una perspectiva más amplia y espiritual, ampliando los bienes materiales de los que se nos habla a otros aspectos de la vida, a otros tesoros que pueden aprisionar nuestro corazón. Despojarnos de nuestros tesoros materiales, psicológicos o ideológicos en favor del hermano y sus necesidades, es alcanzar un tesoro que nadie podrá robarnos. Es entonces cuando observamos que nuestra lengua, nuestros gestos o nuestros pensamientos hablan de lo que abunda el tesoro del corazón, predominando la compasión, la misericordia y el amor sobre cualquier otro ídolo que nos fabriquemos.