La quinta petición del padrenuestro es todo un reconocimiento de nuestra fragilidad, una humilde petición de la misericordia de Dios y un compromiso personal de que nosotros actuaremos del mismo modo con las fragilidades de los demás: perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Por un lado, es un motivo de tranquilidad, pues ya que no podemos evitar el pecado, el Señor nos enseña cómo evitar la pena. Pero, por otro, estamos condicionando el perdón de Dios a nuestra disponibilidad a perdonar. Al menos esa es la interpretación del texto que hace el mismo Jesús a continuación: Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas.
A veces cometemos errores, hacemos lo que no debiéramos, ofendemos gratuitamente, y nos sentimos mal. Por un lado, hacemos daño a la otra persona y enturbiamos la relación. Ese “otro” puede ser nuestro semejante o el mismo Dios. A nuestro semejante podemos ofenderlo, pero a Dios no, si bien se daña la relación con ambos. En ambos casos nosotros mismos nos sentimos mal y se genera en nosotros un sentimiento de culpa que nos corroe. Ese sentimiento no desaparece hasta que no se restablece la relación con el otro, es decir, hasta que no se recibe el perdón del otro. Es lo que sentimos cuando escuchamos al otro que nos perdona o nos acercamos al sacramento de la reconciliación y escuchamos al sacerdote decirnos en nombre de Dios que nuestros pecados han sido perdonados. Es entonces cuando se desvanece el sentimiento de culpa, un sentimiento de culpa purificador porque nos impulsa a purificarnos y que desaparece al lograr su objetivo: restablecer la relación rota.
Pero no podemos olvidar que también hay otro sentimiento de culpa patológico, fruto de los escrúpulos o del narcisismo del que se mira continuamente a sí mismo o es demasiado perfeccionista. Este sentimiento de culpa es algo psicológico que nosotros nos creamos y que solo desaparecerá tomando distancia de los pensamientos y sentimientos nocivos que nos invaden sin fundamento. Cuando asumimos nuestra fragilidad y nuestras equivocaciones, cuando aceptamos que no es necesario que todos nos quieran y alaben, cuando nos reímos de nuestras meteduras de pata y las contemplamos con condescendencia, cuando hacemos de nuestros errores un aprendizaje en nuestro caminar y no una pesada carga que arrastrar siempre, cuando miramos hacia adelante sin llevar la cabeza girada hacia el pasado, cuando hacemos todo eso estamos echando de nosotros el sentimiento de culpa enfermiza que nos paraliza.
Es por eso que el Señor Jesús nos enseñe a pedir el perdón como camino de liberación interior. Ahora bien, ese perdón debe ser sincero, no basta con decir la palabra “perdona” vacía de contenido.
La justicia busca dar a cada uno lo suyo. Si uno roba, lo justo es que devuelva lo robado, además de ser castigado por el daño provocado a la comunidad con su mala acción. Si no puede devolver lo robado, el castigo será mayor. Cuando no hay una estructura social equitativa y justa, lo que prima es la venganza, que es la forma de satisfacer la ira que sentimos por haber sido agredidos de cualquier forma. El objeto robado se puede devolver, pero la herida hecha no siempre puede ser sanada. Así, la Ley del Talión habla de ojo por ojo y diente por diente, que es una forma de satisfacer la propia ira, pues sacarle el ojo al que me lo sacó a mí, no me va a devolver la vista.
Y cuando el perdón es completo, se renuncia a la pena que merece el culpable y/o a la deuda adquirida. Pero se necesita un arrepentimiento sincero, de forma que el mismo arrepentimiento y la petición de perdón vienen a sustituir al castigo. Evitarle el castigo al culpable sin una petición previa de perdón no es misericordia, sino debilidad personal que puede llegar a ser injusticia al privar al pecador de la ayuda necesaria para romper las cadenas de un pecado que terminará esclavizándolo. No olvidemos nunca la necesidad de la pedagogía en nuestro crecimiento personal.
En derecho los actos se juzgan por su gravedad objetiva, por la intencionalidad al cometerlos y por el destinatario de nuestros actos. No es lo mismo golpear a un adulto, a un niño, a un anciano o enfermo o a un jefe de Estado. Por ese motivo se dice que la ofensa a Dios tiene mayor gravedad, no por el daño que le podamos hacer a él, que es nulo, sino por su dignidad. Pues bien, el Señor nos propone una salida fácil. Ya que no podemos evitar el pecado, nos ofrece la forma de evitar la pena si nosotros actuamos como nos gustaría que actuaran con nosotros. Deja en nuestras manos el juicio y la pena que merecen nuestros actos: Perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. No lo afirma, sino que lo condiciona.
¿Cómo es posible esa condición? ¿Puede Dios no perdonar? Nuestra época es verdaderamente egocéntrica. Todo lo miramos desde nosotros mismos, si nos gusta o no, si nos es útil o no, si está de acuerdo con nuestras ideas o no. Nos cuesta escuchar a los demás y nos cuesta escuchar a Dios. Escuchar supone ser receptivo y estar dispuesto a acoger, no bastando guardar silencio en la espera de que el otro termine de hablar para evaluar en qué coincide lo que ha dicho con lo que yo pienso para darle o no la razón. Si antes se atemorizaba a la gente con la imagen de un Dios justiciero e irascible para evitar la agresividad de los más rudos, ahora tendemos a caer en la visión de un Dios con una misericordia buenista y poco pedagógica. Pero las palabras de Jesús son lo que son y él nos dice lo que nos dice en el evangelio. Sus razones tendrá para ello, y seguro que su enseñanza nos aporta una verdad salvífica que debiéramos acoger y poner en práctica.
El misterio de la encarnación tiene algo que ver con todo esto. Dios se ha comprometido hasta tal punto con su criatura humana que se ha hecho uno de nosotros. Y no solo eso. Al hacernos a imagen suya, lo que hacemos a uno de nuestros hermanos a él se lo hacemos, como nos recuerda en diversos lugares. Es por lo que nuestra magnanimidad en el perdón fraterno nos abre la puerta a la reconciliación con Dios. La primera carta de San Juan nos lo expresa gráficamente cuando nos dice que quien dice que ama a Dios, al que no ve, y no ama a su hermano, al que ve, es un mentiroso. Que el perdón que pedimos a Dios por nuestras malas obras se concretice en el perdón que damos nosotros a la imagen de Dios en el hermano.