La segunda petición de la oración de Jesús es venga a nosotros tu reino. ¿Cuál es ese reino de Dios que pedimos venga a nosotros?
Hablar de reino es hablar de algo que pertenece y se domina. Mi reino es aquello sobre lo que yo reino, sobre lo que ejerzo la autoridad porque me pertenece. Tu reino es algo que te pertenece a ti y sobre lo que reinas. Hoy día el reino y el reinado no tienen nada que ver con lo que eran en la antigüedad. Hoy la monarquía se ha tenido que transformar en monarquía parlamentaria para poder subsistir, perdiendo así la autoridad real y plena. Pero antes el poder real era sinónimo de un dominio absoluto. De ahí que hablar de rey suponía hablar de aquel que ejercía la autoridad completa en su reino.
Cuando pedimos a Dios que venga a nosotros su reino, le estamos pidiendo que reine sobre nosotros, que su voluntad impere sobre nosotros. El problema surge por la facilidad que tenemos de interpretar las palabras del Señor según nuestros criterios. De tal forma que le pedimos imponga su reino en la tierra, olvidándonos que la forma de actuar de Dios siempre fue la propuesta y la seducción. Venga a nosotros tu reino no significa que pidamos a Dios imponga nada en el mundo, sino que reine en cada uno de nosotros. Recordemos las palabras de Jesús a Pilato: Mi reino no es de este mundo.
Jesús confió a la Iglesia y sus pastores las “llaves” del reino de los cielos. Esto supone una gran responsabilidad, pues esas llaves no significan un poder arbitrario que se tiene sobre los demás, como si se tratase del portero de un club que deja entrar o no según le parezca. Esas llaves suponen una responsabilidad sobre los que entran y sobre los que no dejamos entrar. Es la misión que la Iglesia y sus pastores han recibido de atraer a los lejanos y ofrecer la misericordia a los pecadores, sin imponérsela a los que no la desean. No somos responsables de los que no quieran entrar, pero sí de los que pudiendo haber entrado no lo hacen por no haberles mostrado nosotros la puerta o haber sido para ellos causa de tropiezo impidiendo que la alcanzaran. La libertad es un don sagrado de Dios para el hombre que supone un gran respeto por sus decisiones, al mismo tiempo que deja en nuestras manos la posibilidad de que Dios reine en nuestras vidas o no.
Por esto la segunda petición del reino está tan unida a la tercera que dice hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Pedir a Dios que se haga su voluntad en nuestras vidas supone muchas cosas. Si lo decimos de corazón es que estamos dispuestos a que no se haga nuestra voluntad, sino la suya. Esto solo es posible si nos abandonamos confiadamente a sus designios de una forma activa. Esa petición supone que no solo aceptamos resignadamente los designios de la Providencia, sino que los deseamos y trabajamos con ellos en la confianza que Dios está presente de algún modo. Supone también que más que pedir a Dios que suceda esto o lo otro, abrimos los ojos para tratar de intuir la voluntad de Dios en los acontecimientos, no de una forma fatalista, sino espiritual, y nos disponemos a colaborar con nuestro esfuerzo, aunque no entendamos nada. No es tan fácil conocer la voluntad de Dios, pero la vida misma nos presenta la oportunidad de responder según el evangelio.
Llama la atención la doble petición de que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo. Alguno pudiera pensar que se pide se haga su voluntad en la tierra y en el cielo. Pero parece evidente que, en el cielo, entendido como la morada de Dios, ya se hace siempre su voluntad. Parece más bien que se pide que su reinado sea tan pleno aquí como en su morada santa, que nuestra docilidad haga que su voluntad reine entre nosotros como reina entre los bienaventurados.
Quizá pudiera parecer una petición un tanto absurda, pero pienso que no lo es así. Al hablar de cielo y tierra solemos pensar en lo que está abajo y lo que está arriba, en lo material y lo espiritual, en lo humano y lo divino, en lo débil o limitado y en lo perfecto, en lo temporal y lo intemporal. Viendo así las cosas nos resulta difícil de entender. Pero si buscamos el punto de unión entre ambas realidades, quizá nos resulte más fácil de comprender. Lo que une las dos realidades es el Espíritu. El Espíritu de Dios está en Dios, pero habita también en nosotros y aletea en la creación. Todo fue hecho con el soplo de su Espíritu y ese Espíritu vivifica nuestras mismas personas hechas a la imagen y semejanza de Dios. Por ese motivo no es tan importante lo material y lo inmaterial, lo perenne y lo caduco, lo importante es la vida que todo lo abarca, sea temporal o intemporal, perenne o caduca, pues todo participa de la vida eterna de Dios. Por eso es más importante el ser que el hacer, la decisión que los resultados, el trabajo que el éxito, el camino que la meta. Nuestra libertad elige en cada momento. La elección correcta que es fruto del amor y de la fe es ya la meta anticipada. La apertura a que se haga la voluntad de Dios en nuestras vidas es hacer presente su realidad en nuestro mundo. Por eso no son tan importantes las cosas que hacemos como el corazón que ponemos en lo que hacemos. El alma que habita nuestro cuerpo es lo que hace de él un ser vivo y no un ser muerto.
Las cosas que nos suceden no podemos interpretarlas necesariamente como voluntad de Dios, aunque lógicamente él no las obstaculiza. Si me tiro desde la azotea de un edificio alto es probable que me mate, sin que haya que pensar que ha sido Dios quien desea que me mate. Si me toca un jefe que me hace la vida imposible no puedo pensar que sea voluntad divina que eso me suceda, simplemente me ha tocado. Igual sucede si tengo un accidente, aunque pensemos que Dios pudo haberlo evitado, y está bien que lo creamos si afirmamos su omnipotencia. En todo eso nosotros no tenemos mucho que hacer. Pero la voluntad de Dios que nosotros sí podemos conseguir que se haga realidad es lo que viene a continuación, según actuemos ante esa realidad adversa. Es entonces cuando debemos afinar el oído para “escuchar”, es decir, obedecer lo que el Espíritu de Dios nos impulsa a hacer para afrontar esa situación difícil.
Pedimos a Dios que se haga su voluntad y nosotros mismos somos responsables de que eso suceda. En el “cielo”, es decir, en su morada, no hay problema, seguro que se realiza. Pero en la tierra nosotros tenemos una clara responsabilidad, como cuando le deseamos al que tiene frío que Dios le haga entrar en calor y le damos al mismo tiempo un abrigo para que lo consiga. De este modo, pedir a Dios que se haga su voluntad en la tierra es pedirle mueva nuestros corazones para trabajar en que ello sea así. Si somos conscientes de ello seguramente nos preguntaríamos en nuestras preces qué hacemos para que eso que pedimos se pueda realizar.
Eso que nosotros podemos facilitar con nuestra generosidad también está referido a nuestro propio camino espiritual, cuando sentimos que Dios nos pide algo y titubeamos a la hora de realizarlo. Quien escucha la palabra de Dios sabe lo que Dios le está pidiendo, pero solo si pone manos a la obra la voluntad de Dios será una realidad en su vida. Ello supone que dejamos de hacer nuestra voluntad caprichosa para hacer la suya, hasta llegar por su gracia a un estado en el que ambas voluntades se unen, deseando solo lo que Dios desea, aunque sintamos en el fondo la atracción de nuestras pasiones que nos impulsan a hacer lo contrario. El amor sabe distinguir bien ambas realidades que mantienen una cierta tensión dentro de nosotros hasta que venza el amor sobre el egoísmo.