En tercer lugar, Jesús se refiere al segundo mandamiento de la ley de Dios: No jurarás en falso. Es quizá uno de los mandamientos en los que menos nos fijamos. En sí mismo parece muy simple: no jurar en falso, es decir, no poner a Dios por testigo siendo falsa la afirmación que hacemos. Es lo que nos dice libro del Éxodo: No tomarás el nombre de Dios en falso (Ex 20, 7). Y con idénticas palabras se expresa el Deuteronomio (Dt 5, 11).
Pero Jesús da un paso más: no debemos tomar el nombre de Dios para ponerle por testigo y garante de nuestras afirmaciones en ningún caso, ni siendo mentira ni siendo verdad. No se trata de escrúpulos por nombrar al Innombrable, por utilizar el sagrado nombre de Dios, pues también nos dice que tampoco hemos de jurar por el Cielo, ni por la Tierra, ni por Jerusalén, ni por nuestra cabeza. Que nos tenemos que limitar a decir sí o no: Que vuestro hablar sea “sí, sí”, “no, no”. Lo que pasa de eso viene del Maligno (cf. también St 5, 12). ¿Qué significa esto?
Jesús vuelve de nuevo a orientarnos hacia la pureza del corazón. Quien se acostumbra a mentir por cualquier motivo, incluso sin malicia, por ejemplo, para quitarse a un pesado de en medio o para no discutir, termina perdiendo credibilidad ante los demás. La mentira es una mala costumbre que poco a poco nos va haciendo menos creíbles ante los demás y nos empuja a justificar la hipocresía y el cinismo que nos lleva a mentir, pensando que tampoco es para tanto. Esto nos obliga elevar el tono de voz cuando se duda de nosotros y queremos que nos crean: “te lo juro por Dios, por lo más sagrado, por mis muertos, etc.”. Es lo que sucede cuando se pierde la credibilidad. Algo muy distinto a lo que le pasa a aquel que siempre dice la verdad, aunque le suponga un daño personal. A este se le cree porque se ha llenado de crédito al preferir vivir en la verdad y hablar siempre en verdad, sin dejarse llevar por la mentira o la hipocresía para obtener un beneficio.
El mandato de contentarnos con decir sí o no es algo que nos puede reportar grandes beneficios. En primer lugar, se nos manda decir siempre la verdad, lo que también exige el octavo mandamiento de la ley de Dios referido al testimonio sobre nuestro prójimo, pero sobre todo nos indica que hemos de huir de la hipocresía, haciendo que el sí de la boca coincida con el sí del corazón.
Además de lo que supone de perjurio y falso testimonio al tomar el nombre de Dios falsamente, se incluye otro matiz que nos desvela la traducción de la Vulgata. Ésta traduce: No tomarás el nombre de Dios en vano. Traduce la palabra “falso” por “vano”, dando así un paso más en su significado. Más allá de la veracidad o falsedad de lo que afirmamos está la oportunidad de utilizar el nombre de Dios superfluamente, como un amuleto mágico que refuerce nuestra afirmación.
Utilizamos el nombre de Dios en vano cuando lo banalizamos, cuando lo utilizamos por cualquier motivo. Eso sucede cuando juramos en temas banales, pero también sucede cuando pretendemos saber la voluntad de Dios y hablamos categóricamente en su nombre con una pretendida actitud profética que se acerca más a la arrogancia. Esa es una tentación para los que tienen algún tipo de autoridad espiritual o institucional. Es una tentación porque al que tiene autoridad le resulta más fácil arrogarse del conocimiento de Dios para imponer su criterio que tratar de hacer un humilde discernimiento buscando la voluntad de Dios. Es más fácil zanjar algo diciendo: “Dios te pide esto o aquello”, “esto es voluntad de Dios”, que hacer el esfuerzo de escuchar al otro en gratuidad y total independencia.
Ciertamente que Dios concede su gracia de estado a los que pone al frente de su pueblo. Es verdad que el anciano espiritual goza de una autoridad que le da el Espíritu y su propia experiencia. Pero también es cierto que cuando uno ha recibido alguna autoridad institucional y no hace su propio camino interior o se ha ensimismado con el poder recibido, le resulta tentador creer que goza de infalibilidad por tener los galones que tiene. Unas veces por presunción, y otras veces por pereza o incompetencia, resulta más sencillo creer que la voluntad de Dios coincide con la propia e imponerla tranquilizando así la conciencia.
Esto se ve en algunos agentes de pastoral que con imprudente rapidez dicen a la persona que tienen delante: “Dios te está pidiendo esto o lo otro, tú tienes vocación para esto y para este sitio”, etc. Ciertamente que se pueden proponer cosas, pero hay que tentarse muy mucho la ropa antes de hablar en nombre de Dios con demasiada rotundidad y facilidad. El profeta decía profecías que casi siempre le superaban, sin saber exactamente su alcance, lo que solo se llegaba a descubrir plenamente con el paso del tiempo. Por eso los profetas no actuaban como los videntes, adivinos o futurólogos. Su misión no era la de conocer el futuro concreto y su clara realización, sino la de ayudar al pueblo a caminar según su Dios. Debían mover los corazones, no doblegar las libertades.
Ciertamente que hay un elemento institucional que debe hacer que las normas se cumplan para garantizar la convivencia y ayudar a las personas a ser coherentes en su camino emprendido. No hacer esto es caer en la ilusión de un buenismo que se olvida de nuestra tendencia a la comodidad y al mínimo esfuerzo, olvidándonos pronto del fervor primero. Hay que distinguir claramente el papel pedagógico que educa, dirige y corrige, del papel profético y espiritual que orienta, avisa, motiva y trata de transformar los corazones. El primero es más directivo, mientras que el segundo es más seductor, aunque ambos puedan entremezclarse. Un profeta no puede limitarse a meter miedo en nombre de Dios para doblegar las voluntades, atribuyéndose una autoridad divina que no tiene. Aunque es verdad que el profeta avisa y nos recuerda que nuestros actos tendrán sus consecuencias y no nos conviene apartarnos del amor de Dios y sus mandamientos, y si eso nos da un poco de miedo, es normal, aunque mejor sería que provocase en nosotros la vuelta al amor primero. No se sirve del miedo para hacer cambiar, aunque es fácil que sus palabras produzcan cierto temor al avisarnos de las consecuencias de nuestros actos extraviados.
Finalmente nos dice Jesús que jurar viene del Maligno: Sea vuestro lenguaje: “Sí, sí; no, no” que lo que pasa de aquí viene del Maligno. Ahora resulta que la cultura laica que prefiere prometer en lugar de jurar cuando se toma posesión de un cargo va a tener algo de razón. Hace unos días tuve que declarar como testigo delante de un juez y me preguntó que si juraba o prometía. La verdad es que me entró la duda, aunque finalmente opté por el juramento para que no se interpretara como falta de convencimiento en lo que decía.
Tomar el nombre de Dios en falso o en vano viene del Maligno porque es signo de que nuestra credibilidad está en entredicho, que necesitamos apoyarnos en el nombre de Dios porque nuestra palabra resulta poco creíble. Mientras que Jesús es la verdad, el Maligno es el padre de la mentira. Quien vive en la verdad dice siempre la verdad y resulta creíble. Quien vive en la mentira tiene que apoyarse en la mentira para tratar de ser creído.
La carta de Santiago nos recuerda, además, que tomar el nombre de Dios a la ligera nos pone en mayor riesgo, pues nos exponemos a que nuestra falta sea mayor al haber puesto a Dios como testigo en algo que se aleja de la verdad, aunque nosotros mismos no nos percatemos por no conocer a fondo nuestro propio corazón.
Trabajemos por vivir en la verdad y decir siempre la verdad y no tendremos que recurrir al nombre de Dios en falso o en vano, pues nosotros mismos seremos creíbles.