Las grandes metas suelen requerir un trabajo constante, exigente y paciente. Los buenos guisos no se consiguen en el microondas. Eso nos cuesta aceptarlo, pues nuestra cultura es muy rápida en todos los sentidos. Es más atractiva la especulación y el pelotazo económico que la laboriosidad y el bien hacer para ganarse con honradez el propio sustento. Nos gusta pedir a la fortuna que nos allane el camino y anticipe el bienestar de golpe. Cuidamos más la imagen atractiva que la autenticidad oculta y trabajosa. En el plano espiritual sucede lo mismo. Es más atractiva una religión donde su dios haga lo que yo le pido que una espiritualidad que trabaja perseverantemente en mantener los lazos de unión con Dios en la confianza, el amor y el abandono, dejando que la transformación se vaya realizando en nosotros poco a poco. También sucede en la vida monástica, que cautiva cuando es reconocida por los demás o cuando nos lleva a experimentar el gozo de la presencia de Dios, mientras que ahuyenta cuando el camino se hace largo y anodino. Adentrarnos en el silencio, en el desierto, nos despierta la duda y el tentador nos pone a prueba.
Si eres Hijo de Dios tírate abajo, que los ángeles te sostendrán, fue la segunda provocación del tentador a Jesús, utilizando la palabra de Dios que dice con el salmista: Porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Si verdaderamente crees en Dios y no desconfías de él, él cumplirá su palabra, le viene a decir el tentador. Como se lo dirá también en la cruz por boca de los judíos: ¡Sálvate a ti mismo si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz! Y también: Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: “Soy Hijo de Dios” (Mt 27, 40.43). Tremenda experiencia el silencio de Dios y gran tentación la de no buscar el éxito de este mundo cuando se puede obtener.
¿Pero cómo demostrar material, emocional o conceptualmente lo que está en otro plano, el plano espiritual? Nuestro espíritu ha conocido al Espíritu de Dios. La fe se sostiene en esa experiencia del espíritu. Pero eso nadie lo ve salvo el que lo vive, y no de una forma sensible que perdure en el tiempo. El tentador lo tiene fácil, pues el ojo nunca será capaz de oír ni el oído de ver, ni ambos de captar a un Dios que es Espíritu. Entonces se trastocan las palabras y se invita a entender de forma material lo que es espiritual: nada te puede pasar, pues Dios enviará sus ángeles para que tu pie no tropiece en la piedra, pues Dios te ama como un padre, etc. Y es verdad lo que se dice, pero no lo es el significado que se le da, pues son dos dimensiones diferentes.
Esto es algo que se aplica continuamente a nuestra vida. Nos escandalizamos por el silencio de Dios porque nuestros oídos no lo oyen ni nuestros ojos lo ven ni nuestras manos lo tocan. Nos escandalizamos cuando la bondad de Dios permite que vivamos rozados por la maldad propia y ajena. Nos escandalizamos cuando tenemos que cargar con la pesada carga de la cizaña de los malos, no entendiendo el mandato del Señor que nos pide la dejemos crecer junto al trigo. Nos escandalizamos porque vivimos según la carne y no según el espíritu, sin poder comprender al Espíritu de Dios. Nos escandalizamos porque nos falta la sencillez del que quiere aprender y el fuego del enamorado dispuesto a darlo todo. Y está bien que nos escandalicemos, pues ese dios que pretendemos no es más que la proyección de nuestro ego que quiere ocupar un lugar que no le corresponde. No tentarás al Señor, tu Dios, responde Jesús al tentador, sin doblegarse a su voluntad.
Llegados aquí, ya no merece la pena disimular más. El tentador le ofrece darle todo si le adora. Tentador y mentiroso. Pero en el tiempo de la posverdad en el que vivimos, ¿qué más da si es verdad o mentira? Lo importante es vencer, conseguir lo que se pretende, someter a los demás, imponer mi pensamiento y sentirme placenteramente bien. Y adoramos la mentira, que es adorar al mentiroso, llamado “satán”, el que nos engaña y desvía por ser nuestro adversario, el “diabolos” o calumniador que desune, que divide, que enfrenta a unos con otros. Y no es que queramos el mal, pues todos buscamos lo bueno o, al menos, un beneficio. El problema es que el mentiroso nos hace sentir la inmediatez del beneficio ocultándonos el dolor al que nos conduce. Esto lo vemos continuamente en nuestras vidas. Nos resulta mucho más atractivo ese beneficio y bienestar inmediato, por lo que adoramos al tentador sin valorar suficientemente el beneficio de una vida honesta según Dios. Mantenerse firmes es una dura prueba, pues al rico, al poderoso y al malvado parece que todo les va bien y eso es atractivo y atrayente. Pero el salmo nos recuerda: Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará. La maldad da muerte al malvado (Sal 33, 20-22).
El camino de conversión comienza con la lucha por elegir la senda estrecha del evangelio que lleva a la vida y dejar la senda ancha del mal que lleva a la muerte. La conversión es la elección por Dios rechazando la idolatría. La conversión es la aceptación humilde y perseverante en el camino del espíritu, rechazando una religión milagrera, resultista, prepotente e idolátrica que nos hace vivir sometidos al mal sin romper sus cadenas con el bien.
Jesús nos viene a anunciar el camino que lleva a la vida y busca quien le ayude a ello. Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres, dijo a los apóstoles, quienes inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Eso mismo nos dice a nosotros cada día. Al principio seguían al Señor las multitudes porque curaba toda enfermedad, pero le dejaron solo cuando clavado en un palo estaba librándonos de la enfermedad existencial del pecado, del poder del mal, sin que nosotros experimentáramos nada gratificante en ese momento.
Cuando nos llama a ir en pos suya no solo es para recibir, escuchando su palabra, siendo alimentados por su pan o experimentando la sanación. Nos llama a seguirle para que también nosotros hagamos el camino y comencemos a dar lo que hemos recibido, abrazando su camino de anonadamiento en nuestras vidas hasta alcanzar la glorificación que antes pasa por la muerte. No podemos ser eternos infantes esperando siempre recibir.
Para llegar ahí hemos de ir practicando el camino de las bienaventuranzas, absurdo para la sabiduría humana, pero que nos muestra la sabiduría de Dios. ¿Hay alguien que quiera? Con ello comienza el sermón de la montaña, la nueva tabla de los mandamientos divinos, el itinerario para nuestra vida cristiana y monástica.