Cuando anochece buscamos la luz para ver el camino. La oscuridad nos oculta el horizonte, no nos permite saber por dónde vamos. Tememos caernos y vamos lentos y titubeantes, presagiando el peligro del tropiezo. ¿Qué hacer en esos momentos? Buscamos cualquier destello de luz que nos permita vislumbrar el camino. Pero no todas las luces nos lo muestran. Algunas nos ciegan al enfocarnos a nosotros mismos.
En la Iglesia estamos viviendo tiempos difíciles y pasando por zonas oscuras. Lo vemos en nuestros titubeos y desconciertos. También lo vemos en el pecado que hay en su seno, en el daño y escándalo que produce, que a tantos aleja y a otros desanima. Necesitamos iluminar el camino dejándonos iluminar por la luz verdadera que ansía ser luz para nuestros pasos. Cuando vamos en coche de noche y viene un coche de frente que nos deslumbra, miramos a la línea blanca de la derecha para seguir la senda y no perder el rumbo. Para nosotros esa luz y esa senda luminosa no es otra que la del evangelio.
San Benito en su Regla nos muestra la senda del evangelio para los monjes. En su prólogo nos recuerda que es el mismo amor de Dios el que se dirige a nosotros para indicarnos el camino que nos llevará a la vida, a la felicidad que tanto anhela el corazón humano: ¿Puede haber algo más dulce para nosotros, queridos hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? Mirad cómo el Señor, en su bondad, nos indica el camino de la vida. Ceñidos, pues nuestros lomos con la fe y la observancia de las buenas obras, tomando por guía el Evangelio, sigamos su senda, para que merezcamos ver a Aquel que nos llamó a su reino.
Es por lo que quisiera ahora ir espigando la buena noticia que Jesús nos dio y hemos recibido de los apóstoles y sus discípulos, lugar donde podremos ver mejor la luz del espíritu que nos indica el camino que debemos elegir.
Jesús nos hablaba de la doble senda: la ancha que nos pierde y la estrecha que nos da vida (cf. Mt 7, 13-14), un tema clásico y recurrente en la espiritualidad cristiana. Es por lo que la Regla nos remite continuamente al evangelio, para confrontarnos con él y estimular la fuerza del amor que todos albergamos y que nos pone en la senda del retorno a Aquel de quien nos habíamos separado.
Comenzaré siguiendo la estela del evangelio según San Mateo, donde el precursor de Jesús nos grita: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos (Mt 3, 2; 4, 17). Convertíos, nos dice. Es lo primero que tenemos que hacer para dejarnos iluminar. Sólo si decidimos dar un cambio a nuestra vida, “prepararemos el camino del Señor”. Si no decidimos cambiar, la oscuridad seguirá creciendo hasta envolvernos y asustarnos. Convertirme yo, no convertir al otro. Si elegimos seguir viviendo en nuestra comodidad, seguir por la senda ancha que no incomoda, la oscuridad nos adormecerá y no tendremos la luz que necesitamos. No hay garantía pensando que somos hijos de Abrahán, elegidos de Dios. El hacha ya está en la base del árbol que no dé fruto bueno, nos dice Juan el Bautista. Hemos de dar fruto de conversión. ¿Cómo?
En la oscuridad sentimos la prueba, como Jesús cuando fue tentado en el desierto. Nos gustaría que todo cambiara con un chasquido de dedos, de forma un tanto milagrera y sin esfuerzo. Esperamos que venga alguien que nos saque de nuestro sopor. Un poderoso, un carismático, un líder, un profeta. Cualquiera que nos saque de la oscuridad sin mayor esfuerzo por nuestra parte. Así era tentado Jesús cuando sintió hambre en el desierto: “transforma las piedras en pan y se acabará tu necesidad”, le vino a decir el tentador. Pero quizás ese no sea el camino. No basta con satisfacer nuestra necesidad material, pues no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Se apropia aquí Jesús de las palabras del Deuteronomio cuando habla de la prueba que tuvo que pasar el pueblo en su camino por el desierto para conocer lo que había en su corazón: Acuérdate de todo el camino que Yavé tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos. Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios (Dt 8, 2-3).
La palabra de Dios es vida y luz para nosotros, senda segura que nos vivifica y colma interiormente, el primer paso para nuestra conversión. Mirar la luz de su palabra abriendo el oído del corazón. Muchas otras luces nos atraen, ante las cuales la luz de la palabra de Dios se debilita por nuestra pereza. El entretenimiento, la curiosidad o los chismes son una senda ancha más atractiva, ante la cual se nos hace fatigoso dedicar más tiempo a la escucha de su palabra, incluso en el día que llamamos “día del Señor”. Es prudente la distensión, saber saborear de todo lo bello y estar abierto al conocimiento de lo que pasan nuestros hermanos los hombres, pero dejando un tiempo sustancial en nuestras vidas a la palabra de Dios leída y orada, para que nos ilumine, especialmente en el día del Señor.
Esto nos dará luz para comprender que la abundancia o la escasez en la vida no es lo importante. Que lo que colma nuestro corazón es el gozo de sabernos habitados, algo que nadie nos podrá quitar. La abundancia o la escasez, la alabanza o el insulto, la buena o la mala fama, no serán más que ocasiones para probar la autenticidad de lo que nos habita. Vivir en la luz y en la verdad pacifica el alma, sabiendo que no hay que iluminar a la luz para que luzca, pues tarde o temprano será reconocida si realmente existe. Pero eso pasa por probar su calidad, a veces con el sufrimiento hasta dar la vida. Y hemos de estar dispuestos a ello, sabiendo que es algo que no se improvisa, sino que se prepara.
Pero no, nosotros preferimos algo más espectacular, algo que nos evite tocar el suelo. Como tentó por segunda vez el tentador a Jesús: Muestra que eres Hijo de Dios tirándote de lo alto, que los ángeles te sostendrán.