No nos deshumanicemos
Hoy escuchamos que cada vez se abre mayor camino la “inteligencia artificial”. ¿Qué pensar? ¿Qué decir? Como en casi todo, hay defensores y detractores. Estoy seguro que nadie añora hoy día aprender a hacer fuego con el roce de dos piedras o dos palos. El mechero es más cómodo. Como lo son los vehículos frente al burro o los ordenadores que nos dan tantas posibilidades. El problema no está ahí, sino en dar a la ciencia el poder supremo capaz de matar a su mismo creador: el ser humano. Sería una locura prescindir de los avances tecnológicos que nos permiten llegar tan lejos en la mejora de la vida humana. Pero también es una locura olvidarse de la prioridad del ser humano y dejar en manos de una técnica sin valores humanistas la toma de decisiones. De ahí la importancia de la ética que debe resistir los envites de un desarrollo que trata de imponerse como dios supremo. Olvidarse de la ética es olvidarse del valor del ser humano para situarlo al nivel de un objeto más, por muy valioso que se le considere.
Algo parecido sucede con el capitalismo salvaje o la prioridad que se da a la rentabilidad sobre la persona humana, pueden ser tan eficaces como inhumanos. El Concilio Vaticano II habla de la actividad humana con una capacidad de deformarse y otra capacidad de perfeccionarse: “La sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso, que es un gran bien para el hombre, también encierra un grave peligro, pues una vez turbada la jerarquía de valores y mezclado el bien con el mal, no le queda al hombre o al grupo más que el interés propio, excluido el de los demás. De esta forma, el mundo deja de ser el espacio de una auténtica fraternidad, mientras el creciente poder del hombre, por otro lado, amenaza con destruir al mismo género humano” (GS 37).
Así como sucede cuando dejamos que prime en nuestras vidas la ley del mercado sin regularlo, así podrá suceder cuando dejemos que la inteligencia artificial tome las decisiones últimas, pensando que le hemos proporcionado una información más plena para que tome las decisiones más acertadas. Entonces nuestro grado de deshumanización podrá alcanzar cotas muy peligrosas. Lo vemos ya en nuestras propias actitudes cuando nos permitimos quitar de en medio la vida humana –incipiente, adulta o conclusiva- cuando nos da problema, o la denigramos en aras de la eficacia o la rentabilidad. Incluso en nuestro día a día podemos observar si descartamos con facilidad al que me produce fastidio, priorizando mi bienestar personal a la dignidad del otro.
Es proverbial nuestra capacidad de autoengaño para justificar lo injustificable en nuestro propio provecho. A la cultura del bienestar no le importa deshumanizarse abusando de la mano de obra de los países pobres para obtener nosotros unos bienes de consumo mucho más baratos. Para tranquilizar nuestras conciencias decimos que en aquellos países los salarios son mucho más bajos porque el nivel de vida es inferior y así les ayudamos. Verdad a medias, pues dicho trabajo debería ir acompañado –si en verdad se les quiere ayudar- de una inversión para el desarrollo y mejora sanitaria y educativa de esos operarios, que viven en Estados que no se lo proporcionan. Sucede lo mismo con el colonialismo tecnológico que mantiene en situación de esclavitud tecnológica a países menos desarrollados patentándolo todo para que no lo puedan usar libremente y excusándose en que esas empresas necesitan incrementar sus beneficios para mejorar una investigación que seguirá aumentando la esclavitud al no tener tampoco acceso libre a ella.
¿Y qué decir de nuestras barreras ante la inmigración o los refugiados? Defendemos nuestro rechazo para que no haya una “invasión” que deteriore la convivencia interna y haga brotar posturas más intransigentes. Al mismo tiempo decimos que la verdadera solución hay que buscarla en los países de origen a los que hay que ayudar, pero a los que no ayudamos porque decimos que todas las ayudas se las quedan sus gobernantes. Unos gobernantes que han sido corrompidos precisamente por nuestras multinacionales a las que se permite corromper para fortalecer el desarrollo tecnológico y comercial de los países ricos. Al mismo tiempo se fomenta la inestabilidad de los países pobres poseedores de valiosas materias primas vendiéndoles armas para que se enfrenten entre ellos, pues, decimos, si no se las vendemos nosotros ya se las venderán otros. Tanta hipocresía e inacción no puede quedar sin consecuencias.
Son tantos y tantos ejemplos que se pueden citar que fácilmente vemos en ellos un peligro muy cercano de deshumanización progresiva. La defensa de la vida como don supremo es la defensa de la vida en todos sus aspectos ante el dios de la eficacia y la rentabilidad. Esa vida no es solo la vida humana, sino también la vida de nuestro planeta, la casa común de todos. Ya no se puede hablar de modas, sino de urgentísima necesidad, bien lo sabemos. Debemos exigir líneas de actuación a nivel de Estados, pero hemos de aceptar también asumir las consecuencias de una menor rentabilidad inmediata y confort, comenzando por las cosas que están a nuestro alcance para defender todo tipo de vida humana y a la naturaleza.
Necesitamos recuperar la dignidad humana. No somos simples animales que luchamos por sobrevivir, aunque lo necesitemos hacer, somos mucho más. La dignidad humana es la capacidad de amor, de espiritualidad, de creatividad, de gratuidad, de poesía o de ética. El miedo al futuro nos paraliza y nos termina deshumanizando, buscando ante todo la seguridad y el deseo de un crecimiento económico sin fin. No podemos olvidar que en la vida se crece hasta un momento en el que se para de crecer y se madura. Las células que no paran de crecer terminan siendo cancerígenas y destruyen al organismo. El crecimiento supone un hacer en el tiempo que no tiene fin. La maduración, sin embargo, se fija en el ser y se asemeja más al presente de Dios que todo lo abarca. El crecimiento se centra en el propio beneficio, mientras que la maduración se centra en la entrega de sí mismo. Lo primero busca llenar nuestro vacío, mientras que lo segundo es desbordamiento de nuestra plenitud.