NO QUEDA PRESCRITA EN ESTA REGLA TODA LA PRÁCTICA DE LA PERFECCIÓN
(RB 73)
Este capítulo tiene un carácter de epílogo en paralelismo con el prólogo inicial. Hay quien ha discutido su autenticidad y lo ha atribuido a un copista posterior. Parece ser, sin embargo, que sí perteneció a la redacción inicial de la Regla, pero originalmente estaba situado a continuación del capítulo 66 (sobre los porteros), que es donde concluía el texto original de la Regla, antes de que se añadiesen los capítulos adicionales del 67 al 72. Al incluir éstos, el presente capítulo se desplazó al final.
¿Qué pensar cuando un padre espiritual como San Benito, después de escribir una regla de vida para sus monjes, avalada por su larga experiencia, concluye: Hemos redactado esta Regla para que, observándola en los monasterios, demostremos tener alguna honestidad de costumbres o un comienzo de vida monástica? ¿Verdaderamente se cree San Benito lo que está diciendo? Aunque algunos ven en ello un exceso de modestia, yo creo que lo pensaba verdaderamente, pues ya en el Prólogo nos dice que no pretende mandar nada gravoso, salvo que lo exija la caridad o el combate de los vicios. Esa misma idea aparece a lo largo de toda la Regla cuando nos invita a una discreción que anime a caminar y no desanime a los débiles.
En casi todos los ámbitos de la vida y a lo largo de toda la historia encontramos con frecuencia la contraposición entre el espíritu y la letra, los valores y su concreción, la espiritualidad y la institución. Bien sabemos que ambas realidades necesitan ir juntas, pero según sea nuestra sensibilidad nos apoyamos en la una o en la otra, a veces denigrando a la contraria. Unas veces se valora el alma de tal forma que se rechaza el cuerpo, mientras que otras nos centramos en las cosas creadas para ridiculizar una supuesta espiritualidad que consideramos mera proyección de nuestros deseos insatisfechos. Inmediatez o proyección. Materialismo o espiritualismo. Nos acercamos a Dios atribuyéndole cualidades humanas o lo tenemos por una supuesta energía difusa que todo lo engloba.
Frente al gnosticismo primitivo, el cristianismo se empeñó en resaltar la encarnación del Verbo. San Juan comienza su evangelio afirmando que el Verbo se hizo “carne”. Pero otros muchos se quedaron entonces con esa carne sensible, emotiva y reduccionista de un Dios que todo lo rebasa, atribuyéndole figura humana, encerrándolo en templos materiales que no existirán en la Jerusalén celeste, y recluyendo al espíritu en formulismos rituales. El camino monástico es un camino espiritual que necesita una concreción que nos ayude a realizarlo sin perdernos en una nebulosa de buenos deseos y sentimientos que nos llevan a la tristeza cuando desaparecen. Pero al mismo tiempo el camino monástico es mucho más que esas formas de vida que nos ayudan. Es lo que pienso que trata de decirnos San Benito.
Las disposiciones de la Regla son un camino seguro. Nuestra jornada monástica, con sus obligaciones y exigencias, es una verdadera ascesis que va purificando el corazón. Nuestra caridad se concretiza en la convivencia con otros hermanos diferentes a mí y a los que debo de amar sobrellevando con paciencia sus debilidades. El seguimiento de un horario nos ayuda a autodisciplinarnos, sabiendo dejar lo que nos gustaría seguir haciendo y permitiéndonos guardar el equilibrio necesario entre trabajo, lectura y oración, así como entre los tiempos de comunidad y de soledad. La realización de un trabajo que no siempre nos tiene que gustar ni es para el que mejor valemos, también es un elemento pedagógico. Como exigente y de gran ayuda lo es también el tener fijados unos tiempos para la oración litúrgica en común. Asimismo la exigencia de un clima de silencio que respete la soledad de los demás y favorezca la oración interior nos facilita nuestro camino monástico. Y las dificultades espirituales como la soledad del corazón que más de una vez tenemos que experimentar como oblación de nosotros mismos, nos van fortaleciendo. Son tantas las exigencias de la jornada monástica que constituyen un verdadero ejercicio de disciplina interior, aunque no siempre respondamos de forma ideal.
La vida monástica en sí misma tal y como la regula San Benito, es un camino espiritual seguro. Un camino suficiente para los débiles y estimulante para los que buscan más. San Benito no quiere que los débiles se desanimen y espera que los fuertes incrementen su empeño. Por eso reconoce que lo suyo no es más que una “regla” o norma de vida, animando a los que deseen más ir más allá de las reglas escritas o la vereda trazada. Estos deben acudir a la Sagrada Escritura, donde nos habla el Maestro interior. Entrar en una verdadera relación de amor con el Señor lleva a dejarse hacer por Él de forma incondicional.
San Benito es grande porque sabe ser humilde. Es consciente de su condición de mediador que debe conducir al Maestro y dejar que él actúe en cada hermano a su manera. Y no se equivoca cuando nos dice que no propone más que “un principio de vida monástica”. Y mientras para unos esa vida monástica resulta llevadera al vivirla con fidelidad y buen ánimo, sintiendo una profunda alegría, para otros se hace difícil y agobiante cuando empiezan a regatear a Dios o a darle vueltas y vueltas a la cabeza dejándose asustar por un futuro incierto sin saber disfrutar del presente. La observancia de la Regla no es más que un taca-taca necesario, pero lo verdaderamente gozoso es la vivencia interior de la llamada de Dios en cada momento de nuestra jornada.
San Benito invita a los que desean ir más allá a que sigan los consejos de las Sagradas Escrituras, de los Santos Padres de la Iglesia y de los Padres del monacato. Son los tres tipos de lecturas que regula en la jornada monástica: en las vigilias se debían leer los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, así como los comentarios de los “Padres católicos, renombrados y ortodoxos” (9,8); y antes de completas, las Colaciones de Casiano, las Vitae Patrum u otro libro del mismo estilo (42,3). Difícilmente podremos alcanzar la meta que nos propone si buscamos otras fuentes, alimentándonos con comida basura que está muy buena, pero daña la salud. Hoy día hay cantidad de libros y revistas que nos informan y nos entretienen. Nuestro gran peligro sea quizás esto mismo, estar buscando lo que nos agrada y evitar la lectura de algo que requiere esfuerzo y dedicación.
El patriarca de monjes nos dice: Por lo demás, el que tiene prisa para llegar a la perfección del monacato, tiene las enseñanzas de los Santos Padres, cuya observancia conduce al hombre hasta la cumbre de la perfección. En efecto, ¿qué página o qué palabra de autoridad divina, del Antiguo o del Nuevo Testamento, no es norma rectísima para la vida humana? O bien, ¿qué libro de los Santos Padres católicos no nos inculca cómo correr para llegar derechamente a nuestro Creador? Y, todavía, las “Colaciones” de los Padres y las “Instituciones” y sus “Vidas”, así como también la Regla de nuestro padre San Basilio, ¿qué son sino instrumentos de virtudes para monjes de vida santa y obediente? Aunque, para nosotros, perezosos, de mala conducta y negligentes, son motivo de vergüenza y confusión.
¡Qué cosas nos dice San Benito! ¿Cómo nos pondríamos si alguien nos dijese a la cara que somos perezosos, relajados y negligentes? No sé yo. Y Jesús no era más suave con los judíos cuando les decía que no se confiaran demasiado pensando que eran hijos de Abrahán y se convirtieran de corazón, pues Dios puede sacar hijos de Abrahán de las piedras. Que vendrán de Oriente y Occidente y se sentarán a la mesa de la que algunos invitados serán expulsados. Que no le fuéramos diciendo que “hemos comido y bebido con él y él ha enseñado en nuestras plazas”, pues podría no reconocernos si nuestras obras se alejan de la misericordia.
Lo importante no es que vivamos en la casa de Dios o que conozcamos muy bien la espiritualidad monástica o que nos adentremos en las Sagradas Escrituras. Lo verdaderamente importante es que la Sagrada Escritura se adentre en nuestro corazón, que los valores monásticos echen raíces en nosotros. Sólo entonces podremos decir que Dios ha hecho su obra en nosotros. Sólo entonces arderá en nosotros el deseo de Dios y se verá reflejado en el amor que irradiemos en nuestra vida y en medio de los hermanos. Un amor lleno de alegría, confiado y entregado hasta dar la vida.
Y concluye: Tú, pues, quienquiera que seas, que te afanas por llegar a la patria celestial, cumple, con la ayuda de Cristo, esta mínima Regla que hemos redactado como un comienzo, y entonces llegarás seguramente, con la protección de Dios, a las cumbres más elevadas de doctrina y de virtudes que acabamos de recordar. Amén.
Esa llamada personal a afanarse, a tener prisa, con la que San Benito concluye su Regla nos recuerda a otras “prisas” bíblicas frutos de una experiencia de Dios. Así sucedió a María que, tras el anuncio del ángel y la concepción del Señor, se apresura a visitar a Isabel. O los pastores, que tras escuchar el anuncio del ángel corren al establo de Belén. O Zaqueo que baja aprisa de la higuera para recibir a Jesús en su casa cuando ve que el Señor se dirige a él. O el mismo deseo ardiente de Jesús que desea encender el mundo entero con el fuego del Espíritu.
Sin duda que estamos necesitados de ese deseo que nos impulse. Un deseo que no se compra aquí o allá, sino que brota de lo profundo de nosotros mismos cuando nos abrimos a la palabra de Dios y entablamos una relación de amor con él. Que seamos luz y sal para el mundo habiéndonos dejado primero iluminar y transformar.