MÁRTIRES DE TIBHIRINE
La beatificación de nuestros hermanos de Tibhirine es una buena ocasión de contemplar el testamento espiritual que nos dejó el P. Christian, prior de Tibhirine, como un hermano mayor en la vida monástica y en la fe. El testamento es lo que dejan los padres a los hijos y a los seres queridos. A la hora de la partida se quiere compartir con ellos lo que se tiene, los bienes que se han adquirido. Los ricos suelen dejar muchas cosas materiales que, tristemente con frecuencia, son causa de enfrentamientos familiares, pues el dinero lleva a la codicia, a la envidia y a los enfrentamientos. Nuestros hermanos monjes de Tibhirine no tuvieron nada material que dejarnos, pero su legado fue mucho más valioso y extenso, pues es para todos y en la misma proporción, un legado de vida espiritual y no de bienes materiales.
Comienza diciendo: Cuando un A-Dios se vislumbra… De jóvenes no se suele hacer testamento, pues uno no piensa en la muerte y da por supuesto que aún vivirá muchos años. Predomina más el “hola” que el “adiós”. Pero cuando oímos sus pasos en el atrio de nuestra casa, empezamos a prepararnos. Christian vislumbró el adiós de la despedida como un “A-Dios”, una partida y un encuentro, una despedida para reencontrarnos en Dios. Adiós hasta que nos volvamos a ver en Dios.
Todos sabemos que hemos de morir y tratamos de evitar o posponer la muerte mientras podemos. Eso es algo normal y saludable. Pero en ese proceso se entremezclan otros valores, otras personas queridas y una posible decisión personal libre. Entra en juego la diferencia entre perder la vida y dar la vida. Perder la vida no tiene mérito, pues a todos se nos acabarán los días. Dar la vida es una decisión libre desde el amor. La incidencia que tiene sobre nosotros y sobre los demás una realidad y la otra es muy diferente. Cuando uno muere, se le entierra. Cuando uno da la vida, se le recuerda como fuente inagotable de vida para los demás.
Quien se limita a perder la vida esquiva mirar la muerte. Sólo mira y añora la supervivencia. Quien está dispuesto a dar la vida mira la muerte de frente, no huye. La teme, es verdad, pues el instinto de supervivencia es muy poderoso, pero la mira de frente: Si me sucediera un día –y ese día podría ser hoy- ser víctima del terrorismo que parece querer abarcar en este momento a todos los extranjeros que viven en Argelia… No se trata de soñar en una posibilidad lejana de dar la vida, sino en algo muy real, muy cercano, muy posible, que llama a la puerta. Tan real que sólo unos días antes de escribir este testamento ya habían entrado en su casa los terroristas avisando que volverían.
Es en esos momentos cuando sale fuera la verdad que llevamos dentro, dándonos cuenta de la coherencia o incoherencia entre lo que decimos y lo que nos habita realmente, descubriendo la verdad que sustenta nuestra vida. ¿Cómo temer perder la vida si ya la habíamos entregado? ¿Quién teme perder lo que ya no le pertenece? Eso es lo que recuerda el P. Christian a los suyos: yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recuerden que mi vida estaba ENTREGADA a Dios y a este país. Por eso nadie se la podía quitar, él ya no se pertenecía. Nos invita a abrir los ojos de la fe. Ciertamente que hubo alguien que, confundido, le quitaría físicamente la vida. Pero el P. Christian nos anima a ver en ello una realidad más profunda, donde es el mismo Dios quien toma lo suyo, lo que el monje le había entregado: Que ellos acepten que el Único Maestro de toda vida no podría permanecer ajeno a esta partida brutal. Que recen por mí. ¿Cómo podría yo ser hallado digno de tal ofrenda?
Cuando damos un regalo a alguien esperamos que nos lo acepte. Si no nos lo acepta nos sentimos ofendidos. Algo parecido sintió el P. Christian. Él había entregado su vida de verdad. Lo hizo en su profesión monástica. Lo hizo en el segundo sí que hay que dar en la vida madura, cuando la prueba llama a nuestra puerta y pone a prueba nuestra perseverancia. Era un sí auténtico, no dicho con la boca pequeña, en la esperanza de que no se nos tome en cuenta y no nos exijan demasiado. Era el sí del que ama verdaderamente a la persona a la que se ofrece el regalo, en este caso a Dios al que se entrega la propia vida. Un Dios encarnado en el pueblo argelino. Una vida que iba afectar a su misma realidad física. Y una ofrenda tan sincera que anhelaba ser aceptada. La ofrenda de la propia vida unida a la de otros, como un buen cenobita: Que sepan asociar esta muerte a tantas otras tan violentas y abandonadas en la indiferencia del anonimato. Mi vida no tiene más valor que otra vida. Tampoco tiene menos.
Cuando hacemos un regalo expresamos nuestra entrega personal. Más importante que el regalo mismo es la relación que hay entre las dos personas implicadas. Los regalos institucionales se hacen entre dos personalidades sin verdaderos lazos afectivos, por lo que se pone especial interés en el valor del regalo como gesto de cortesía. Cuando existe amor entre dos personas el valor físico del regalo deja de tener tanta importancia, prevaleciendo su dimensión emocional y afectiva. Un niño puede regalar a sus padres cualquier cosa que éstos la recibirán con agrado, aunque sea defectuosa, pues verán al hijo que les da algo, sin recordar siquiera lo que les da. Algo parecido nos sucede a nosotros con Dios. Él no necesita nada de nosotros, pues todo le pertenece. Todo menos lo que nos ha dado a nosotros, nuestra libertad, nuestra decisión libre de aceptarle o rechazarle. Quizá nos hayamos ensuciado mucho en el camino. Quizá nos hayamos deteriorado por nuestras malas acciones. Pero aunque seamos un juguete roto, siempre tenemos la posibilidad de entregarlo, pues el Padre no mirará la integridad del juguete, sino el amor del que ha sido capaz de entregárselo con la confianza de sentirse hijo. Es lo que nos viene a decir también el P. Christian: En todo caso, (mi vida) no tiene la inocencia de la infancia. He vivido bastante como para saberme cómplice del mal que parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo, inclusive del que podría golpearme ciegamente.
Quien se sabe pecador no se atreve a condenar a los demás. Quien ha perdido la inocencia, ¿cómo se va a atrever a juzgar al que carece de ella? No nos engañemos. Hay que ser muy conscientes de lo que somos para poder valorar correctamente lo que nos rodea. Podemos identificar el defecto para corregirlo, pero nunca podremos juzgar y condenar cuando nosotros mismos somos reos de la misma culpa. El pecado de los demás no es muy diferente del nuestro. Más todavía, todos participamos del mismo pecado por el que debemos pedir perdón. Nos sigue diciendo el P. Christian: Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir el perdón de Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiera herido.
Esa es la característica del verdadero martirio: morir desde la fe y por la fe, y hacerlo perdonando de corazón a quien lo agrede. Un perdón que justifica, como hizo Jesús en la cruz: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen. Un perdón que desea cargar incluso con la culpa del culpable para quitarle la condena. ¡Qué lejos se encuentra esto de la sabiduría de este mundo! Y es tal la sinceridad que expresa el P. Christian que siente una gran zozobra sólo de pensar que la muerte que le podría granjear la gracia del martirio iba a ser a costa de que el pueblo que amaba fuera denostado: Yo no podría desear una muerte semejante. Me parece importante proclamarlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme que este pueblo al que yo amo sea acusado, sin distinción, de mi asesinato. Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la “gracia del martirio” debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si él dice actuar en fidelidad a lo que él cree ser el Islam.
Navegar supone dejar la tierra firme que nos da seguridad. El movimiento de las aguas, cuando se levanta el temporal, nos produce miedo e inseguridad. Es entonces cuando tratamos de echar el ancla aun con el riesgo de que se rompa el barco o intentamos quedarnos varados en tierra firme. En el ámbito religioso eso sucede cuando el miedo y la inseguridad buscan la seguridad del radicalismo, un integrismo que no dudará en matar a su semejante para sentirse más seguro, haciéndolo en nombre de Dios para tranquilizar su conciencia. Eso sucedía cuando mataron a nuestros hermanos de Tibhirine. Vivían en un contexto de radicalismo religioso azuzado por la corrupción política. Un radicalismo extremista que se alejaba de la bondad del Islam, como lo manifestaba el P. Christian: Conozco el desprecio con que se ha podido rodear a los argelinos tomados globalmente. Conozco también las caricaturas del Islam fomentadas por un cierto islamismo. Es demasiado fácil creerse con la conciencia tranquila identificando este camino religioso con los integrismos de sus extremistas.
Christian, tenía una percepción diferente porque había tenido relación con el mundo musulmán ya desde niño. Él, que era de familia de militares, estuvo en Argelia durante 27 meses de servicio militar en plena Guerra de la Independencia, en la que un amigo musulmán le salva la vida y muere por ello, lo que le marcó fuertemente. Su amor al mundo musulmán le llevó a implicarse en el diálogo interreligioso y a estudiar árabe e islamología. Este dato es relevante para comprender su apertura al mundo musulmán. Sólo amamos lo que conocemos y nos atemoriza lo desconocido. Cuando nos acercamos al otro desde la vida, desde la relación interpersonal, desde el conocimiento mutuo y la convivencia, valoramos lo que es en sí mismo, lo acogemos con sencillez y podemos entrar en una fructífera relación donde cada uno aporta lo que tiene, enriqueciendo al otro y valorando lo que cada uno es. Esto no sucede cuando falta esa primera relación libre de prejuicios. Cuando nos formamos una idea del otro por lo que oímos, por lo que la gente opina, atribuyéndole incluso las cosas malas que pudieran haber hecho algunos de su familia y resaltando las diferencias culturales con los de mi familia, nos llenamos de prejuicios y miedos que distorsionan gravemente la relación antes incluso de comenzar a tenerla. Cuando percibimos al otro desde una relación humana sin prejuicios, desde la vida y la convivencia, todo cambia. Así lo expresaba el prior de Tibhirine: Argelia y el Islam, para mí son otra cosa, es un cuerpo y un alma. Lo he proclamado bastante, creo, conociendo bien todo lo que de ellos he recibido, encontrando muy a menudo en ellos el hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primerísima Iglesia, precisamente en Argelia y, ya desde entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes.
Esto que nos dice el P. Christian puede impresionar o escandalizar al que haga de su religión un arcón cerrado de verdades absolutas y auténticas que le impide sentir ninguna necesidad de abrirse a otras tradiciones religiosas. Quien se sabe en la verdad y que es poseedor de la verdad única y absoluta, ¿por qué se va a abrir a otras tradiciones religiosas que no le pueden aportar más que lo que cree tener? Y, sin embargo, Christian descubre en Argelia y el Islam el hilo conductor del Evangelio que aprendió de su madre cuando era niño en Argelia. Encontrar ese lazo de unión profunda, de comunión en la fe de Dios, es lo que le abrió todavía más a una relación sincera y profunda con el Islam y sus creyentes.
Dios es más que nuestras verdades y creencias. Dios fue antes que nuestras verdades y creencias, las cuales no son más que un intento de encerrar la infinitud de Dios en los estrechos márgenes de nuestro edificio mental para tenerlo todo bajo nuestro control. La revelación de Dios se esparce por todo el mundo y se ha manifestado a lo largo de toda la historia desde los orígenes de la humanidad. Quien limita su experiencia de Dios a la comprensión de la verdad expresada según sus categorías no necesita de los demás y puede despreciarlos junto con sus creencias. Pero el verdadero orante, el místico, se acerca a Dios en su realidad más pura, esa que alcanza a todo ser humano, imagen de Dios y capacidad de Dios, sea de la cultura que sea o de la tradición religiosa que sea. Esto no es devaluar lo que se ha recibido, sino encontrar el punto de relación con el otro en el centro de la rueda, donde todos nos encontramos, y no en su periferia, donde todos nos alejamos. Es entonces cuando somos capaces de identificar la presencia del mismo Dios al que yo amo en la persona de todos mis semejantes.
Pero, bien sabemos, abundan más los que necesitan la seguridad de las doctrinas, los razonamientos lógicos, el no ser ingenuo en este mundo anteponiendo la cuenta de resultados contante y sonante, incluso garantizándose el cielo con el esfuerzo de sus buenas obras. De ahí que el que tiene una mirada contemplativa, el que se ha dejado invadir por el mismo Dios, resulte a los ojos de los demás un iluso que fracasará seguro, del que otros se aprovecharán. Es lo que también anticipaba el P. Christian en su testamento: Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista: “¡Que diga ahora lo que piensa de esto!”. Pero estos tienen que saber que por fin será liberada mi más punzante curiosidad. Entonces podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con El a Sus hijos del Islam tal como El los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, frutos de Su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre, el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias.
Es en la muerte donde el P. Christian sabe que encontrará la plenitud de la luz, el amor y la verdad. Porque sabe que solo en Dios podrá ver como Dios ve, descubriendo en Él lo mucho que Dios ama a todos sus hijos del Islam, por los que también envió a su Hijo, cuya Pasión también los beneficia y cuyo Espíritu también los invade. Si esto era así, si intuía esa realidad, ¿cómo no se iba a dar en él ese amor a sus hermanos musulmanes, aun reconociendo las diferencias?
El verdadero creyente es el contemplativo que sabe ver así las cosas. No bastan los ritos litúrgicos por muy bien que se realicen. No bastan nuestras buenas obras por muy bien que las llevemos a cabo. No bastan las técnicas de meditación vacías de Dios. El místico hace todo eso, pero lo hace con alma, desde Dios y en Dios. Nuestra relación y amor a nuestros semejantes nos revelan la autenticidad de nuestra mística. Como decía Orígenes al comentarnos el relato del trigo que se mantiene firme mientras la paja se la lleva el viento cuando es aventada con la horca: “Cuando tu alma ha sucumbido a la tentación, no es que la tentación te convierta en paja, sino que, siendo como eres paja, esto es, ligero e incrédulo, la tentación ha puesto al descubierto tu verdadero ser. Y al contrario…” (Hom. 26 sobre Ev. de San Lucas).
El P. Christian lleva hasta el extremo esa visión contemplativa de las cosas que permite dar la vida para alcanzarla en plenitud, reconociendo que nuestra propia vida no es nuestra, sino de todos, también de aquél que quizá nos la quite. Despojo radical solo comprensible en aquel que se ha descentrado completamente de sí para vivir en el centro de Dios, origen y cuna de todo y de todos. Así nos sigue diciendo: Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios que parece haberla querido enteramente para este GOZO, contra y a pesar de todo. En este GRACIAS en el que está todo dicho, de ahora en adelante, sobre mi vida, yo os incluyo, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto a mi madre y mi padre, mis hermanas y hermanos y los suyos, ¡el céntuplo concedido, como fue prometido!
Llegando al sumo de la entrega martirial cuando incluye a sus ejecutores con disculpa incluida: Y a ti también, amigo del último instante, que no habrás sabido lo que hacías. Sí, para ti también quiero este GRACIAS, y este “A-DIOS” en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido reencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío. ¡AMÉN! IM JALLAH!