EL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES
(RB 72-08)
La última máxima que da San Benito al hablar del buen celo que han de tener los hermanos es algo esencial que él desea que vivan los monjes: Que no antepongan absolutamente nada a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna. Es lo que nos recordaba también en el capítulo 4 al hablarnos de los instrumentos de las buenas obras: No anteponer nada al amor de Cristo. Si aquí nos pide no anteponer nada, en el capítulo 72 recalca “absolutamente nada”. ¿Por qué no anteponer nada a Cristo? Una de las fuentes de San Benito, San Cipriano en su comentario sobre el padrenuestro, nos lo dice: “No anteponer absolutamente nada a Cristo porque él tampoco antepuso nada a nosotros”. Una vez más vemos que todo se desarrolla en la dimensión del amor, no hay otras razones válidas. El amor no se puede pagar más que con amor.
La vida del monje es una experiencia de amor. El amor no es excluyente, pero tiene prioridades. Cuando se ama, uno se encuentra en situaciones donde debe optar, sacrificando algunas cosas en sí buenas para poder elegir lo que más se ama. Si Cristo no antepuso su condición divina apegándose a ella (cf. Filp 2), ni salvaguardó su propia vida el que podría rogar a su Padre, que pondría al punto a su disposición más de doce legiones de ángeles (cf. Mt 26, 53), es porque lo que más amaba era hacer la voluntad del Padre, que no era otra que rescatar al hombre caído. Y no es que Dios necesitara para ello un sacrificio cruento en la persona de su Hijo, sino que buscaba reconciliarnos con él y mostrar al hombre el camino de retorno a Dios por la obediencia. Es una invitación a que el hombre confíe en los designios divinos ofreciéndose a sí mismo sin contentarse con sus ofrendas, ya que del Señor son todas las “bestias del campo”. Él nos quiere a nosotros, nuestra adhesión y voluntad, más que nuestros sacrificios y ofrendas. No anteponer nada a Cristo es tener los mismos sentimientos de Cristo. Es entonces cuando comenzamos a experimentar ya aquí la resurrección que transforma la muerte en vida, dando sentido al dolor, a la adversidad, a la injusticia, a la opresión, a la muerte, a todas las realidades que nos acompañan inevitablemente en este mundo. Es el trabajo de purificación del corazón que anhela vivirlo todo de una manera pascual, en el ofrecimiento de sí mismo, descansando confiadamente en el Señor, sabiendo que aunque nos maten no nos podrán quitar la vida, pues somos nosotros quienes la damos libremente recuperándola en plenitud.
Una comunidad que busca no anteponer absolutamente nada al amor de Cristo es una comunidad que se olvida de sí misma, centrada únicamente en conocer el amor de Cristo para intentar vivir según él. ¿Es ese nuestro caso? ¿En qué se nota? Es posible que todavía nos quede una larga andadura para tener una visión más elevada, no tan de tejas abajo. Si conociéramos verdaderamente al Maestro el celo de Dios ardería en nosotros, seríamos más carismáticos, veríamos más en profundidad, estaríamos más deseosos de “estar” y vivir desde el Señor, aceptaríamos las contrariedades, las injurias y a los hermanos con mayor gozo y confianza.
San Benito concluye el capítulo, y propiamente la Regla, con la expresión de un deseo muy hermoso, tanto por el fondo como por la forma de expresarlo: Que él (Cristo) nos lleve a todos juntos a la vida eterna.
Cuando nos hablaba de la cuaresma como un camino espiritual doloroso que busca combatir el pecado en todas sus formas nos decía que la debíamos vivir con anhelo pascual. Ahora insiste en lo mismo con otras palabras. Muchas son las cosas que nos ha dicho en su Regla para cenobitas, ahora insiste en el deseo de que todos juntos gocemos de esa pascua del Señor.
Si el Señor es el centro y fin de nuestras vidas, si a él nos hemos consagrado todos nosotros, si es a él al que todos buscamos conocer, si desde él queremos vivir y es él quien guía nuestros pasos, es normal que deseemos vivir con él, pues dos que se aman anhelan estar juntos. La Regla es la manifestación del esfuerzo que deseamos hacer para responder al amor de Dios, pero al final bien sabemos que es el Señor, y sólo el Señor, quien que nos puede llevar a la meta. Si en el Prólogo se nos decía que la Regla es un camino para volver a Aquél del que nos habíamos apartado por la desobediencia, ahora se reconoce que si él mismo no nos lleva, nunca llegaremos.
Que nos lleve a todos juntos, en racimo, pues si nos hemos comprometido a formar un solo cuerpo en la comunidad por el voto de estabilidad, justo es que gocemos de esa comunión que hemos pretendido, pero de una forma plena, en la vida eterna, haciéndose realidad lo que confesamos: que para el cristiano la muerte propiamente dicha no existe, sino que se trata simplemente del paso a otro modo de existencia. Por eso es tan importante que cultivemos el buen “celo” que nos une y dejemos el mal “celo” que nos divide.
Se trata de la vida eterna, tan deseada por San Benito, no como una enajenación de la realidad presente, sino como una plenitud de lo que se vive en esperanza. Hay quien añora la vida futura porque es incapaz de encontrarle un sentido a la presente. No puede ser así entre nosotros. Añoramos la patria futura como una plenitud de aquello que ya aquí estamos viviendo, aunque de forma distinta, transformando lo mundano en prenda del Reino que Jesús nos ha venido a traer. Es el camino del monje que se deja purificar con el anhelo de la pascua.