EL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES
(RB 72-05)
La quinta máxima que nos pone San Benito dice así: Practiquen desinteresadamente el amor fraterno, o como dice otra traducción: Dense recíprocas señales de un amor fraternal y desinteresado. San Benito emplea la palabra caste, es decir casto, puro, desinteresado, gratuito, sin exigir nada a cambio.
Igual que en la máxima anterior, San Benito no se aparta de San Pablo que nos dice: Amaos de verdad unos a otros como hermanos y rivalizad en la estima mutua (Rm 12, 10). El amor de caridad es un amor desinteresado y no necesariamente sensible. Es el amor que viene de Dios y del que nosotros participamos. Dios es caridad, capaz de amarnos por nosotros mismos, sin pretender ningún interés de nosotros, aunque, como todo amor, desee ser correspondido para que ese amor suyo primero pueda dar fruto. Por eso nos dice también San Pablo: Sobre el amor fraterno no tenéis necesidad de que os diga nada por escrito, porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios a amaros los unos a los otros (1Tes 4, 9).
El amor al que nos invita San Benito es, pues, el amor fraterno, amor de hermanos. Un amor que, por lo demás, sólo Dios nos lo enseña, pues Dios es Padre, y únicamente en la medida en que tomamos conciencia de nuestra condición de hijos podemos vernos como hermanos y portarnos como tales.
Con frecuencia erramos al pretender un amor sensible que no siempre se da. El enamoramiento, la amistad, la “química” que puede surgir entre dos personas les llevará a un tipo de amor que les introduce en una amistad por “sintonía” que tendrá que ir creciendo y madurando con el tiempo. El amor al que nosotros estamos llamados tiene un origen diferente, aunque la meta pueda ser parecida. El amor fraterno en comunidad no brota por “sintonía” o afinidad alguna, aunque ésta se dé. El amor al que estamos llamados en la vida religiosa brota de la experiencia de Dios como Padre, un Padre que tiene más hijos, viendo así a los hermanos como hijos de mi propio Padre. Pero aun así, es un amor que debe ser purificado. Los hermanos de carne y sangre se quieren y experimentan una fuerza natural que les impulsa a defenderse, pero al mismo tiempo se ven competidores. ¡Cuántas veces vemos la aparición de los celos entre hermanos, compitiendo por el cariño de los padres! Esa rivalidad que experimentan por el amor de los padres se transforma en enfrentamientos frente a las cosas que el otro tiene. Y es que el amor de hermanos entra en crisis cuando dejamos que prevalezca el amor a uno mismo. Es lo que sucede cuando nos apropiamos todo aquello que se nos da para compartir (amor de los padres, bienes materiales, etc.), como temiendo que el uso que el otro pueda hacer de ello vaya a ir en detrimento mío.
Lo que caracteriza la hermandad es el compartir. El amor fraterno es, consiguientemente, un amor basado en el compartir, en dejar de decir “mío” para decir “nuestro”. En la perspectiva espiritual exige tener una experiencia de Dios como Padre nuestro, y no solamente mío. Es por ello que Jesús insiste en su oración sacerdotal en pedir al Padre que todos seamos uno. Sentirse uno con el otro y tener envidia del otro es imposible. Así como la mano no tiene envidia del pie, es imposible que dos que se saben hermanos de verdad tengan envidia. Cuando esto sucede es que no tenemos experiencia de la paternidad común de Dios. Entonces sí que podría venir Freud a decirnos que la imagen que tenemos de Dios es simplemente nuestro súper-yo. Un peligro real que debemos vigilar.
La igualdad que se proclama desde una perspectiva secular es una igualdad basada en la lucha de clases, en equilibrar a todos por el mismo nivel de renta. Sin duda que esto es deseable, pero movernos sólo en este nivel en la vida comunitaria es desconocer las raíces de la comunidad y no poder alcanzar nunca la verdadera comunión, pues la simple igualdad en el peso y la medida no trae consigo la unidad, sino que reafirma el individualismo, la lucha de cada uno por lo suyo. La igualdad basada en la comunión es otra cosa. Una familia está formada por distintos miembros, todos igualmente valiosos, aunque con características diferentes. Una madre quiere a todos sus hijos aunque no trate a todos idénticamente, pues se adapta a las necesidades de cada cual. En un equipo de futbol es tan valioso el delantero como el portero o el defensa, sintiéndose todos como un solo equipo que gana o pierde en conjunto. Pues así la diversidad en una comunidad no tiene por qué ser signo de división ni podemos caer en la tentación de fomentarla.
El abad que vive demasiado literalmente su “paternidad” y se olvida que él también es hermano, hijo de un mismo y único Padre, puede guiar con éxito su comunidad, pero no alcanzará a unirla en un verdadero amor fraterno. Los hermanos que, buscando imponer sus criterios, se olvidan del valor de la autoridad en el seno de la comunidad, tampoco trabajan por la unidad. Igual los que se empeñan en hacer distinciones entre sacerdotes y no sacerdotes, entre licenciados y no licenciados, entre ancianos y jóvenes, etc. La unidad fraterna no es igualdad que se pesa o se mide, sino amor de hermanos que se saben uno, por lo que no pueden envidiar a los demás por sus cualidades ni por las responsabilidades que están desempeñando, pues en realidad esas cualidades son mis cualidades vividas en el otro hermano, parte de un mismo cuerpo. Un ojo que ve con claridad facilita el andar de los pies que llevan el cuerpo. Es todo el cuerpo el que tiene buena vista y anda ligero.
Si hay un estímulo en Cristo y un aliento en el amor mutuo, si existe una solidaridad de espíritu y un cariño entrañable, hacedme feliz del todo y andad de acuerdo, teniendo un amor recíproco y un interés unánime por la unidad. En vez de obrar por egoísmo o presunción, cada cual considere humildemente que los otros son superiores (Filp 2, 1ss). Cuando falta un verdadero amor fraterno no es por las diferencias que se dan entre los hermanos, sino por la actitud con que se viven esas diferencias. Quien siente celos por las cualidades de otro y lo tacha de buscar singularizarse, es muy probable que esté movido por una autorreferencia que le impide ver al hermano como algo propio en su peculiaridad. Si a alguien se le da un puesto de responsabilidad o de mayor relevancia en la comunidad, que trabaje por desempeñarlo con humildad y sencillez al servicio de los demás, sabiendo que su ministerio le pertenece a los demás, sin apropiárselo ni hacer daño, pues de lo contrario la altanería le traicionará, llevándole a experimentar el rechazo de los demás. El que busca servir en humildad y acepta con sencillez la supuesta humillación, ese tal no caerá en la prepotencia y los hermanos no se sentirán molestos con él.