EL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES
(RB 72-02)
Para San Benito el buen celo es el ardor de la caridad. Pero esa expresión es lo suficientemente vaga como para que quede en un brindis al sol. Por eso concretiza más en qué consiste, dejándonos ocho máximas en formas de sentencias, diciéndonos dónde y cómo ejercitar ese ardor de la caridad, que si las vivimos serán el signo más claro de nuestro buen celo. De esas ocho sentencias, las cinco primeras se refieren al amor fraterno y sus diversas expresiones, mientras que las tres últimas están orientadas al amor a Dios, al abad y a Cristo. Nos dice: Practiquen, pues, los monjes este celo con el amor más ardiente; esto es,
- que “se anticipen a honrarse unos a otros”;
- que se soporten con la mayor paciencia sus debilidades, tanto físicas como morales;
- que se obedezcan a porfía unos a otros;
- que nadie busque lo que le parezca útil para sí, sino más bien lo que lo sea para los otros;
- que practiquen desinteresadamente la caridad fraterna;
- que teman a Dios con amor;
- que amen a su abad con afecto sincero y humilde;
- que no antepongan absolutamente nada a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna.
Por ser unas máximas tan breves e incisivas, conviene detenerse en cada una de ellas, pues nos vienen a resumir lo más importante de la vida benedictina como expresión de amor, una de las cimas a las que debe conducir el ejercitarse en la “escuela del servicio divino”.
Comienza con algo tan sencillo como las expresiones de honor de los unos para con los otros: que “se anticipen a honrarse unos a otros”, siguiendo el mandato paulino (cf. Rm 12, 10). La vida de oración nunca puede ser una excusa para vivir ajenos a los que nos rodean. Al contrario, cuanto mayor es la experiencia de Dios tanto mayor es la humanidad manifestada con los que convivimos. Quien piense lo contrario quizá se esté buscando a sí mismo y no a Dios. San Benito lo sabe bien y por eso nos presenta un camino contemplativo lleno de humanidad. Si es importante preservar nuestro silencio interior y exterior, esto no está reñido con las muestras de afecto y honor, que no sólo ayudan a mejorar las relaciones comunitarias, sino que expresan lo que son los hermanos para nosotros, cómo los valoramos.
En la sociedad se pueden dar muestras de honor por múltiples motivos:
– por servilismo, por temor u obligación o para obtener algo del otro;
– por una actitud ceremoniosa o ritual, con signos de cortesía meramente formales;
– por reverencia, reconociendo sanamente la superioridad del otro, al que se admira;
– por amor, expresando así el aprecio que se tiene a la otra persona, el valor que se le reconoce y lo que supone para mí, sin actitud servil.
Las muestras de honor que San Benito quiere que tengamos los unos con los otros están en la línea del amor y de la experiencia de Dios. Cuando se ama al otro, se le valora y se le respeta, y además se le manifiesta dicho amor. La experiencia de Dios hace que brote de forma natural el respeto a los demás, viendo en ellos su presencia. Si el respeto a los demás brilla por su ausencia, debemos preguntarnos desde dónde vivimos. El respeto al otro supone un reconocimiento externo y unas actitudes en la vida, tratando de evitar aquello que molesta a los hermanos: ruidos que impiden el sueño o distraen de la oración, no reírse de los errores ajenos ni divulgar sus defectos y sí reconocer sus virtudes, compartir las tareas sin dejar la carga a los demás, participar con prontitud y entrega en los trabajos comunes, etc.
Es verdad que en ocasiones estamos molestos porque los demás no son sensibles a esas muestras de respeto y honor. Eso nos deja tristes y con cierto resentimiento. Quizá nos lleva a tener una visión negativa de los hermanos y publicarla. Y nos conduce por un camino peligroso en el que tan molestos estamos que nos olvidamos de nuestra propia obligación de respetar y honrar a los demás, sin estar descargando sobre ellos nuestro resentimiento y malestar. Lo que hay que decir, se dice en su momento. El resto del tiempo se vive con la alegría de un corazón benevolente y paciente.
Es cierto que depende mucho de la forma de ser de cada uno la manera de manifestar ese honor y respeto, pero, en cualquier caso, todos debemos estar dispuestos a aprender, pues el que ama se adapta al otro. No podemos limitarnos a tratar a los demás como quisiéramos que ellos nos traten, que ya es mucho, sino que el amor es sensible a la forma de ser del hermano, a sus necesidades peculiares, buscando tratarle como a él le gustaría. Cada uno necesita unas determinadas formas de reconocimiento. No podemos tratar igual a un anciano que a un chaval, pues cada uno necesita una muestra de respeto diferente. El que ama debe saber adaptarse a esa diversidad. Para saber si estamos dando las muestras de honor y respeto apropiadas, basta con que nos remitamos a los resultados, al efecto que producen en el que las recibe.
También debemos estar atentos, pues las muestras de cariño y honor podrían ser interesadas. Eso sucede cuando buscamos sacar un beneficio propio, intentando caer bien o hacerle sentir bien al otro para que tal sentimiento retorne en mi favor. Cuando miramos el bien del otro, entonces nos adaptamos a él, somos sobrios en nuestras muestras de cariño y honor y, al mismo tiempo, no dejamos de darlas por el qué dirán.
La máxima del honor mutuo que propone San Benito es el mandato de San Pablo en la carta a los Romanos cuando nos habla sobre cómo concretizar el amor. El texto dice: vuestra caridad sea sin fingimiento… amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros. Otras traducciones dicen: “teniéndoos mutuas deferencias” o “rivalizando en la estima mutua” o “daos preferencia mutuamente”. En este contexto, dar muestras de honor y preferencia a los hermanos, es reconocer en ellos la presencia de Cristo, nuestro Maestro y Señor, al que veneramos. Esto sólo puede descubrirlo el verdaderamente contemplativo que sabe ver más allá, pues ¿cómo ver eso en un hermano pecador e inobservante? Nuestras muestras de honor deben sobrepasar el nivel meramente social para tener una dimensión teologal. Es entonces cuando no sólo se dan las muestras de cortesía, sino que además se hace de una forma libre, sin pretender nada y sin hacer daño.
Las muestras de honor mutuas no sólo favorecen las relaciones fraternas, sino que además tienen una cualidad: confortan al hermano haciéndole crecer en la propia autoestima que le va a ayudar en su camino. Y es que el amor siempre es ingenioso, sabe hacerse todo para todos y fecundar toda tierra por mala que parezca. Y no se trata de hacer grandes esfuerzos, sino que brota de forma natural cuando el amor existe. El amor es por esencia humilde, y si falta la humildad se transforma en prepotencia. Cuando hay humildad, no resulta difícil dar muestras de honor a los hermanos sin afectación. Cuando hay amor resulta imposible no dar muestras de honor a los hermanos, interesándonos por ellos. Ya al comienzo de la Biblia oímos esa pregunta incisiva de Dios a Caín: “¿qué has hecho con tu hermano?” Y de nada valió la excusa de “¿acaso soy yo guardián de mi hermano?”.
¿Qué hacemos con nuestros hermanos?, podemos preguntarnos nosotros. ¿Qué lugar ocupan en nuestra relación con Dios? ¿Somos para ellos motivo de crecimiento o de escándalo? El vivir tan juntos nos puede despistar.
Hay también otro aspecto que no podemos olvidar. Todos necesitamos dar cariño y recibirlo. Obviar esto es abocarse a que termine manifestándose indebidamente. Si hemos optado por un camino monástico, dejando otros donde poder expresar nuestro amor con una mujer y unos hijos, no por ello renunciamos a dar cauce a toda esa carga afectiva que llevamos, aunque sea de una manera acorde a nuestra condición. Por eso es también importante que demos y recibamos unas muestras de afecto naturales, sanas, espontáneas y comedidas al mismo tiempo, pues quien tiene su amor centrado en Cristo da libremente, no mendigando, y por ello ayuda a crecer sin aniñar.