EL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES
(RB 72-01)
El capítulo 72 es el más alabado de la RB. Se le ha llamado de todo, especialmente “testamento espiritual de San Benito”. Con razón lo escribe al final de la Regla, como el último consejo que da un padre en su ancianidad después de haber hecho él el camino, cuando los años hacen que uno vuelva a lo esencial. Si el Señor Jesús resume los mandamientos de Dios en uno solo: el amor, ¿qué no va a hacer San Benito? Toda su Regla no es más que una ayuda necesaria para iniciar un camino espiritual y poder vivir en común. Pero aquél que se deja conducir por el Espíritu, ya no necesita nada, pues vive en el amor y desde el amor, y el amor nunca puede hacer daño, aunque pueda molestar. Ese es el testamento que San Benito nos lega, aquello que ha aprendido en la escuela del servicio divino, aquello que vio condensado en un rayo de luz cuando miraba por la ventana (Diálogos), porque el amor tiene esa capacidad de ir más allá, de alcanzar el todo en lo más pequeño y trivial de la vida monástica. Quien se ha dejado hacer y despojar, ya nada ansía, ya nada teme, ya nada busca, simplemente vive cada instante con la plenitud del amor que intuye en sí mismo y en los hermanos. Es entonces cuando el lema benedictino: PAZ, se hace realidad. Paz que nadie nos puede quitar aunque nos provoquen o nos pongan nerviosos.
Comienza hablándonos San Benito del “celo” como una fuerza misteriosa que nos empuja a caminar por senderos que nos llevan a la vida o a la muerte: Así como hay un celo amargo, malo, que aleja de Dios y conduce al infierno, hay también un celo bueno, que aleja de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna.
El diccionario afirma que el término latino zelus– que es el que emplea San Benito- viene del griego zelos, que, a su vez, deriva de una raíz que significa “estar caliente”, “estar en ebullición”. Para Colombás el “celo” es una pasión indeterminada, que puede proceder de diversos sentimientos, que van desde la ira, la envidia, etc., hasta el amor fraterno. Buscando una versión menos gastada y “devota”, se ha propuesto traducir zelus por “ardor” o “violencia”… Si el móvil que inspira semejante “violencia” es positivo, será buena; si es negativo, será mala”.
El celo es algo que brota de lo profundo de nosotros. No es algo que buscamos voluntariosamente, sino que surge con fuerza y debemos encauzar. Decimos que los animales están en “celo” cuando el impulso sexual les surge con toda su fuerza, siendo éste el impulso vital más fuerte, y sin el cual probablemente no habría procreación y se extinguirían las especies. Igual sucede en los otros aspectos cuando falta ese celo o se orienta a la muerte… En sentido positivo el celo también se define como: “Impulso íntimo que promueve las buenas obras. Amor extremado y eficaz a la gloria de Dios y al bien de las almas”.
San Benito, conocedor del corazón humano, no quiere engañarnos y nos avisa que además de haber un celo bueno, hay otro malo, que el primero lleva a la vida y el segundo a la muerte, y que debemos elegir entre ambos, pues son opuestos y ambos los podemos encontrar dentro de los muros del monasterio y en nosotros mismos. Según sea nuestro celo así viviremos y así serán nuestras relaciones comunitarias. No basta con esforzarse en hacer esto o lo otro, en evitar esto o aquello. Las iniciativas pueden ayudar, así como corregir nuestros fallos embellece nuestra jornada, pero lo más importante es avivar el buen celo dentro de cada uno y en el seno de la comunidad, pues es lo único que nos llevará a vivir desde el amor de Dios en cada momento, un amor que trabaja por la unidad y se aleja de todo lo que provoca división y enfrentamiento.
En el Evangelio tenemos un pasaje en el cual parece que el Señor se deja llevar por la ira, pues le vemos muy enojado y combativo. Pero la ira sólo es mala cuando brota del amor propio, no cuando se enfrenta al mal. Por eso el evangelista aclara la actitud de Jesús con la frase del salmo: El celo de tu Casa me devora. Ante la injusticia de los que convierten el Templo en un mercado, brota del corazón de Jesús el celo de Dios. No tiene que pararse a razonar, es algo que surge con fuerza, intuyendo que ahí se está pisoteando lo que es más sagrado para él: su Padre. El corazón se calienta porque el celo es apego a algo o a alguien que se ama con locura, en este caso es apego a la persona de su Padre. Cuando ese celo bueno y ardiente habita en alguien es un faro de luz para los que le rodean, sintiéndose interpelados. Un celo de Dios que haría mucho bien a la Iglesia (y a nuestra Orden) en este tiempo. Un celo que ayudaría a prender fuego en el alma del mundo sin llevar a nadie a la hoguera.
¿Qué celo es el que nos mueve a nosotros? ¿Qué brota espontáneamente en nuestro interior? Hay un celo malo que aparta de Dios y nos conduce a la muerte. Hay un celo bueno capaz de dar vida. Cuando el celo, el ardor, desaparece en una comunidad, la comunidad muere. Es cierto que somos muy imperfectos, que nos amamos demasiado egoístamente, y por ello nuestro celo tiene sus luces y sombras, es confuso, pensamos que está movido por el amor a Dios y quizás no sea tanto. Pero es preferible que nos equivoquemos a que apaguemos el fuego que brota dentro de nosotros. Al final, cuando hay deseo de Dios, el fruto aparece. Quizá se pueda pensar que con los años se va perdiendo ese celo ardoroso, pero no tiene por qué ser así. Lo único que disminuye es la fogosidad, orientando nuestros deseos más profundos hacia lo esencial, sin quedarnos en un victimismos superficial, donde creemos dar nuestra vida por bobadas, o batallando por cuestiones sin verdadera importancia.
Llama la atención cómo el mal celo parece que surge de forma natural por estar muy centrado en nosotros mismos, mientras que el buen celo no parece brotar tan fácilmente. Pero en realidad eso no es así, simplemente cosechamos lo que sembramos. El buen celo brota en aquél que se recrea en las cosas de Dios de una forma natural. Pero estamos divididos y nuestro celo no siempre es bueno. Es por eso que la vida fraterna es el lugar ideal para consolidar ese buen celo sin quedarnos en simples buenos deseos. Nos ayuda a reorientar el celo egoísta que todos llevamos al buen celo según Dios. Y cuando el celo de Dios se transforma en celo por los hermanos, entonces las relaciones fraternas cambian radicalmente, pues habrá llegado el tiempo en que estemos más preocupados por el bien de los demás, atentos a sus necesidades, incluso brotando ese ardor interior que sintió Jesús en el Templo, cuando el templo vivo de los hermanos sufre o es ultrajado.