LA OBEDIENCIA MUTUA
(RB 71-04)
Como la obediencia que Dios quiere es algo que debe brotar del corazón –no de la emoción o el sentimiento-, se aprende más fácilmente por el camino del ejemplo que por el de la doctrina. El monacato antiguo surgió con la vida anacorética. En ella el discípulo vivía con el maestro. El maestro no le daba una doctrina, sino que le acompañaba en su camino. Era la relación vital entre maestro y discípulo lo que iba liberando y formando a éste. Era una relación tan profunda que el discípulo siempre debía obedecer, aún en cosas estúpidas. Ambos podían saber que se trataba de algo estúpido (regar un palo seco, etc.), pero eso no importaba, lo verdaderamente interesante era formar la voluntad del discípulo liberándose de su propio yo para adentrarse, ya libre, en otras realidades. El maestro no buscaba tanto la eficacia cuanto el crecimiento del discípulo. Compartía con él el camino que él mismo había hecho.
San Benito en su Regla viene a hacer lo mismo. Ya no se trata de un discípulo, sino de una comunidad. Por eso la palabra se pone por escrito. Hay cosas que no son fácilmente entendibles, pero que el anciano que las ha vivido las transmite. Como él no aspira a tener muchos seguidores, sino a transmitir vida, propone el camino que le ha llevado a la liberación, no el que le pudiera gustar a muchos para abrazar un atractivo y cómodo modo de vida.
Es en esa línea de paternidad espiritual de los ancianos del desierto en la que se mueve San Benito cuando nos indica qué actitud tomar cuando es el abad o uno de nuestros mayores los que se sienten mal por nuestro proceder. La relación entre los hermanos debe estar presidida por la caridad hasta el extremo, pero la relación con el superior tiene además una dimensión paterno-filial. Una paternidad espiritual que no es paternalismo ni “dirección espiritual”. Ésta pudiera ser muy directiva. El paternalismo, por su parte, se sustenta en una visión infantil del interlocutor, tratándolo como a un niño.
La paternidad, sin embargo, es la relación de un padre con su hijo, al que busca hacer crecer. Y sólo se crece desde dentro. Hacer crecer a uno desde fuera es estirarle, siendo más fácil que se rompa a que aumente de tamaño. La paternidad, lejos de forzar, busca suscitar, despertar el deseo. Comparte una experiencia para que brote dentro del discípulo dócil y atento la fuerza interior que necesita. Por ello mismo la relación con el anciano debe cuidarse de una manera muy especial. Pudiéramos pensar que el anciano ya debería estar suficientemente maduro para no sentir ofensa alguna, pero eso, además de no ser realista, puede ser una buena excusa para no dar el brazo a torcer. El anciano no es imperturbable, y puede sentir tristeza por el mal que se ha hecho. Seguramente que si tiene profundidad espiritual todo eso lo sabrá llevar. Pero el hermano que ha ofendido y no está pronto a restañar el daño causado, incluso involuntariamente, daña un lazo espiritual en la paternidad que necesita para su propio desarrollo. San Benito pone más insistencia en la actitud del que ofende y sabe restañar la herida por la humildad, que en el ofendido. Es por ello que no le importa la razón, aunque sea algo muy pequeño. Lo importante es si advertimos el daño causado, incluso aunque no se nos diga. Como de lo que se trata es de hacer un camino espiritual, todo aquello de lo que nos damos cuenta adquiere una importancia mucho mayor que las cosas que hacemos porque se nos dice o se nos manda.
En este campo, ciertamente, a veces también nos tenemos que decir las cosas, pues algunos no tienen mucha sensibilidad. La relación que tengamos con nosotros mismos y el respeto que mostremos hacia las cosas, por poco valor que tengan, va a repercutir en la exquisitez de trato con los hermanos.
Aunque San Benito mantenga en el tema de la obediencia una estructura clara basada en la autoridad y la antigüedad para evitar confusiones que perturben la paz, es evidente que en el fondo está llamando a una obediencia mutua. Igualmente podemos decir a la hora de satisfacer el enojo de los hermanos. Es normal que viviendo juntos nos hagamos daño, por muy exquisitos que seamos en el trato. Pero lo que no es normal es que no procuremos vivir según el evangelio del perdón. San Benito no soporta la soberbia. Si decimos en el salmo que Dios resiste a los soberbios, San Benito se expresa del mismo modo. Cuando uno no está dispuesto a calmar el enojo del hermano, incluso aunque no haya habido malicia, es que se cierra en sí mismo y no está dispuesto a crear comunidad ni a crecer interiormente liberándose de su propio ego. Esto va creando actitudes negativas que nos distancian más y más. Al final se enquistan de tal manera en la memoria, que el odio o el rechazo hacia ciertos hermanos se mantiene durante años y años, sin curación posible. Si nos acostumbramos a atajar esos recelos que surgen, con frecuencia subjetivos e inconsistentes a causa de los sentimientos, entonces evitaremos que se produzcan rechazos duraderos. Y no necesitamos atajarlos con postraciones llamativas, sino basta con cultivar la sensibilidad y quizá la pizca de gracia necesaria para enfriar los ánimos. Y si esto no surge, siempre queda el perdón explícito.
Cultivemos el respeto mutuo, el afán por no juzgar y el empeño por restablecer las relaciones fraternas antes que se tensen y enfríen. No se trata de saber quién lleva razón, sino de amar más, sin caer en la tentación de armarnos de razones para no amar de corazón. San Benito es muy claro al respecto. No pide nos perdamos en disquisiciones, sino que actuemos con humildad y amor. Y si pensamos que el otro se puede aprovechar de nuestra buena voluntad, no olvidemos que Dios mismo la tiene con nosotros y nos da su gracia aun sabiendo que muchas veces la ensuciamos.
Los seguidores de Jesús no podemos sino vivir como nos dice el Maestro, si es que verdaderamente queremos ser sus discípulos. Ninguna excusa puede justificar el no hacerlo.