LA OBEDIENCIA MUTUA
(RB 71-03)
La obediencia debe ser con caridad y solicitud, nos dice San Benito. He aquí otro aspecto que embellece la obediencia monástica. No sirve sólo para preservar el orden. No es sólo un medio ascético que nos purifica el corazón. No se trata solamente de un camino obligado para llegar a Dios. La obediencia debe brotar del amor de caridad. Algo que sale del corazón por el respeto y el amor que se tiene al hermano. Se dice que obedecer es amar cuando es una obediencia madura y libre. Quien ama obedece al que ama porque desea su bien, porque sabe escucharle, porque quiere mantener sólidos los lazos de unidad. El amor que tiene por él le permite gozar dejando que le preceda. Ninguna madre o padre se siente menos al ver que su hijo le supera en cualidades y fama. Todo lo contrario, se sienten orgullosos de él. Igual sucede en un matrimonio unido. Y no digamos cómo presumen los hijos de sus padres.
Pero la relación entre nosotros carece de lazos consanguíneos o de pareja, por eso deben asentarse en otro tipo de amor, el amor al que nos invita Jesús, el amor fraterno de un corazón que acoge y mira desde Dios. Ese amor célibe que algunos llaman amor en “modo cuidado”, atento a todos, especialmente a los que más lo necesitan, para acompañarlos con respeto y cuidado en la vida y en el seguimiento de Jesús. Es entonces cuando traslucimos la presencia de Dios en nosotros habiendo sometido nuestro ego, cuando empezamos a mirar a los hermanos de otra manera y descubrimos que la obediencia no nos humilla, que incluso gozamos al cederle el primer puesto. Y si algo nos apena no será el no habernos impuesto, sino el que, quizá, el hermano haya buscado el primer puesto movido por los criterios mundanos, lo que lo envilece. Esto sucede cuando constatamos que no nos dolemos por nosotros, sino por él, y buscamos no imponer nuestros criterios, sino ver cómo “seducirlo”, atraerlo para Dios.
Y no basta con la caridad. Se necesita la solicitud, el empeño, nos dice San Benito. Los sentimientos brotan espontáneamente, mientras que el amor evangélico se construye con fatiga. Es necesario desearlo y trabajar por ello. Es ilusorio pensar que la obediencia mutua brota de forma natural, y más ilusorio todavía esperar que así suceda. Ciertamente que el tiempo vivido en una comunidad nos va puliendo y nos enseña cosas que no se aprenden en los libros. Pero también es cierto que si no nos lo proponemos, nuestra obediencia no pasará de ser de mala gana o porque no nos queda más remedio. Entonces sí que será triste, pues lejos de proporcionarnos la ancianidad, nos relega a una veteranía envejecida. Una comunidad que trabaja por la obediencia mutua sin desanimarse, cediéndose los primeros puestos los unos a los otros sin buscar imponerse, anteponiendo el bien de los demás al propio, es una comunidad donde se acrecienta la caridad y se palpa la presencia del Maestro, al delatarnos como buenos discípulos suyos. Eso sí, siempre que lo hagamos con buena cara, pues ceder el puesto al otro o aceptar su criterio con una cara avinagrada o haciéndose el mártir, no es más que dar una bofetada al hermano como si hubiéramos hecho algo bueno, es dar un regalo envenenado para el que lo da y para el que lo recibe.
¿Y qué hacer si alguno se niega a vivir desde la obediencia? San Benito quiere ante todo mover los corazones, pero tampoco le importa empujar a ello con la severidad, en la esperanza que lo carnal lleve a lo espiritual. Por eso dice que cuando uno sea reacio a obedecer se le castigue.
La Regla nos invita aún a una obediencia mayor, esa que tienen los que gozan de una más afinada sensibilidad espiritual y que desea para sus monjes. Se trata de la obediencia de corazón, la obediencia capaz de escuchar el corazón de los hermanos y no sólo su palabra, capaz de darse cuenta del estado de ánimo del hermano. Así nos dice qué hacer cuando uno de nuestros mayores tiene algo contra nosotros o cuando se nos reprende. Resulta verdaderamente incomprensible entender esto si no hemos asumido el camino de la humildad y la caridad. Sin estos valores evangélicos es imposible comprender lo que dice a continuación: Y si un hermano por algún motivo, por muy pequeño que sea, es corregido de un modo u otro por el abad o por cualquiera de sus mayores, o advierte que el ánimo de cualquier mayor está ligeramente irritado o disgustado, aunque sea levemente, contra él, al instante, sin demora, postrándose en tierra, permanecerá echado a sus pies dando satisfacción, hasta que con una palabra de bendición se calme aquel enojo. Si alguien se negare a hacerlo, le someterán a castigo corporal, o bien, si es contumaz, le expulsarán del monasterio.
Al escuchar esto intuimos un sabor evangélico y experimentamos al mismo tiempo un rechazo interior. Captamos la dimensión evangélica en el abajamiento de Jesús, quien dio su vida por nosotros, no sólo poniéndose el delantal para lavar los pies de los que eran sus propios discípulos, y por ello inferiores a él, sino que lo hizo con su propia vida, cargando con nuestra propia suciedad, transformándose en la misma agua que nos limpia. Es el mismo que nos invita a no resistir el mal y que se enfrentó al odio de los poderosos dejándose ultrajar, despojar de sus ropas y ser mostrado para escarnio de las masas. Pero experimentamos un gran rechazo interior cuando decimos: ¿y por qué me tengo que preocupar yo del malhumor que tenga el hermano?, allá él, ¡que madure! Además, insistimos, “seguro que será peor si le presto atención, pues sólo desea llamar la atención, y evitar su enfado no servirá más que para que siga con sus infantilismos”. Razones nunca nos van a faltar para evitar eso que nos aconseja San Benito si queremos ser verdaderos discípulos de Jesús. Pero es que además sería como renunciar a una victoria, pues bien sabemos que conseguir hacer enfadar al otro es un modo de victoria, de sentirnos por encima de él.
Todo esto nos viene porque quizá se nos ha olvidado el estado de aprendizaje en el que nos hemos querido embarcar, terminando por entender la vida monástica como una simple forma de vida y olvidándonos que es un fatigoso camino espiritual, lugar de paso hacia una meta, una transformación interior, un ir liberándonos del diminuto “yo” que nos domina para adentrarnos en la infinitud de nuestro yo profundo donde encontramos a Dios, ligeros ya de tantas ligaduras que nos tienen bien amarrados.
Decimos que el monasterio es una escuela, que queremos seguir al Señor y aprender de las disposiciones de San Benito. Pero en realidad sólo el que está dispuesto a obedecer de corazón es quien se sabe discípulo. Creer tener todas las cosas muy claras es una gran trampa, pues nos lleva a sentirnos maestros y a obedecer de buena gana sólo en aquello que coincide con nuestro parecer. Lo que tenemos que tener claro es que la obediencia pasa por todo lo que dice San Benito, que no hace sino invitarnos a seguir los pasos de Cristo. Sólo entonces nos adentramos en la paradoja de subir bajando, de estar seguros sin controlar la situación, de tener la maestría del discípulo o la sabiduría del que se hace ignorante. ¿Nos damos cuenta del poder evangelizador que tendría esta actitud vivida en comunidad?
El Tao tiene también una expresión que resulta paradójica: “Si quieres ser íntegro, sé parcial. Si quieres ser recto, tuércete. Si quieres estar lleno, vacíate”. Y es que el amor es capaz de conocer más allá de la razón. Quien ama no se queda en la reivindicación de sus derechos, en excusas o justificaciones, ni siquiera en la imposición de su verdad. El verdadero monje está más allá de lo que se aparenta. El verdadero monje se manifiesta en el respeto y la veneración por todos y cada uno de los hermanos. A San Benito le interesa más la respuesta de amor rápida y sincera que los discursos para evitarla. No le importa tanto quién lleva la razón cuanto la persona que se siente ofendida y es capaz de pedir perdón y perdonar.
Nuestros cálculos nos engañan y nos alejan de la verdad. Dejamos de hacer limosna pensando en el mal uso que el mendigo puede hacer de ella. Y nos olvidamos que Dios nos lo ha dado todo sin pensar en el mal uso que podríamos hacer de ello. Abrámonos a la sabiduría del amor y comprenderemos.