NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO
(RB 69)
Los capítulos que comentaremos a partir de ahora (69-71) tratan un tema de esencial importancia para los monjes que viven en comunidad. San Benito compendia aquí algunos aspectos de cómo deben ser las relaciones fraternas. Es consciente que la comunidad es algo hermoso, pero sabe muy bien que tener buenas relaciones fraternas supone un esfuerzo sincero y la muerte a uno mismo. No nos esconde las miserias que afloran en nuestros comportamientos, sino que las expresa para que sean corregidas y poder vivir en la verdad. La comunidad no es un paraíso idílico donde descansar. No lo es por muy idealizada que tengamos a una comunidad. Muchas veces hablamos más desde nuestros deseos de comunidad que desde la realidad concreta. Cizaña y trigo conviven juntos, como crecen juntos en cada uno de nosotros. Así lo quiso el Señor para mejorar lo bueno y evidenciar lo malo al final del camino. La vida es imperfecta y hay que abrazarla en su conjunto. También lo somos cada uno de nosotros y la comunidad.
Crear comunidad supone un reto y empeño por parte de todos. Si queremos crear comunidad debemos desearlo y trabajar por ello, al mismo tiempo que debemos saber qué es la comunidad cristiana que buscamos. Como ya he recordado en otras ocasiones, no podemos ver en ella a una familia de sangre, donde los lazos consanguíneos suscitan el afecto de forma natural. Tampoco se trata de una comunidad desencarnada que no necesite muestras de afecto. Ni se puede pretender que sea un grupo de amigos que necesitan cultivar unas relaciones de camaradería para que haya “buen ambiente”. Somos la comunidad de Jesús, comunidad espiritual y corporal, que no nos hemos elegido porque compartamos los mismos gustos o forma de ser, sino que nos han elegido para que formemos una unidad en el amor, unidos por y en el amor del Señor. Por eso, trabajar en crear comunidad, a mi entender, es trabajar en estar unidos al Señor, teniendo sus mismos sentimientos de amor en las relaciones de los unos con los otros y cultivando esas formas que a todos nos hacen más felices, exclamando lo del salmo: Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos.
Los tres capítulos de la RB que veremos nos hablan de la defensa, la corrección y la obediencia mutua entre los hermanos. San Benito ha experimentado cómo en la vida de comunidad hay cosas que ayudan, y otras que dificultan las relaciones fraternas, aunque parezcan buenas, pues hay caminos que parecen rectos y llevan a la perdición. Y tanto más fácilmente nos engañamos cuanto más nos dejamos llevar por los sentimientos. Así, si algo nos resulta agradable, lógico según mi lógica o acorde a mis necesidades, consideramos que debe realizarse, pues sin duda es lo que Dios me está pidiendo, mientras que si nos resulta antipático o nos contraría, buscamos la forma de quitarlo de en medio, para proteger así lo que consideramos se opone a los designios divinos… ¿Qué sucede cuando esa simpatía o antipatía se refiere a un hermano? De eso nos va a hablar San Benito en los capítulos 69 y 70.
El capítulo 69, en su gran brevedad, nos advierte sobre el fruto confuso de la simpatía: Debe evitarse que por ningún motivo se atreva un monje a defender a otro en el monasterio o a constituirse en una especie de protector del mismo, aun cuando les una cualquier parentesco de consanguinidad. En modo alguno se atrevan a ello los monjes, porque podrían convertirse en una ocasión de escándalo gravísimo. Si alguien infringe esta prohibición, será castigado muy severamente.
¿Por qué pensar que salir en defensa de otro pueda ser malo? Encima, San Benito insiste que no se ha de hacer “por ningún motivo”. ¿Y si se trata de defender a alguien que está padeciendo la injusticia? ¿Es que no se puede salir en defensa del pobre? Sin duda que siempre tendremos poderosas razones para justificar nuestra actuación, pero los sentimientos nos pueden desfigurar la realidad. Y no me refiero sólo a una dimensión espiritual, que sabe ver más allá y no se asusta enseguida ni reacciona con violencia ante lo que puede parecer injusto, pues quién sabe el efecto que está produciendo en la persona implicada. Sino que también, a nivel puramente humano, hay que reconocer que muchas actitudes nuestras están condicionadas por la estima o desprecio que nosotros podamos mostrar frente al “agredido” o al “agresor”. Por otro lado, el padre o el maestro que trata de evitar toda dificultad a su pupilo, le hace un flaco favor. Hay que aprender a gestionar las cosas agradables y las desagradables, las justicias y las injusticias, cuando nos ensalzan y cuando nos humillan. Es bueno enseñar a afrontar las dificultades, incluso las injusticias, sin tratar de evitar imprudentemente todo obstáculo a los demás. Esto se relaciona también con la autoridad que evita corregir por debilidad, para que nadie se entristezca ni se enfade. Hay que actuar con amor, pero también con lucidez y sin dejarse manipular afectivamente.
Sin duda que San Benito tuvo también en este tema alguna desagradable experiencia, pues, de lo contrario, no lo comentaría. San Pacomio alude a ese tipo de situación, pero San Benito lo pormenoriza como algo vivido. Así lo muestra su insistencia, la indicación de que a veces sucede eso porque la simpatía aumenta con la consanguinidad, el resultado final provocando graves escándalos o la corrección dura que ello merece para evitarlos.
No hay cosa más triste en una comunidad que romper la comunión. Cuando la división nace en el seno de una comunidad, el pecado aparece de inmediato y la destrucción se ve venir. La diferencia de opiniones no engendra división, sino riqueza. Las meteduras de pata, los enfados, una palabra fuera de lugar, etc., no dañan a la comunidad cuando va seguido del perdón. Pero cuando se crean “grupos de presión”, cuando dos se unen para combatir a otro u otros, cuando se defienden las posturas o a otros hermanos con altanería, entonces el peligro está llamando a la puerta. A veces al abad le puede resultar difícil manejar la situación cuando las cosas se ponen muy agresivas, por ello San Benito quiere evitarlo desde el principio ya que sus frutos nunca serán buenos. El abad es quien debe discernir las situaciones y ser reconocido por la comunidad como un don de Dios en favor de la unidad.
Sin llegar a casos extremos, es evidente que en todas las comunidades hay personas con un carácter defensor, mientras que otras son más agresivas y acusadoras. Algunas todo lo tienen que defender y otras todo lo tienen que juzgar. Es algo temperamental y quizá sicológico. El defender o juzgar nos hace sentir ciertas cosas y situarnos en un estatus determinado ante los demás, una imagen que nosotros deseamos tener y que, aún sin quererlo, manifestamos en nuestros juicios. Con ello a veces queremos reivindicar algo, “poner los puntos sobre las íes”, actuar como salvadores para que la comunidad evite los extremos o no se amodorre en actitudes que consideramos inapropiadas social o evangélicamente. Así somos. Pero eso, que en sí no tiene mayor importancia, sí puede ser causa de desasosiego comunitario cuando se realiza de una manera impropia.
Los que tienen un carácter protector, bien sea de otros hermanos, bien sea de unas ideas que consideran más justas, evangélicas o monásticas, pueden terminar siendo un poco cargantes. Por eso es bueno que intentemos examinarnos y ver un poco más allá. Quizá sería bueno aceptar con humildad que no lo sabemos todo, que nuestra forma de pensar o de juzgar no es siempre la más acertada. Es algo tan sencillo que nos ayudaría a crecer en humildad y distanciarnos de nuestro ego que se coloca por encima de los demás y nos obnubila la mente sin dejarnos ver con claridad la acción de Dios.