SI A UN HERMANO LE MANDAN COSAS IMPOSIBLES
(RB 68-02)
No cabe duda que siempre estamos influenciado por la época en que vivimos y los valores que reinan en ella. Eso sucede con temas como el de la obediencia y la forma cómo la valoramos en el conjunto de nuestra vida. Por eso es necesario conocer las influencias que experimentó la Regla para comprender mejor sus exigencias, unas influencias que siempre hemos de evaluar críticamente. Del mismo modo, el mensaje evangélico está llamado a influenciar en la sociedad de todos los tiempos para ofrecerle su riqueza intrínseca, aunque sus valores se interpreten inicialmente como contravalores de la época en que vivimos. Es lo que les sucede a los verdaderos profetas. Ya lo he indicado con el tema de la vida. Hoy se la considera un valor supremo, pero el evangelio nos propone otro mayor: el amor. Ahora bien, el amor está por encima de la vida sólo en un caso: cuando la vida es entregada libremente, por amor, y no cuando se nos arrebatada (asesinato) o nosotros mismos nos la quitamos (suicidio).
Esto mismo se puede aplicar a la obediencia. La obediencia es como la vida: nos la pueden quitar, nos la podemos quitar o la podemos dar. La obediencia es una forma de muerte a uno mismo, que constituye un valor cuando es algo que se da, pero es un contravalor cuando se coarta nuestra libertad de responder o simplemente no se nos da opción alguna de poder negarnos.
La vida nos la puede quitar la misma naturaleza o la maldad humana. Del mismo modo la obediencia puede ser simple fruto de incapacidad natural para responsabilizarse o del temor ante el castigo que trae la desobediencia. En estos casos se nos impone, que es como quitarnos la vida. Y la mejor forma de descubrir si actuamos así es ver cómo nos comportamos cuando se nos ha mandado algo y no somos vistos ni se llegará a saber cómo hemos respondido.
La vida la damos con dolor cuando hay amor. Del mismo modo la obediencia es un acto maduro cuando es libre, consciente, doloroso y amoroso, cuando deja de ser infantil para moverse por la confianza que da una sana infancia espiritual. Entonces lo que nos mueve no es tanto lo “razonable” del mandato cuanto el amor y la confianza como donación de uno mismo. Es por ello que San Benito manda obedecer finalmente “por caridad”, esto es, por amor, como oblación de sí mismo que justifica la misma muerte, pero que es incomprensible para el que no acoge la invitación evangélica de morir para vivir. También nosotros podemos preguntarnos cuáles son los criterios que utilizamos cuando nos vemos en momentos difíciles ante la obediencia.
Pero si el monje debe moverse por unos valores mayores que los meramente mundanos, también es cierto que el abad debe saber adaptarse a los hermanos para lograr que éstos sigan el camino de retorno al Señor por una obediencia alegre, sin que caigan en el desánimo por su poca prudencia. De ahí que nos recuerde su obligación de adaptarse a los temperamentos diversos de los hermanos. Por ello siempre es bueno que haya una sana relación entre el abad y los hermanos, donde ambos sepan ver la acción de Dios en la vida, sabiendo que todos debemos obediencia a un mismo Señor, al cual deberemos dar cuentas. De ahí que el concilio Vaticano II nos recuerde con acierto la importancia del diálogo entre los hermanos y el superior para poder discernir la voluntad de Dios.
San Benito quiere el diálogo, pero no la negociación. Se vuelven a enfrentar otra vez los criterios del mundo y los criterios de la fe. Si la obediencia no puede degenerar en tiranía, pues también el superior está sometido al mismo Dios a quien debe escuchar en todas sus decisiones, la obediencia tampoco se puede reducir a acuerdos negociados. Toda obediencia es un acto de fe y sumisión al Señor. El superior debe intentar descubrir qué es lo mejor para los hermanos después de escucharlos atentamente, aunque tenga que tomar decisiones que a él personalmente le contrarían o le rompen los esquemas que se había hecho previamente. Los hermanos, por su parte, deben acoger el mandato con docilidad madura, caritativa y creyente.
Sin duda que San Benito tuvo algunas experiencias dolorosas, por lo que manda que los hermanos expongan sus objeciones con sumisión y oportunamente, excluyendo toda altivez, resistencia u oposición, y, en otro lugar, prohíbe que nadie se enfrente con altanería a su abad ni dentro ni fuera del monasterio. Muchas veces he reflexionado sobre ello y veo el gran mal que puede producir a todos: al abad, al desanimarse en su misión, que a veces realiza con no poca negación de sí mismo; al hermano que se enfrenta con altanería, porque va perdiendo poco a poco la dinámica de fe necesaria para relacionarse con aquél que, según San Benito, hace las veces de Cristo en el monasterio; a la misma comunidad, al crearse un clima de vacío y cierta anarquía que le hace sufrir. Y si bien el distanciamiento del abad puede facilitar el respeto y temor a costa de otros valores, la cercanía posibilita una relación más humana, aún con riesgo para algunos de debilitar su mirada de fe al confundir la cercanía con la “camaradería”.
La fe que irradia la RB aparece continuamente: al final el monje obedezca por caridad, confiando en el auxilio de Dios. ¿Significa esto que con el auxilio de Dios se podrá llevar a cabo con éxito lo mandado que nos resulta imposible? ¿La obediencia confiada podrá hacer el milagro de sacar algo de donde no lo hay? De nuevo se nos pide anteponer otros valores a los mundanos de la eficacia. Pudiera darse que después de haber expuesto nuestras razones para no realizar un mandato del que estamos seguros nos va a salir mal porque no tenemos cualidades, después de haber obedecido con confianza, efectivamente, nos sale horrorosamente mal. Y, sin embargo, desde la fe, es entonces cuando se produce el milagro, especialmente si acogemos ese fracaso como un paso del Señor. Es decir, si todo acaba en enfados, recriminaciones, auto justificaciones, etc., será un fracaso completo, como el que está dispuesto a dar su vida en el martirio y cuando le han cortado las dos orejas sale corriendo: se queda sin dar la vida y sin las dos orejas. Pero si somos capaces de ver y acoger en silencio el paso del Señor, no sólo en el acto de obediencia, sino en el fracaso humano de la misma, entonces se produce el gran milagro que sólo Dios ve en ese momento, pero que uno mismo y los demás aprecian con el paso del tiempo, pues quien así se deja purificar el corazón se transforma en una persona pacífica, capaz de amar e irradiar amor, pues ha sometido a su propio ego.
Contemplando lo que nos dice la Regla, observamos cómo San Benito era profundamente humano y sobrenatural al mismo tiempo. Y quizá porque era verdaderamente humano era sobrenatural, y porque sabía ver las cosas de una forma sobrenatural era profundamente humano. Las realidades que a veces contraponemos están íntimamente relacionadas. Paradójicamente los éxitos humanos nos pueden emborronar el corazón de Dios y los fracasos dar la iluminación.