EL PREPÓSITO (o PRIOR) DEL MONASTERIO
(RB 65-01)
Una vez terminado el comentario al capítulo sobre el abad, ahora le toca el turno al prepósito o prior. El término prepósito ha variado en su uso, pues con frecuencia antiguamente se llamaba así al que estaba investido en autoridad, tanto fuese abad, prior o decano. Pero en la RB se refiere claramente al prior. San Benito dedica todo el capítulo 65 a hablar del prior, y uno no sabe si más valdría no haberle dedicado nada, pues parece que casi sólo ve pegas en la institución de tal cargo, algo completamente diferente a cuando habla del cillerero o “padre material del monasterio”. Éste es un valioso y eficaz colaborador del abad, su alter ego– para satisfacer las necesidades materiales de los monjes. Pero cuando se refiere al prior cambia de tono y se vuelve hasta duro. Es de suponer que debió tener una muy mala experiencia, pues de lo contrario no se comprende cómo habla así del que debería ser su mano derecha. Y no parece que le muevan los celos, sino la preocupación de la influencia negativa que pueda tener en la comunidad. Aunque también es cierto que al final del capítulo San Benito recuerda al abad que lleve mucho cuidado con no dejarse atrapar por la envidia o los celos, que él también es de carne mortal. Es bueno que nos situemos en el contexto de la Regla para poder comprender mejor lo que nos dice y constatar lo distante que está el tiempo de San Benito del nuestro, tanto en la forma de elegir al prior como en la forma de vivir el abad con respecto a la comunidad, o la estructura misma de la comunidad y su relación con el exterior.
Dice la Regla: Ocurre con bastante frecuencia que por el nombramiento del prior se originan graves escándalos en los monasterios; porque los hay que hinchados por el maligno espíritu de la soberbia y considerando que son unos segundos abades, arrogándose un poder tiránico, fomentan escándalos y provocan discordias en las comunidades, especialmente en aquellos lugares donde el prior es instalado por el mismo obispo y por los mismos abades que instalan al abad. Es fácil advertir cuán absurdo sea esto, pues desde el primer momento de la instalación se le da motivo de ensoberbecerse, porque sus pensamientos le sugieren que está exento de la potestad de su abad, ya que le dicen: “Tú también has sido investido por los mismos que invistieron al abad”. De ahí surgen envidias, contiendas, calumnias, celos, discordias, desórdenes; y mientras el abad y el prior sostienen pareceres opuestos, no sólo han de peligrar forzosamente sus propias almas con tal discordia, sino también los que les están sometidos, adulando a una u otra parte, van hacia la perdición. La culpa de estos males recae en primer lugar sobre aquellos que se hicieron responsables de semejante desorden.
La primera frase ya es lapidaria: Ocurre con bastante frecuencia que por el nombramiento del prior se originan graves escándalos en los monasterios. Parece ser que la causa –la institución del prior- producía un efecto negativo frecuente y grave. Y ¿en qué consistía esa grave consecuencia?: el prior se podría ensoberbecer y la comunidad dividir. La soberbia es una pasión muy sutil que puede echar sólidas raíces incluso con apariencia de humildad. Cuando se nos encumbra de cualquier modo decimos que no somos dignos, pero nuestras palabras y nuestras obras nos desmienten, especialmente cuando nos tocan nuestro ego. Es entonces cuando la sutil soberbia se puede manifestar de forma arrogante, sin tapujos, defendiendo la autoridad recibida y la que nunca ha sido otorgada: Porque hay algunos que se hinchan de un maligno espíritu de soberbia y, creyéndose segundos abades, usurpan la autoridad que no tienen. Esto puede suceder sobre todo si el abad es débil, sin personalidad, o es anciano o enfermo, en un tiempo en el que los abades eran vitalicios. Esa situación, naturalmente, produce conflictos y crea disensión en las comunidades. Y no digamos si además tanto el abad como el prior han sido puestos por el obispo o los abades de la región, pues ¿qué mejor pretexto que alegar no haber sido nombrado por su propio abad, sino ambos por una misma autoridad?
El orden en el ejercicio de autoridad es importante para gestionar cualquier grupo humano. Hay que ejercer la autoridad con espíritu de servicio y con humildad, pero se ha de tener claro el orden en la misma, pues en caso contrario el que se ha puesto de ayuda puede imponerse al titular, creándose una situación muy difícil y poco constructiva. Aprender a ejercer la autoridad sin autoritarismo y obedecer reconociendo la autoridad última del que la ha recibido, es un ejercicio que debemos practicar en nuestros diferentes cargos dentro de la comunidad. Quien sólo sabe ejercer la autoridad imponiéndose con autoritarismo, le falta mesura, es inseguro o demasiado suspicaz, e interpreta cualquier opinión, tardanza en ser obedecido o simple muestra de disgusto como un desprecio a su persona y a la autoridad recibida. Quien no es capaz de obedecer al encargado, aceptando sin estridencias la decisión última que tome, difícilmente será él mismo capaz de ejercer la autoridad como un servicio.
San Benito lo tiene claro. Su estructura es piramidal, por mucho que recuerde al abad que debe dar cuenta a Dios de todos sus actos y que siempre debe pedir consejo. Sólo puede haber una máxima autoridad, la del abad, sustentando en este orden la paz de la comunidad.
La ambigüedad en la autoridad termina dividiendo la comunidad. Esto también puede suceder hoy día. Quizá ahora no tanto por un enfrentamiento entre el abad y el prior, pero sí por el nacimiento de grupos de presión o partidos dentro de la comunidad. Cuando dentro de la comunidad reina un buen espíritu, nada de esto surge, aunque haya diversidad de opiniones, máxime si el abad se mantiene dialogante y abierto a lo que el Espíritu pueda estar suscitando en los hermanos. Pero cuando el abad se muestra intransigente por temor ante cualquier propuesta nueva, cuando surgen problemas o decae el clima espiritual de la comunidad, entonces aparecen algunos “salvadores” que van creando grupos que cuestionan o minan la autoridad del abad y terminan dividiendo la comunidad. De forma que no es de extrañar que a veces comunidades con muchas cualidades humanas individuales terminan muriendo por faltar una autoridad que aglutine y enseñe y una comunión en la fe y en el amor. Estos “salvadores” se creen movidos por el Espíritu y se dicen con Aarón y María criticando a Moisés: ¿Es que Yavé no ha hablado más que con Moisés? ¿No ha hablado también con nosotros? (Núm 12, 2). Pero al Señor no le agradó eso que dijeron, y María fue apartada de la comunidad porque tal actitud le trajo la lepra y podría contaminar a los demás.
Es la lepra a la que San Benito se refiere cuando dice: De ahí surgen envidias, contiendas, calumnias, celos, discordias, desórdenes. Y no sólo eso, sino que al final peligran las mismas almas del abad, del prior y la de toda la comunidad al tomar parte por uno u otro. Si el monje se caracteriza por buscar a Dios en la unificación del corazón y vive dividido en comunidad, se destruye su misma razón de ser. La división es una de las cosas que más destruye las comunidades. No se trata de diversidad de opiniones, sino de la defensa a ultranza de las mismas que crea enfrentamientos y un sinfín de males. Es signo y causa de la muerte espiritual. Es signo de que nos empeñamos en ponernos por delante del Señor que nos ha convocado, sin aceptar ir por detrás de él. Es signo de que echamos al Señor de casa, perdiendo la visión de fe y la confianza en que él actúa más allá de las apariencias. El auténtico profeta sabe muy bien que es simple instrumento del Salvador. El falso profeta se ciega y termina creyéndose él mismo el salvador. Le entran prisas, y en nombre de Dios llega a quitar la vida de los que no le escuchan, antes de entregar él su propia vida.
La función del prior ha variado mucho y aún hoy día tiene diferencias importantes según las distintas comunidades. En las comunidades grandes el papel del prior puede ser más relevante, y, sobre todo, si el abad vive aparte de la comunidad o tiene una gran actividad representativa exterior, tanto a nivel eclesiástico como civil. Y no digamos en tiempos en que los abades eran comendatarios y no pisaban el monasterio, en cuyo caso el prior venía a ser como el abad cotidiano para la comunidad. Hoy la situación es bastante distinta, tanto por la mayor cercanía del abad en comunidades más pequeñas, como por su poca incidencia en una sociedad laical, incidencia que tampoco se busca e, incluso, se rehúye.
Podemos decir entonces que lo que subyace en esta primera parte del presente capítulo es la posibilidad de “competición” con la autoridad del abad que termina dividiendo a la comunidad. Y esto puede surgir de cualquier monje o grupo. Por eso el abad debe tener siempre muy presente que su misión principal, además de alimentar espiritualmente a los hermanos, es cultivar la unidad en la comunidad.