LA INVESTIDURA DEL ABAD
(RB 64-07)
El ministerio abacial es un verdadero servicio en favor de los hermanos. Puesto que no se trata de jactarse sino de ponerse al servicio de los monjes, serán éstos los que marquen de alguna forma las pautas de comportamiento del abad. Naturalmente que no se trata de ser un veleta, sino simplemente de buscar siempre el bien de la persona. Por eso San Benito nos recuerda cual es el fin de su moderación y discreción: “que los fuertes deseen aún más y los débiles no se desanimen”: Tomando, pues, estos y otros ejemplos de discreción, que es madre de las virtudes, ponga moderación en todo, de manera que los fuertes deseen más y los débiles no retrocedan.
Es ésta una máxima de gran prudencia y justa percepción de la realidad. No se trata de hacer la vida difícil, sino de hacerla posible tanto para los fuertes como para los débiles. Si a uno se le exige demasiado, le viene el desánimo al percatarse que no puede responder. Es lo que le sucede al estudiante que ve que se le presupone un saber que no tiene y se desanima por ello antes de empezar. Pero también puede venir el desánimo a los que desean más y ven que su comunidad está muy acomodada. Mantener el entusiasmo sin sobrecargar más de lo debido a los débiles y posibilitando que los fuertes desarrollen sus deseos más profundos, requiere prudencia e inteligencia. Pero esto no sólo es un cometido del abad. Se necesita que todos tomemos conciencia de ello. Una comunidad madura se debe dar cuenta que hay diversos niveles y modos de exigencia dentro de ella. Podrá ser por relajación o por deseo de santidad, podrá ser por tener un temperamento apático o emprendedor, da lo mismo. El caso es que hay diferencias que, si la comunidad asume dentro de unos cauces, harán más felices a sus miembros, viviendo en una sana tensión que estimula sin estresar.
Es la tensión que se refleja en la misma Regla, por ejemplo cuando San Benito se refiere al monje pusilánime o temeroso. En el Prólogo le dice: Pero si (en la Regla) se encuentra algo un poco más severo con el fin de corregir los vicios o mantener la caridad, no abandones en seguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo estrecho…, pues después se vuela, nos dice. Por eso recomienda al abad que sepa tener paciencia, que se mantenga prudente, así la persona se salvará. Todo está en función de la persona y su camino vocacional. Es por esto que no podemos estar comparándonos y dejarnos llevar por la envidia o la crítica. Ya avisaba San Benito al abad que no debía dejarse presionar por los envidiosos ni por los murmuradores, sino que tratase de dar a cada cual según su necesidad. Esto es harto difícil hacer comprender al envidioso, pues se suele caracterizar por ser una persona poco espiritual y muy centrada en sí misma, con lo que difícilmente llegará a comprender que las necesidades del hermano son diferentes a las suyas, y que si el abad le da o permite a otro cosas que a él no ofrece, por algo será. Verá la comprensión que se tiene para con el hermano como algo injusto, y ni siquiera aceptará que se le justifique, aunque para él mismo reclame ser comprendido, defendido y atendido.
Esa misma tensión la vemos en los que quieren más. En varias ocasiones he podido ver comunidades despistadas espiritualmente hablando, donde se limitan a vivir, donde el superior/a no da alimento espiritual, donde no hay preocupación por la formación, donde incluso el noviciado está abandonado y lo único que preocupa es que no falte lo que se desea. Cuando en estas comunidades te encuentras a alguien que desea de corazón responder al Señor y se da cuenta de la situación, constato que su sufrimiento es notable. Sólo una cosa le mantiene: el ver que hay alguna posibilidad de cambio, aunque sea lenta. Abandonar a estas personas en un contexto espiritualmente muerto y sin buscar soluciones, es aún más injusto que empujar a las pusilánimes, aunque, por desgracia, sucede a veces.
Si tomamos conciencia de la responsabilidad que tenemos los unos para con los otros, de la responsabilidad que tenemos de responder a la vocación recibida y podérsela ofrecer a los que se acercan a nuestro monasterio, entonces, sin duda, estaremos edificando la Iglesia del Señor bastante agrietada hoy en algunas partes. Es tiempo de trabajar en la fidelidad a nuestra vocación, y nadie se puede echar a descansar buscando sólo compensar sus necesidades.
Como el abad también se puede despistar, predicando a otros sin trabajar él mismo, San Benito concluye el presente capítulo recordándole su obligación: Y, sobre todo, mantenga en todos sus puntos esta Regla, para que, después de haber administrado bien, oiga del Señor lo que oyó el siervo fiel por haber suministrado a sus horas el trigo a sus compañeros: “En verdad os digo –afirma- que le puso al frente de todos sus bienes”. Se ve que la pedagogía del palo y la zanahoria era algo ya conocido en tiempos del Patriarca de monjes.
La Regla también obliga al abad. El abad no tiene un poder absoluto ni puede actuar con arbitrariedad, pues él mismo está sometido a la Regla, lo cual da garantía frente al poder totalitario en el ámbito familiar tan propio del tiempo de San Benito. Pero al mismo tiempo el abad aparece como quien interpreta y actualiza la Regla en cada momento, el abad y no otros. Es quien custodia su doctrina sin hacer de ella una pesada carga que exija un cumplimiento ciego de todo lo que nos dice. La Regla y el abad son dos pilares que se complementan mutuamente en el cenobitismo benedictino.
La imagen del abad que refleja el capítulo 64 de la RB es la de un hombre misericordioso al servicio de sus hermanos, no la de alguien severo y exigente que se siente abrumado por la responsabilidad que le ha caído encima, como si todo dependiera de él. En el mismo desarrollo de la Regla se aprecia también una cierta liberación interior de San Benito que le da la propia experiencia y su andadura espiritual, lo que le va haciendo más comprensivo y misericordioso.