LA INVESTIDURA DEL ABAD
(RB 64-06)
San Benito reconoce algunos peligros que el abad puede tener en el ejercicio de su labor pastoral y le pone sobre aviso: No sea turbulento ni inquieto, no sea exagerado ni terco, no sea envidioso ni suspicaz; si no, nunca tendrá paz.
Como es humano y pecador, también el abad pudiera dejarse llevar de la ansiedad o el celo excesivo, como si todo dependiera de él. Esto le puede llevar a mostrarse nervioso e inquieto, lo que pondría nerviosa a la comunidad. El deseo ardiente de que todo se haga bien le puede hacer caer en la inmoderación. Es muy importante darse cuenta que nosotros sólo podemos hacer lo que está a nuestro alcance y es Otro quien lleva la nave de la comunidad. Cuando nos alteramos con frecuencia es que nos falta equilibrio emocional o nos miramos demasiado a nosotros mismos, tratando de que todo esté bien controlado, que nada se salga de sus cauces tranquilos. Si el superior no tiene un equilibrio emocional suficiente, la comunidad vivirá inquieta, las relaciones se enturbiarán y las decisiones errarán con facilidad al faltar objetividad. Todos tenemos derecho a alterarnos de vez en cuando, procurando reconducir la situación a continuación. Pero algo distinto es una alteración emocional continuada, que termina envenenando las relaciones. De ahí la importancia de que quien esté al frente de un grupo humano goce de un equilibrio suficiente que ayude a pacificar a los que se alteran, no pierda la objetividad de las cosas y él mismo transmita sosiego y positividad en la comunidad.
Es posible igualmente que el abad sea terco y no escuche a los hermanos, tratando de imponer siempre su visión particular sin otra motivación que la imposición de su criterio. O, incluso, lo que es peor, se deje llevar por la envidia o la suspicacia, lo que sin duda no le va a dejar vivir en paz, pues quien vive en la suspicacia, vive en la sospecha, empieza a dudar de los hermanos y a hacer juicios de valor que sólo se sustentan en su imaginación. La suspicacia es algo que impide vivir en paz a aquel que se deja atrapar por ella, ya que la sospecha produce el temor y éste la agresividad o la actitud defensiva. Por ese motivo es más grave si el que la padece es el abad. No hay nada peor en un matrimonio que la duda del otro. La sospecha cierra el oído al otro, condenándolo y agrediéndolo de múltiples formas, llegando la ruptura más pronto que tarde. Cuando la suspicacia se asienta en una comunidad, puede suceder lo mismo. Es un mal bicho que hace sufrir al que lo padece -al ver enemigos y peligros por todos lados- y a los demás, al sentirse juzgados injustamente. La suspicacia es algo que sólo se puede superar con humildad, no estando tan seguros de nuestras primeras impresiones, teniendo una actitud de escucha que trata de oír lo que verdaderamente dice y hace el hermano. Sin duda que el amor es el mejor antídoto, pues cuando amamos nos fiamos, dejamos de temer y no damos lugar a la sospecha. Exige también trabajar por ahuyentar los celos, pues con frecuencia también éstos suscitan la sospecha. Y al final, si caemos en la suspicacia, más vale hablar las cosas con sencillez que dejarse recomer por ese mal bicho.
En fin, que el abad no sea turbulento ni inquieto, no sea exagerado ni terco, no sea envidioso ni suspicaz, porque nunca estará en paz. La paz es fruto de lo que se vive en el propio corazón, no viene de fuera. Cuando tenemos el corazón agitado o recomido por la envidia o la suspicacia, es imposible que tengamos paz. Cuando se vive en humildad, amando con sencillez y estando donde hay que estar, la suspicacia no pasa de ser un mal olor que nos hace poner mala cara por un momento, pero que pasa en seguida.
Lo contrario a esas cualidades negativas son la mansedumbre, la moderación y la confianza. Hay quien indica que la expresión “no sea agitado o turbulento” con que San Benito comienza ese pequeño elenco de cualidades indeseables en el abad, evoca la semblanza del Siervo de Yavé (Is 42, 4) aplicada a Cristo en Mt 12, 18-21: No disputará, no gritará, no voceará por las calles. Si esto es así, es todo un elenco de virtudes las que hay detrás y se piden al abad, nada menos que tener las actitudes del Siervo de Yavé o, lo que es lo mismo, la mansedumbre de Cristo que brota de un amor sincero a los hermanos y una gran confianza en el Padre que se los ha encomendado. Por otro lado, quien desea ser como Cristo, asume que tiene que experimentar los malos momentos que asumió el Siervo de Yavé. Quien no desea ser como Cristo, saltará como un resorte ante cualquier injusticia que se le haga, real o imaginaria, cualquier murmuración sobre él o incluso calumnia, dando cancha a la suspicacia, al enojo y a la agresividad. Es fundamental tener un claro planteamiento de vida y orientación de la misma, para que así los malos olores pasajeros no se transformen en enfermedades del espíritu.
Ahondando en la moderación y suavidad en las decisiones que debe tomar, continúa diciendo al abad: Sea previsor y circunspecto en sus disposiciones, tanto si lo que ordena se refiere a Dios como si se refiere a este mundo, lo considere y modere pensando en la discreción del santo Jacob, que decía: “Si canso a mis rebaños haciéndolos caminar demasiado, morirán todos en un solo día”.
El discernimiento y la moderación en un espíritu previsor y circunspecto hacen que las decisiones tomadas no sólo sean más acertadas, sino también mejor acogidas. Cuando se toman decisiones sin sopesarlas debidamente, pueden provocar el rechazo por precipitadas. El presentar de forma inmoderada sabias decisiones puede provocar el rechazo de las personas más simples que se sienten agredidas, pues se percibe antes la forma que el contenido. San Benito trata de buscar siempre el bien de los hermanos, por lo que procura cuidar las formas, pues un hermoso regalo en un envoltorio sucio y grasiento puede que nunca se llegue a abrir.
Por otro lado, el pastor no sólo debe pensar en los pastos, sino en lograr que sus ovejas lleguen a ellos en buenas condiciones. Igual sucede al maestro o al padre de familia. De nada valen los objetivos si nos olvidamos del receptor de esos objetivos. De nada vale llegar a la fuente de agua pura si llegamos cadáveres a ella. Quien no es capaz de darse cuenta de esto, hará estragos en las personas llevado de un celo imprudente por salvar a los demás, celo que mata tratando de dar vida. Quien no es capaz de darse cuenta de esto se está buscando más a sí mismo que el bien de aquellos a los que guía, está más obsesionado con la imagen que con las personas concretas. Es muy probable que el que mira desde fuera no entienda, pues sólo es capaz de ver el camino realizado. Pero al pastor al que le importa la vida de los suyos sabe muy bien que lo principal no son las apariencias, sino que todos lleguen a la fuente de la vida, al menos todos los posibles, de ahí que sepa adaptar su paso al de cada uno aunque el camino se haga más lento.