LA INVESTIDURA DEL ABAD
(RB 64-04)
El abad debe ser desinteresado, sobrio, misericordioso, y que siempre haga prevalecer la misericordia sobre la justicia, de modo que obtenga lo mismo para sí.
La tercera cualidad es la única que se comenta: el abad debe ser misericordioso para que le traten también a él con misericordia. En esas palabras se oye el eco del Evangelio cuando dice: Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5, 7) y también: Dios os juzgará del mismo modo que vosotros hayáis juzgado y os medirá con la medida con que hayáis medido a los demás (Mt 7, 2).
Para poder ser justo según Dios, el abad debe ser sobrio y desinteresado, libre de esas ataduras que nos sitúan siempre en el centro y nos impiden ser ecuánimes. Pero al mismo tiempo ha de tener la misericordia de Dios que es la madre de su justicia. Justicia preocupada ante todo por la persona a la que se busca salvar antes que condenar. Y si a alguno le cuesta entender esto, se le invita mirarse al espejo, que vea su propia pobreza y diga con qué justicia desea ser juzgado. Esa idea que repetimos continuamente en el Padrenuestro: perdónanos como nosotros perdonamos, o, lo que es lo mismo, “trátanos con la misericordia con la que nosotros tratamos a los demás”, puede ser para todos nosotros motivo de inquietud o de confianza, según hayamos elegido tratar a nuestros hermanos. Parece como si el Señor hubiese puesto en nuestras manos nuestro propio juicio. Ya que no podemos evitar el pecado, al menos sí podemos garantizar la misericordia si es que antes la hemos practicado nosotros. ¿Pero cómo nos tratarán si no hemos sido misericordiosos? ¿Y cómo vamos a ser misericordiosos si no vivimos desapegados de nosotros mismos? Quien está cerrado en la dureza de su propio corazón, de sus pasiones, ¿cómo va a abrir el corazón a la miseria de sus hermanos olvidándose de sí mismo?
Es curioso cómo con harta frecuencia al ver aplicar la misericordia con alguien que ha cometido una falta, lo tachamos de debilidad y estamos convencidos que eso no va a resultar eficaz, que lo oportuno hubiese sido una buena corrección para que llevase más cuidado la próxima vez. Y, sin embargo, cuando se trata de nosotros mismos, toda misericordia es poca y siempre está justificada. Ahora bien, ¿cómo distinguir la verdadera misericordia de la cómoda debilidad? Pues también pudiera darse que por comodidad, por evitarnos el tener que corregir y el mal sabor de boca que conlleva, callemos so capa de misericordia. La debilidad tiene como centro a nosotros mismos, mientras que la misericordia tiene como centro al hermano que ha faltado. La debilidad evita complicarse la vida o se deja maniatar por el miedo, nada más. La misericordia sufre, pero no teme, pues se olvida de sí mismo. Sufre por la injusticia del hermano y por el peligro en que se encuentra. Lo único que le mueve es recuperar al hermano y ayudarle a liberarse de sus ataduras. Eso le da la luz necesaria para saber cargar él mismo con su debilidad, abajarse si es preciso al abismo donde se encuentra el hermano, y todo para ayudarle a salir de ahí. Es entonces cuando se sabe callar para no humillar, sin quedarse parado. Y cuando esa actitud de misericordia trabajosa es descubierta por el hermano caído, entonces se suscita en su interior una fuerza tal que le permite sobreponerse sin sentirse humillado.
La misericordia es un don de la sabiduría que se da al que ha descubierto el amor de Dios y se ha dejado hacer por él. La misericordia es la justicia divina que carga con la culpa del otro y sabe esperar a que el culpable cambie al contemplar la actitud del que ha cargado con su pecado por amor. La misericordia busca atraer, hacer cambiar no por el temor, sino por el amor. La misericordia trata de avivar los resortes de bondad que hay en el corazón humano y que, a la larga, son los que terminan transformando, aunque su eficacia inmediata no sea tan palpable como el temor a la justicia, que hace cambiar exteriormente, pero no transforma el corazón.
En esta misma línea se encuentra la siguiente máxima de San Benito: Aborrezca los vicios, pero ame a los hermanos. Esta frase, repetida varias veces por San Agustín en sus obras, se la apropia la RB aplicándola al abad. El abad no es un simple guardián que vigila el cumplimiento de las normas. Para San Benito el abad es el padre del monasterio al que se le han confiado unos hermanos para conducirlos a Dios y de los que se le van a pedir cuentas. Si el abad sólo está preocupado de sí mismo, se dejará llevar por la debilidad o por la justicia humana. Esto es, se desentenderá de los hermanos aun cuando vea venir al lobo, bajo una falsa capa de comprensión, o se pondrá nervioso y buscará el cumplimiento exacto de las normas, preocupándole sólo la imagen que pueda dar la comunidad al exterior y, por extensión, su propia imagen, deseando que los demás vean a su comunidad como ejemplar.
Pero cuando lo que mueve al abad es el amor sincero a los hermanos, entonces su actuar va a estar en función de ellos. Será el Espíritu del Señor quien le indique cómo actuar en cada momento y con cada hermano, sin importarle la imagen que pueda dar hacia fuera, ni la envidia o los celos que se puedan suscitar en algunos de dentro. Así como todos somos más misericordiosos con nosotros mismos que con los demás, del mismo modo pensamos que a los demás se les trata con más comprensión que a nosotros. Pero eso no suele ser así. Simplemente es que nadie es buen juez de su propia causa y tendemos a ser bastante ciegos para nosotros mismos. Cuando se trata de nosotros, es más saludable abrirnos a las correcciones y avisos ajenos, pues suelen ser más certeros que nuestros propios juicios. Y los avisos del abad adquieren aquí una mayor importancia por la misión que ha recibido y su empeño por adaptarse a cada hermano.
Esa actitud de amor a los hermanos y rechazo de los vicios, de misericordia en la justicia, es algo que todos nos podemos aplicar, pues no podemos hacer como Caín cuando dijo “¿es que soy yo acaso guardián de mi hermano?” Hay homicidios por acción y también por omisión. A todos se nos pedirá cuentas de la responsabilidad que se nos ha encomendado con respecto a los compañeros de viaje, es decir, a la comunidad.
El equilibrio entre justicia y misericordia, entre el amor a los hermanos y el rechazo de los vicios, es lo que sustenta una de las características más importantes de la RB: la discreción. Discreción en todo, tanto sea en la corrección como en las cargas que han de llevar los hermanos personal o comunitariamente. Discreción que no es comodidad, sino discernimiento. Discreción a la que está invitado no sólo el abad, sino todos los hermanos.