EL ORDEN DE LA COMUNIDAD
(RB 63-04)
Lo que nos dice San Benito al final del capítulo 63 de su Regla nos puede sonar un poco extraño, pero lo que pretende tiene su importancia: En cualquier parte que se encuentren los hermanos, el más joven pedirá la bendición al mayor. Cuando pase uno de los mayores, el menor se levantará y le ofrecerá sitio para sentarse, y no se atreverá el más joven a sentarse con él si no se lo ordena su anciano, para que se cumpla lo que está escrito: “Honrándoos a porfía unos a otros”. Es posible que esto nos resulte un tanto ceremonioso, más propio de una cultura donde el respeto hacia los mayores es o era muy grande, pero que dista bastante de nuestra cultura occidental, donde los niños llaman de todo a los que son mayores que ellos (carrozas, retablos, momias,…), y a sus mismos padres les llaman de tú, cuando no por su nombre.
La motivación que tiene San Benito la plasma en la última frase: “honrarse a porfía unos a otros”. Cuando el respeto desaparece en la convivencia, la comunión se va minando hasta destruirse el grupo. El respeto y la honra mutua son valores humanos que perviven a través del tiempo y las culturas. El respeto no es barroquismo en el trato ni distanciamiento ceremonial, sino amor a la otra persona. La falta de respeto es el primer paso hacia la violencia. Esto lo deben tener muy presente los matrimonios, pero también las comunidades. Respetar es valorar al otro, aceptarle, reconocer su dignidad más allá de sus aciertos o desaciertos. Respetar es no juzgar, no criticar, no condenar. Cuando de nuestra boca sale el juicio, la crítica o la condena, es que no respetamos ni amamos, por mucho que queramos justificarlo. El evangelio de Jesús es muy claro al respecto y no podemos descafeinarlo. Y, por el contrario, cuando en una comunidad o en una familia existe el respeto por los hermanos, se mantienen los puentes entre sus miembros y la capacidad de perdón cuando surgen los roces.
Sí, en la casa de Dios, los monjes no sólo se han de tener respeto mutuo, sino que se deben anticipar en ello, manifestándose la estima mutua con señales de honor. No se trata de tener meros gestos de cortesía, educación o delicadeza, algo deseable socialmente, pero que puede quedar en simple cumplimiento. La razón va más allá, debe ser la expresión del amor y reverencia de los unos por los otros. ¡Cuánta comunión producen estos pequeños gestos, a veces más elocuentes que las muchas palabras! El sabernos importantes los unos para los otros, el sabernos respetados, es signo del amor que nos tenemos. Un amor que no se manifiesta en gestos no es tal ni puede ser percibido como tal. Y, además, prácticamente todos somos al mismo tiempo “mayores” y “jóvenes” monásticamente hablando, pues tenemos a unos por delante y a otros por detrás en antigüedad. Por eso todos somos “mayores” merecedores de respeto y “jóvenes” acreedores de amor; y no sólo para recibirlo, sino para darlo.
Este capítulo 63 de la Regla es como la puerta a otro conjunto de capítulos en los que se nos hablará del orden y las relaciones fraternas. El 64 nos habla del abad, el 65 del prior, etc., culminando en el 72 cuando se refiere al buen celo que debe mover a los hermanos. Es algo nuevo con respecto a la RM, que ni siquiera habla de un “orden” en la comunidad. Muy al contrario, preocupándole más el que nadie se ensoberbezca creyéndose mayor que los otros, la RM quiere que el orden varíe incesantemente, así nos dice: “El abad cambiará constantemente los puestos: los hará, por turno, sentarse con él a la mesa, por turno invitará a todos a colocarse junto a él en el oratorio, a todos les hará alternativamente entonar, después de él, los salmos, para que nadie comience a ensoberbecerse de la dignidad de segundo, ni nadie caiga en el desencanto al considerarse relegado al último puesto”. También es cierto que el Maestro, un poco retorcidillo él, tiene otras intenciones: que eso suscite una especie de competición por ser más santo y “digno” de ocupar un puesto más elevado: “Así pues, al no elevar a ninguno de la comunidad al puesto de segundo, y como quiera que la incertidumbre de la esperanza puede inducir a cada cual a pensar que, si se comporta santamente, sobre él recaerá la elección para desempeñar semejante dignidad, abrigará la confianza de que un día -en atención a su buena conducta- él mismo puede ser encumbrado a la dignidad abacial… De forma que, si no por el temor del juicio futuro, al menos emulándose recíprocamente por la obtención de un honor en la presente vida, todos puedan realizar progresos” (RM 92).Tengamos en cuenta que en la RM no es la comunidad la que elige a su abad, sino el abad anterior quien lo designa, como en la koinonia pacomiana. Evidentemente esto no es lo que mueve a San Benito, aunque algo de eso también deja entrever al hablarnos de que el abad puede promover a algunos en atención a sus méritos.
Como ya vimos, el orden de antigüedad que propone San Benito -algo nuevo en la Iglesia, donde el orden está en función jerárquico-, está en la línea de romper toda desigualdad humana, pues en la Iglesia ya no hay más judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos somos iguales en Cristo Jesús. Pues la profesión monástica tiene los mismos efectos que el bautismo: anula radicalmente todas las calificaciones y descalificaciones anteriores. Como los cristianos al salir de la fuente bautismal, los monjes son hombres nuevos, “todos uno en Cristo”, sin rastros de un pasado que ya no cuenta. Sin embargo, al mismo tiempo se preserva el orden en esa igualdad, para que no se transforme en confusión e imposición de los más fuertes.
San Benito quiere que en el monasterio haya una igualdad ordenada. Por eso los monjes se deben llamar “hermanos” y tratarse como tales, como nos recuerda el Apóstol: Amaos de verdad unos a otros como hermanos y rivalizad en la estima mutua (Rm 12, 10). Es cierto que el poner el término “Hermano” delante del nombre es algo original de San Benito y algún otro, pues Jesús llamaba a sus discípulos directamente por su nombre y lo mismo hacía San Pacomio y los primeros monjes. En cualquier caso en ello ya se vislumbra un signo de la reverencia que quiere se tengan todos. Igual sucede con la costumbre de pedirse mutuamente la bendición: Benedicite, a lo que se responde Deus (Dios te bendiga). En fin, son formas que hoy no usamos, pero que nos exigen preservar su significado o cambiarlas por otras que nos permitan manifestar el amor y la reverencia mutua sin caer en ceremonias estériles. Muchas formas y expresiones hoy han desaparecido, pero no los términos de abad y hermano. Ello quizá denote un sano espíritu de fe que intenta ver en la comunidad monástica la comunidad de Jesús, donde él está presente en medio de nosotros y todos somos hermanos en su presencia.
Y termina el capítulo diciendo: Los niños pequeños y los adolescentes, en el oratorio y en la mesa, ocuparán sus puestos con disciplina; fuera y en cualquier lugar estén sujetos a vigilancia y disciplina, hasta que lleguen a la edad de la reflexión. También los más pequeños han de ocupar sus sitios por orden con supervisión de algún monje hasta que tengan cierta madurez. Esto no nos dice nada hoy día, pues no hay niños en el monasterio, pero sí nos recuerda una vez más el orden que desea la Regla, hasta el punto que la edad no afecte a la vida comunitaria. Y aunque hoy no haya niños en los monasterios, sí hay diversos grados de madurez. Con esto hay que contar y el orden ha de velar por todos sin faltar al respeto sagrado que merecen todos y cada uno de los hermanos.