Relación con Dios en una oración contemplativa
Nuestra relación con Dios puede ser de muy diversas maneras. La relación contemplativa se caracteriza porque va más allá de los sentimientos cuando se hace unitiva y silenciosa, sin que ello signifique que se excluyan otras formas de relación más sensible, visual (imágenes), vocal o ritual. Todo tiene su momento. Pero como esta dimensión contemplativa suele estar más olvidada, es bueno recordarla.
Hay un centro que nos habita y sostiene, pero no siempre lo conocemos, pues nuestros sentidos sólo alcanzan a percibir lo que está fuera de nosotros. En nuestro centro habita el espíritu y sólo el espíritu lo reconoce. De ahí que la tradición mística cristiana insista en que para “ver” hay que cerrar los ojos, y para “oír” hay que acallar la mente, cerrar las puertas de los sentidos para unirnos a Aquél que habita en nosotros. Santa Teresa de Jesús nos invita a vivir esa experiencia de oración asidua, unitiva y esponsal en lo más interior de nosotros mismos cuando nos dice:
“Esta secreta unión pasa en el centro muy interior del alma, que debe ser donde está el mismo Dios y, a mi parecer, no necesita puerta por la que entre. Digo que no es menester puerta porque en todo lo que… pasa en la unión del matrimonio espiritual es muy diferente (a lo dicho hasta ahora): se aparece el Señor en este centro del alma sin visión imaginaria, sino intelectual, aunque más delicada que las dichas anteriormente… Es un secreto tan grande y una merced tan subida lo que comunica Dios allí al alma en un instante… por más subida manera que no por ninguna visión ni gusto espiritual” (Las Moradas, 7,2).
San Bernardo cuando nos habla de la curiosidad que estimula la vista y el oído, dice que es ella la que nos mantiene fuera de nosotros mismos, impidiéndonos tener esa experiencia (cf. Grados X, 28). La curiosidad nos puede llevar a apartarnos de la órbita de la verdad y entrar en la órbita de la ilusión. De hecho la oración contemplativa busca evitar toda curiosidad de los sentidos, acallando también los sentimientos para entrar en una vivencia del espíritu.
Dios es el tesoro escondido que nos pide el desprendimiento de otros pequeños tesoros para abordarlo directamente dentro de nosotros. Es el Maestro interior que necesita el silencio de los sentidos para ser escuchado. Para alcanzar el saber hemos de pasar por el no-saber. Cuando acallamos la parte sensitiva y racional, se agudiza el sentido del espíritu dentro de nosotros, como nos viene a decir San Juan de la Cruz al hablarnos de la noche oscura de los sentidos que deja la casa sosegada.
“En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
Salí sin ser notada,
Estando ya mi casa sosegada”.
Y aclara: “Dice que (el alma) salía, estando ya su casa sosegada, que es la parte sensitiva; sosegados ya y dormidos los apetitos en ella… sin que ningún apetito… se lo pudiese estorbar” (Subida al Monte Carmelo, I, 1, 4). Y no sólo los apetitos, sino transitando la noche de la fe para el entendimiento, entrando en comunicación con Dios sólo en el espíritu. “De manera que, para venir el alma a unirse con la sabiduría de Dios, antes ha de ir no sabiendo que por saber” (SMC, I, 4, 5).
La teología suele buscar a Dios siguiendo un camino positivo y reflexivo. La mayoría de los creyentes trata de acercarse a Dios a través del conocimiento, la meditación y el sentimiento. El místico busca dirigirse a Dios abandonando todo eso para hacerlo desde el centro de su propio ser, de su anhelo más profundo, desde su no-saber para dejarse iluminar por el saber de Dios.
El buen carterista es el que consigue desviar la atención de su presa para poderle quitar la cartera sin problemas. El buen timador no es el que se dirige a nosotros con una mentira, sino el que nos dice algo verdadero a modo de cebo para engañarnos y desvalijarnos. Así hace con nosotros el mal espíritu cuando se asienta en nuestro mundo. Muchas cosas buenas y atractivas nos sugiere, pero la trampa está en que nos lo presenta como lo único importante, nos invita a mirar fuera y no dentro de nosotros, haciéndonos creer que perdemos inútilmente la vida si seguimos el camino del espíritu, cuando precisamente en él se robustece nuestro existir. Es lo que le pasa al que siendo templo del Espíritu lo desconoce.
En el camino de profundización en el propio interior no van a desaparecer nuestros pensamientos superfluos, pero sí podemos dejarles de prestar atención. Sólo el vaciamiento de las superficialidades nos encamina a nuestro yo auténtico. Y cuando nuestro yo profundo emerge, sentimos la unificación que nos va haciendo experimentar la unidad con la plenitud de Dios que todo lo abarca.
El camino que nos acerca más directamente a Dios no es el conocimiento, sino el amor, un amor más místico que sensitivo. A Dios podemos amarlo, pero no pensarlo. Los conceptos nunca nos revelan a Dios, pero el amor sí nos acerca a él. De ahí que quien busca a Dios en la oración deba dejar de lado todo pensamiento, sea malo o bueno. Para esto podemos ayudarnos también de alguna breve palabra significativa para nosotros que dicha repetitivamente ayude a desvanecer los pensamientos que nos distraen. El valor de esa palabra repetida estriba precisamente en su simplicidad. En la oración contemplativa todos los pensamientos terminan siendo un obstáculo por muy sublimes que sean. Los pensamientos sobre Dios nos pueden distraer de Dios mismo.
El libro “La Nube del No-Saber” nos propone una forma de realizar la oración de un modo contemplativo:
“Eleva tu corazón al Señor; con un suave movimiento de amor, deseándole por sí mismo y no por sus dones. Centra tu atención y deseo en él y deja que sea esta la única preocupación de tu mente y tu corazón. Haz todo lo que esté en tu mano para olvidar todo lo demás, procurando que tus pensamientos y deseos se vean libres de todo afecto a las criaturas del Señor o a sus asuntos tanto en general como en particular. Quizá pueda parecer una actitud irresponsable, pero, créeme, déjate guiar; no les prestes atención…
Es natural que al comienzo no sientas más que una especie de oscuridad sobre tu mente o, si se quiere, una nube del no-saber. Te parecerá que no conoces ni sientes nada a excepción de un puro impulso hacia Dios en las profundidades de tu ser. Hagas lo que hagas, esta oscuridad y esta nube se interpondrán entre tú y tu Dios. Te sentirás frustrado, ya que tu mente será incapaz de captarlo y tu corazón no disfrutará las delicias de su amor.
Pero aprende a permanecer en la oscuridad. Vuelve a ella tantas veces como puedas, dejando que tu espíritu grite en aquel a quien amas. Pues si en esta vida esperas sentir y ver a Dios tal y como es, ha de ser dentro de esta oscuridad y de esta nube. Pero si te esfuerzas en fijar tu amor en él olvidando todo lo demás –y en esto consiste la obra de la contemplación que te insto que emprendas-, tengo la confianza de que Dios en su bondad te dará una experiencia profunda de sí mismo” (La Nube del No-Saber, 3).
Para llegar a la luz de Dios hemos de ir por el camino del no-saber. Y para ello, en el momento de la oración contemplativa, primero hemos de tomar distancia de todo. Cualquier pensamiento que tengamos de Dios nunca será Dios mismo, pues nuestra mente nunca podrá comprender plenamente a Dios.