MODO DE ADMITIR A LOS HERMANOS
(RB 58-10)
La profesión monástica que corona la etapa del noviciado está en la línea del bautismo, por eso las renuncias que se hacen son una concreción de las renuncias al Mal y a sus obras, el pecado. Es un espíritu de renuncia que sólo se puede vivir si nos abrazamos a la cruz que el Señor Jesús nos invita a llevar de buen grado sobre nuestros hombros, la cruz que aparece en nuestras vidas de cualquier forma, para, unidos a él, dar a luz al hombre nuevo en nosotros. ¿Qué mayor cruz que la renuncia a nuestros propios apetitos cuando nos apartan del camino que lleva a la vida?
Pero la renuncia en la vida monástica va más allá de la renuncia al pecado. Se nos pide renunciar a todo aquello que sea un obstáculo en nuestro camino hacia la meta a la que se nos llama, la experiencia del Dios vivo. Experiencia vital, contemplativa, que nos adentra en la Trinidad de Amor, permitiéndonos intuir la realidad de Dios Trino, donde todo va teniendo un valor mucho más secundario, donde lo contingente va dando lugar a lo esencial, donde se nos permite conocer la realidad de manera diferente.
Lo hermoso de la comunidad es que ella posibilita esto sin dejar de pisar tierra. A lo largo de la historia siempre ha habido en las comunidades monásticas personas más contemplativas y personas más activas. Incluso se ha expresado esto de una forma institucionalizada, como podemos ver en los cartujos, donde los hermanos se cuidan de las cosas materiales para que los cartujos puedan vivir en su contemplación sin apenas actividad material. Otras veces podía ser a temporadas o de por vida, como sucede entre los camaldulenses, que pueden pasar largos períodos en su ermita para luego volver a la comunidad. También hoy sucede con las nuevas comunidades como las Fraternidades de Belén y su distinción entre la casa baja y la casa alta.
Pero nuestros escrúpulos igualitarios a veces nos traicionan, y pudiéramos ver como desigualdad lo que no es más que una complementariedad necesaria. Nuestros Padres Fundadores admitieron la diferencia entre monjes y conversos, pero insistían que éstos fueran tratados en todo como los monjes; esto es, había diferencia de función pero no de dignidad. San Benito no contemplaba la posibilidad de los Hermanos conversos, pero sí admite diversidad en la comunidad, posibilitando la vida eremítica o el estatus especial de algunos hermanos tras el discernimiento con su abad, quien puede permitir excepciones adaptadas a sus peculiaridades. Esto se ve, por ejemplo, cuando deja trabajar a algunos incluso en domingo para no estar en una ociosidad poco “negociosa”, esto es, perdiendo el tiempo.
Nosotros también debemos ser creativos al respecto para que la comunidad viva en su conjunto una clara dimensión contemplativa, armonizando las diversas peculiaridades de los hermanos, el momento concreto en que se encuentran en su proceso espiritual, y todo ello con una idea plural de la unidad comunitaria, que no es reivindicación de lo peculiar, sino complementariedad y comunión de vida. Comprendo que esto encierra el peligro de defender interesadamente nuestros gustos en detrimento de la vida comunitaria, definiendo como legítima diversidad lo que no es más que un gusto personal. Por eso se hace imprescindible que sea el abad quien discierna con el hermano la autenticidad y los límites, debiendo los demás dar un voto de confianza y sobrellevar de buen grado las diferencias que no dañan la comunidad, sino que simplemente nos incomodan.
Esto supone mucha mayor renuncia de lo que nos imaginamos. Renuncia comunitaria. Si a uno se le da más tiempo para la oración personal y se le libera de ciertas ocupaciones, ¿qué opinaría el que tiene más trabajo? Y viceversa. Mucho me temo que se critique tanto al que esté más ocupado diciendo que huye de la soledad y por eso siempre está haciendo cosas, como al que dedica más tiempo para vacar a Dios porque no se implica suficientemente en las necesidades comunitarias. Puede ser que entonces los que están más ocupados pidan igualdad, esto es, más tiempo libre, que no de oración, con lo que se terminaría por desfigurarlo todo. No está en trabajar más o menos o en orar más o menos. Lo importante es la autenticidad de corazón que nos lleva a una cosa u a otra, lo que siempre debe ser discernido a la luz de un tercero sin hacer caso de las envidias y comparaciones que brotan del mal espíritu, por mucho que pretendan mostrarse ecuánimes.
La renuncia personal que se hace en la profesión va más allá de la renuncia a las cosas y a uno mismo. Es una forma de afrontarlo todo desde una santa indiferencia y desde el propio carisma. Zapatero a tus zapatos, dice el adagio. En este mundo hay mucho que hacer por la justicia y el Reino. Pero, como en la batalla, es tan importante el cocinero o el enfermero como el que está en primera línea. Nuestra misión es ser testigos de la experiencia del Dios vivo y compartirlo con aquellos que desean orar con nosotros. Por eso nosotros tenemos el privilegio de poder vivir un tipo de renuncia que no todos la pueden llevar a cabo. Renuncia que puede aparecer como indiferencia ante la vida y ante la muerte, pero que en realidad es confesión pública de que descansamos plenamente en el Señor y en él damos sentido a todo. También el mundo de hoy necesita estos testigos que, si no están pegando tiros en primera fila, sí iluminan el terreno para ver dónde hay que pegar los tiros, no sea que se esté disparando al aire.
El monje Rufino nos recuerda que no basta con la renuncia exterior que profesamos: “Hay, sin embargo, quienes parecen haber renunciado al mundo, pero descuidan la limpieza de corazón, no arrancan de su alma faltas y pasiones y no se esfuerzan razonablemente por adquirir la virtud. Sólo sueñan con visitar a alguno de los santos padres de monjes, con escuchar algunas de sus palabras, para repetirlas después con pedantería…; desean llegar al sacerdocio…, mientras que nuestro deber principal es arrojar lejos de nosotros las faltas y adquirir las virtudes del alma… La obra maravillosa del monje es elevar a Dios la pura oración…”. Fiel seguidor de Orígenes e influenciado por Evagrio, nos sitúa la renuncia del monje en el propio interior, en el corazón o, como decía el mismo Evagrio: el monje que va al desierto se libera de las tentaciones de los ojos, el oído o la lengua, quedando sólo la lucha con los pensamientos.
Es algo que quizá tenemos un poco olvidado. El espíritu de renuncia pasa por vigilar los propios pensamientos. No podemos olvidar que de los pensamientos brotan los sentimientos y de éstos nuestros comportamientos. Necesitamos trabajar por desechar los pensamientos que nos dañan y acoger los que resultan benéficos. De este modo se suscitarán en nosotros sentimientos positivos y no negativos, lo que nos llevará más fácilmente a comportamientos evangélicos. Cuando la renuncia comienza en el origen del mal, evitamos la fatiga de estar luchando con sus múltiples expresiones que nos esclavizan.