MODO DE ADMITIR A LOS HERMANOS
(RB 58-09)
Después de todo un año de prueba en el noviciado, San Benito permite que el novicio haga su profesión.
La forma más antigua de profesión, por la que uno se comprometía con el estado monástico y asumía sus obligaciones, consistía, probablemente, en el gesto de despojarse de sus vestidos y cubrirse con el pobre y austero sayal de monje, significando así la vida que se deseaba abrazar. Algo que recuerda al bautismo, cuando el catecúmeno se despoja de sus vestidos para sumergirse en la piscina bautismal y ser vestido ahora con la túnica blanca, que significa su nueva condición en Cristo. En el monje era la expresión externa del compromiso con un estilo de vida exigente que buscaba estar más libre para la búsqueda de Dios. El mismo San Benito recibió en la gruta de Subiaco, de manos del monje Romano, el “hábito de la santa conversión”, nos dice San Gregorio. Y en la Regla, San Benito reserva este acto para el final de todo el rito de profesión, como la expresión más plástica de comenzar a vivir lo que se ha prometido: Inmediatamente después le despojarán en el oratorio de las propias prendas que vestía y le pondrán las del monasterio (v.26).
El acto de vestición se hacía en silencio primeramente, luego se completaba oralmente y al final también por escrito (célula de profesión). Era el acto de la “renuncia”, siguiendo el mandato de Jesús: Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío (Lc 14, 33; cf. 14, 26); y también: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame (Lc 9, 23ss). Por eso, a veces, los monjes se llamaron los renunciantes.
En la espiritualidad de nuestro tiempo esto es algo que no valoramos suficientemente, pero Jesús nos lo presenta como algo fundamental para poder ser discípulo suyo. Es difícil aceptar esto en una cultura del bienestar, de la revalorización de la creación en su conjunto y del culto al cuerpo. Las palabras renuncia y ascesis se miran con recelo. Para los más mayores es todavía comprensible, aunque el acomodo al bienestar actual ha mitigado mucho su valor. Para los hijos del Vaticano II han sido términos sospechosos, pues les recordaba una supuesta espiritualidad desencarnada que desprecia el cuerpo e infravalora lo creado. Para los más jóvenes son simplemente términos desconocidos, pues en la cultura de la imagen y del confort esas palabras han sido desterradas, no porque no existan, sino porque no se quieren ver. De ahí el eslogan publicitario: “no te prives de nada de lo que deseas”. Y, sin embargo, el evangelio sigue siendo actual, nos sigue invitando a la renuncia y a tomar la cruz para poder seguir a Cristo.
Es quizá porque no comprendemos ni aceptamos esta realidad por lo que no crecemos espiritualmente y por lo que hay tantos fracasos después de profesar. El misterio de la cruz no es desprecio por lo creado ni por nuestro propio cuerpo, sino el misterio mismo del hombre sometido a la esclavitud. Ese misterio que asume el mismo Dios para enseñarnos el camino de la liberación. El dolor, las esclavitudes y los frutos del pecado están ahí, por mucho que nos empeñemos en no mirar. Jesús nos enseña a vencerlos afrontándolos directamente. La muerte es vencida cuando yo mismo doy mi vida y nadie me la quita. Cuando me la quitan soy un fracasado; cuando la doy, engendro nueva vida. Vivir obsesionado por proteger la propia vida es no vivir, sino estar sometido a las cadenas de esa obsesión. Cuando uno es capaz de dar la vida es porque dentro de él hay vida, existe esa fuerza vital que le capacita para darse, esto es, ha conocido el amor que le impulsa a olvidarse de sí mismo para darse al otro, morir para engendrar nueva vida. Pero esto es imposible que lo alcancemos si no trabajamos perseverantemente por renunciar a tantas cosillas que nos atan el corazón. Si en el comer o en el vestir, en los pensamientos que nos aturden, en el trabajo o en nuestros cargos, en la relación con los hermanos o en las contrariedades, no somos capaces de morir con generosidad, sino que siempre buscamos proteger nuestra vida, salirnos con la nuestra, defender nuestros derechos, nuestro tiempo, nuestra realización personal, etc., nunca nos capacitaremos para el amor que da a luz nueva vida cuando ofrece la que tiene.
Saber descubrir nuestra propia cruz diaria como una oportunidad de ofrecernos a nosotros mismos, como un acto de amor capaz de engendrar nueva vida, es algo muy importante en la vida espiritual. Cuando hemos conocido a Cristo, cuando hemos entablado una relación de amistad con él, todo, absolutamente todo, tiene sentido. El dolor, las contrariedades, la oscuridad, son momentos únicos de encuentro con él. Si no sufrimos, no amamos. No se trata de masoquismo, es mera constatación de nuestra realidad humana. Una familia, un matrimonio, que acepta el sufrimiento de la convivencia y las dificultades de la vida o el trabajo que conllevan los hijos, y lo afronta desde el amor, es un matrimonio mucho más unido que el que no ha sufrido. Cuando todo nos va bien podemos dormirnos con facilidad. Pero cuando vienen los problemas, personales o comunitarios, es cuando Cristo se hace más presente entre nosotros si lo sabemos recibir. ¡Ojalá nunca haya problemas de caridad entre nosotros! ¡Ojalá pasemos problemas de escasez o de persecución y los sepamos sobrellevar con donación generosa de nosotros mismos!, pues entonces la experiencia que tengamos de Dios será mucho más auténtica.
San Benito comienza su Regla recordándonos que el monje se caracteriza por la renuncia: A ti… que renunciando a satisfacer tus propios deseos… (Pról). San Pacomio también está en esa línea cuando se refiere a los candidatos a la vida monástica: “les vestía el hábito de monje, después de haberles aleccionado detalladamente acerca de la vida, esto es, de que debían renunciar al mundo entero, a sus pertenencias y a sí mismos, siguiendo así al Salvador. Porque esto es llevar la cruz” (Primera vida, 24). Renunciar a los cantos de sirena, a los propios bienes que nos dan seguridad y a nosotros mismos, que nos amamos por encima de todas las cosas, era la forma concreta de acompañar a Jesús llevando su cruz, preludio de la resurrección.
La renuncia del monje es la realización perseverante de la renuncia bautismal: renunciar al Mal y a sus obras. Si queremos renacer de las aguas del Resucitado, hemos de renunciar a su Opositor. Si queremos ser hijos de la luz, debemos renunciar a las obras de las tinieblas. También San Basilio nos lo dice en sus Grandes Reglas: “Ante todo renunciamos al demonio y a los apetitos de la carne…, pero mucho más necesaria es la renuncia a sí mismo y el despojo del hombre viejo con sus obras… La renuncia perfecta consiste en la indiferencia incluso respecto a la vida y en la muerte, de tal forma que uno no confíe más en sí mismo… Si conservamos para nosotros cualquier posesión terrena o bien pasajero, ahí permanece enterrado el espíritu, el alma no puede llegar nunca a la contemplación de Dios y no puede ser movida al deseo de las bellezas celestiales y de los bienes que se nos han prometido en el evangelio…”.
Casiano está en la misma línea cuando nos dice: “La renuncia no es otra cosa que el signo de la cruz y de la mortificación. Por tanto, has de saber que en este día mueres al mundo, a sus obras y codicias, y que, según el Apóstol, estás crucificado para el mundo y él para ti”.
La profesión era una verdadera opción de vida, un proyecto de vida que tenía un fin y unos medios. Se buscaba al Señor y se seguían sus pasos. El entender la profesión como una “profesión”, es decir, un “estado de vida”, nos puede acomodar en ese modo de vida. La profesión es un camino, desconcertante a veces, que sólo se puede vivir si se ama lo que se busca, al Señor.