Nuestro paso por la ITV
La actitud que tengamos ante la vida es lo que nos hace felices o infelices. Hay quien ve la prueba como una oportunidad y hay quien la ve como un obstáculo.
Los acontecimientos de la vida son una gran ITV (Inspección Técnica de la Vida) en la que se ponen a prueba todos y cada uno de nuestros resortes. A los vehículos se les prueba el acelerador, pero también los frenos, se le comprueban las luces largas y las cortas, el estado de las ruedas y la nitidez de los espejos. Hay quien ve la ITV como un incordio para sacarnos los defectos, y hay quien la ve como un estímulo para tener a punto todas las partes de nuestro vehículo.
Así sucede con la vida. La vida pone continuamente a prueba todos nuestros resortes. ¿Qué diríamos de alguien que al llevar su coche a la ITV, cuando le dicen que la caja de cambios no funciona bien, se sienta en el suelo a llorar y a increpar a los técnicos porque son malos, que dejan al descubierto el defecto de su caja de cambios, que le están avergonzando y haciendo daño? Probablemente, tras un momento de perplejidad, diríamos que esa persona no está madura.
Pues bien, la vida pone a prueba continuamente todos nuestros resortes. Los momentos agradables ponen a prueba nuestra sobriedad, mientras que los momentos desagradables ponen a prueba nuestra resistencia. Aquellos nos resultan tan atractivos que podrían embobarnos provocándonos algún accidente, como el que se embelesa con las luces de su vehículo mientras conduce, jugando con ellas y poniendo en riesgo su vida. Basta saber que están ahí y usarlas cuando se necesitan.
Pero lo que más nos marca, sin duda alguna, son las deficiencias que encontramos en nosotros o los acontecimientos desagradables que vivimos. Para muchos son un obstáculo vital ante el que se frenan y se ponen a llorar su mala fortuna, sin darse cuenta que la ITV de la vida le está descubriendo algo que no va bien y debe afrontar para ir más cómodo y seguro por la vida.
Hay algo que nos distorsiona la realidad y provoca en nosotros esas reacciones equivocadas. Eso nos sucede cuando funcionamos desde la comparación, desde metas que nos imponemos o los demás nos imponen, como si tuviéramos que alcanzar un patrón determinado que actúa como un juez severo sobre nuestras vidas. En una sociedad competitiva, donde prima el tener y el poder y donde la gratuidad no ocupa un lugar importante, la fuerza del amor no se utiliza. El amor como fuente satisfactoria del deseo, sí, pero el amor como forma de afrontar la realidad, no. Esta fuente del amor está dentro de nosotros, no fuera. Por ese motivo no dependerá de lo amable o poco amable que sea lo que tengamos delante, sino de cómo nosotros lo amamos. Las cosas podrán ser amables o no, pero en cuanto las amamos nos hacen felices, les damos un sentido. Como el que ama a un hijo poco dotado. Hay quien tiene una actitud tan negativa y pesimista que nada le resulta amable por muy amable que sea. Y, por el contrario, hay quien abraza la dificultad y termina transformándola. En este caso no se vive frente a las cosas comparándose con los demás, teniendo que responder a unas expectativas que nos imponen desde fuera. Simple y llanamente vivimos desde nuestro centro acogiendo en él a todo el que se nos acerca, nos guste más o menos. Es entonces cuando podemos ver nuestras mismas limitaciones y abrazarlas con amor para ir construyendo con ellas.
Los defectos siempre nos acompañan, y habremos de tomar conciencia de ellos de vez en cuando, pero no debieran estar en nuestros labios más tiempo del necesario. Quien se obsesiona con sus defectos, se paraliza. Quien se acostumbra a regodearse en los defectos y faltas de los demás, sacándolos a la luz con descaro o sutileza, termina siendo tóxico. Sólo el amor acoge, motiva y transforma.
Una vez leí lo que hacía un grupo de terapia con unos niños que tenían un trastorno alimentario que les llevaba a vomitar cuando comían alimento sólido. Cuando un niño conseguía mantener la comida en la boca durante más de un minuto, todo el grupo lo celebraba cantando, bailando, aplaudiendo, siendo el niño el centro de todo. Sin duda que esto fue mucho más eficaz que las reprimendas, insultos o castigos. El puro gozo de ser causa de tal felicidad cambiaba el sistema nervioso de los niños, que procuraban mantener en la boca la comida cada vez por más tiempo. Los niños deseaban los halagos y se sentían motivados por ellos, nosotros también.
Es bueno examinar cómo hablamos de los demás, si predominan las alabanzas, el reconocimiento de lo que hacen bien, o predominan las críticas, el resaltar lo que hacen mal. Es probable que enseguida justifiquemos nuestra mala tendencia con la excusa de motivar al otro a que cambie. Pero no nos engañemos, nuestra fijación en las faltas de los demás, en lo que nos molesta de ellos, ni nos ayuda a nosotros ni les ayuda a ellos.
¿Nos hemos preguntado alguna vez por qué los demás se fijan más en nuestros fallos que en nuestros aciertos? ¿No será probablemente porque hacemos nosotros lo mismo? Y, sin embargo, no sólo estamos necesitados de reconocimiento o refuerzo positivo, sino que éste nos ayuda a mejorar y a sentirnos mejor, irradiando positividad a nuestro alrededor.