MODO DE ADMITIR A LOS HERMANOS
(RB 58-05)
Sólo se busca lo que se desea y sólo deseamos lo que resulta apetecible. Dios, sin duda, es deseable a nuestros ojos, pero puede ser apetecible por múltiples motivos y de diversas maneras. Hay quien lo desea para evitar el castigo; es un deseo temerosamente interesado, es decir, impulsado por el temor. Hay quien lo desea para que las cosas le vayan bien; es un deseo materialmente interesado. Hay quien lo desea por los consuelos espirituales que proporciona; es un deseo espiritualmente interesado. Hay quien lo desea por la natural respuesta del que se ha sentido amado y acogido en su debilidad; es un deseo agradecido. Hay quien lo desea porque ha comprendido su condición de creatura, de hijo o de esposa ante Dios, añorando vivir la condición de hijo y el desposorio espiritual que busca la unión con Aquél que se ama. El que así busca suele hacerlo con gratuidad y necesidad amorosa, hasta el punto que no puede no buscarlo sin quedar frustrado. El renunciar a buscarlo sería como el renunciar a sí mismo, renunciar a avanzar en esa plenitud que añora.
Ninguna otra razón puede justificar la vida monástica como la búsqueda de Dios. Ciertamente que al principio pueden aparecer otros motivos que nos atraen más, pero al final todos deben ir cayendo o dejando paso a lo único verdaderamente esencial. Ni los motivos más espurios como la seguridad material, la elevación social, la posibilidad de adquirir conocimientos, etc., ni los motivos más nobles como el atractivo por la liturgia, el vivir en una vida comunitaria el amor fraterno, la posibilidad de tener un hábitat que favorezca el propio recogimiento, etc., pueden ser las razones determinantes para abrazar una vida como la nuestra y permanecer en ella.
Todo eso se puede dar inicialmente, pero si uno quiere ser tomado en serio por el Señor, si quiere buscarlo con sincero corazón, todos esos motivos tendrán que ser puestos a prueba. Es entonces cuando empezamos a decir ante la contrariedad: “para esto yo no he venido al monasterio”. Y, efectivamente, llevamos razón aún sin darnos cuenta. Yo no he venido al monasterio ni siquiera para vivir con unos hermanos perfectos, ni a celebrar una liturgia impoluta, ni a lograr la total armonía. Por lo único que venimos al monasterio es porque sentimos la llamada de Dios y deseamos buscar su rostro. Cuando nuestro corazón se instala en otras cosas, por muy espirituales que parezcan, sufrirá más de lo debido al ver cómo esas cosas se derrumban. En realidad nada se derrumba, simplemente se trata de una experiencia espiritual necesaria para que volvamos los ojos a lo único esencial, y retiremos nuestra mirada y nuestro consuelo de cosas que no son más que oportunidades para ver desde dónde vivimos y cómo las afrontamos.
Decimos estar aquí para buscar a Dios, pero en cuanto alguno de esos motivos entra en crisis, nos empezamos a tambalear. La búsqueda de Dios ha de ser probada en la fe. Y la fe es abandono en sus manos, donde todo, absolutamente todo, queda relativizado, permaneciendo sólo el amor de un corazón que se fía y confía, y que sabe que en esa confianza abandonada radica la mayor fecundidad apostólica. Nos cuesta comprender que el hacer comienza por el hacernos y dejarnos hacer. Que no son tan importantes las cosas que hacemos y el éxito conseguido cuanto el corazón que ponemos en ellas. Que la experiencia de Dios no se tiene en el gusto y la seguridad que dan las cosas bien colocadas en su sitio cuanto en la confianza y el amor que ponemos al afrontar todas las situaciones. El trabajo hacia fuera sin el trabajo hacia dentro nos hace mercenarios o esclavos. Pretender salvar el mundo sin haber alcanzado nosotros la salud conlleva graves riesgos de autoengaño.
Ya hemos visto que San Benito concreta esa búsqueda de Dios en tres actitudes: el celo por la obra de Dios, la obediencia y las humillaciones o prácticas de humildad. De alguna manera estos tres aspectos están relacionados con los tres votos que el novicio deberá emitir en su profesión (conversatio morum o vivir como monjes, la obediencia y la estabilidad) y con las tres etapas del noviciado que nos menciona la Regla (dos meses, seis meses, cuatro meses).
El celo por la obra de Dios hace relación al voto de conversatio morum, pues esa obra de Dios es la vida monástica y no sólo la liturgia, como ya veremos. La obediencia hace relación a sí misma. Las humillaciones siempre están en relación con los demás, purificándonos en el roce de la vida comunitaria, por lo que hacen relación al voto de estabilidad con el que nos comprometemos con una comunidad. Como vemos, San Benito se fija en las cosas esenciales a la hora de discernir las vocaciones. Se podría haber fijado en otros aspectos más concretos de la observancia monástica, pero lo que más le preocupa es evaluar la actitud que tiene el novicio para con Dios y para con la imagen de Dios, que es el hermano. El celo por Dios es lo primero; el amor a los hermanos por la obediencia mutua y el servicio en humildad, le acompaña necesariamente. Si esto no brota con naturalidad en el novicio, no hay que fiarse. Pues algunas personas “prometen mucho” y nos pueden cegar por sus cualidades, pero al final todo queda en nada si esto no existe. Nunca olvidemos lo que se nos dijo: los hombres miran las apariencias, pero Dios ve el corazón. En esto caemos más veces de las que nos imaginamos. A modo de ejemplo, a mí me preocupa más un novicio que no acepta una corrección o que se siente terriblemente humillado cuando se le hace alguna indicación en público, que otro que yerra en algo más importante pero pide perdón. La primera actitud revela a alguien dominado por su ego, que pretende maquillar su error proclamando que lleva la razón y que su persona merece un respeto. Es una actitud que le aleja más y más de la humildad que Dios quiere, ocupando su propio ego el lugar de Dios.
Observe si pone todo su celo en la obra de Dios, nos dice San Benito. Como bien sabemos, la RB sigue a San Basilio, que cuando habla de la obra de Dios se refiere más a la vida monástica en su conjunto que a la liturgia en particular (Reg. 6-7; cf. Colombás p. 164, nota 7). Quien busca a Dios lo ha de hacer siendo aquello para lo que ha sido hecho o respondiendo a la llamada que ha recibido. Esta es la mayor alabanza que se puede dar al Creador. Hay que ser celoso por la obra que Dios va haciendo en el propio interior. La obra que él desee hacer. Esa actitud de disponibilidad y apertura es lo que mejor define nuestra intencionalidad última.
Pero, naturalmente, la “obra de Dios” también hace relación a la alabanza divina. Si San Benito nos dice que cuando recitamos los salmos hemos de esforzarnos porque la mente coincida con lo que dicen nuestros labios, de igual manera ha de suceder en nuestra vida, pues de lo que abunda el corazón habla la lengua. Es la unidad que busca el monje, donde su propia vida es la expresión de la liturgia que celebra. Si en la liturgia celebramos el misterio salvador de Cristo, la alabanza al Padre, la unión de todos con un mismo corazón, unidos a la Iglesia y a la humanidad, entonces es que en la liturgia estamos expresando lo que deseamos vivir. La obra de Dios expresada en la vida y la obra de Dios expresada en la liturgia forman una unidad. Por eso quien es pronto para la obra de Dios es diligente en la alabanza divina y en la vida concreta que la expresa.