LA IMPORTANCIA DE LA MIRADA – CUARESMA 2017
En este inicio de cuaresma quisiera fijarme en un aspecto bastante inspirador del mensaje del papa para este tiempo litúrgico: la importancia de la mirada. Hay miradas que sanan: son miradas acogedoras, sonrientes, que no juzgan y están llenas de misericordia porque saben mirar con el corazón. Hay otras miradas duras, acusadoras, llenas de violencia, rencor o enfado, que nos arrugan, nos empequeñecen y hacen sentirnos culpables. Pero hay otras miradas todavía peores, miradas que matan sin disparar siquiera. Son las miradas que no ven porque ni siquiera miran, cuando tan necesitados estamos de ser mirados, de sentir que existimos para los demás.
La mirada es la puerta por la que se sale y por la que se deja entrar. La mirada que ve nos hace tomar conciencia de lo que pasa a nuestro alrededor, nos despierta el corazón ante las necesidades ajenas y nos impulsa a actuar saliendo de nosotros mismos. La mirada que ve, llena de esperanza al que nos necesita al sentirse visto, como el náufrago que observa que le han divisado desde el barco que pasa cerca de él.
La cuaresma es un tiempo de despertar nuestra mirada para que mire donde tiene que mirar y vea lo que tiene que ver. En ese contexto el papa nos invita a reflexionar sobre la parábola del hombre rico y Lázaro pobre (cf. Lc 16, 19-31). ¿Cómo eran sus miradas?
Estos dos personajes nos pueden resultar familiares por su forma de vivir, sus actitudes y su relación con los demás. En primer lugar se nos describe al pobre en medio de un cuadro deprimente: está hundido, sin fuerzas ni para levantarse, tirado a la puerta de la casa del rico para intentar comer algunas migajas que puedan caer de su mesa. Además, se le ve todo él llagado y lamido por los perros. Eso sí, tenía nombre, era alguien concreto, no se trata de la pobreza en abstracto, sino de un pobre, un pobre que se llamaba Lázaro. Un nombre que para mayor perplejidad significa “Dios ayuda”. El pobre que pasa a nuestro lado, que llama a nuestra puerta, que nos mira necesitado y que no es nadie importante, ni siquiera agradable, y que además nos complica la vida y nos quita tiempo.
Sin embargo, ese pobre que miraba por ver si podía coger algunas migajas caídas de la mesa del rico –que no ofrecidas-, ni era visto ni era mirado por el rico. Su presencia resultaba invisible a los ojos del rico. Es precisamente esa una de las experiencias más duras que manifiestan ciertos pobres tirados en la calle: ser invisibles para los viandantes. El rico no mira a Lázaro porque no le resulta valioso, nada le puede ofrecer, no es nadie en su vida. Algo muy distinto nos sucede cuando vemos al otro como un don para nosotros, como alguien valioso que Dios pone en nuestro camino. Y, sin embargo, es el pobre aquel por el que un día nos dirán: tuve hambre, sed, estuve desnudo, preso, enfermo y me acogiste… o pasaste de largo. Por eso es un don. Porque es el mismo Dios que se nos da en su imagen humana. Resulta así que la presencia de Lázaro es la presencia de la “ayuda de Dios” para nosotros. Es la oportunidad que se nos ofrece para transformar el corazón de piedra en un corazón de carne. Es la oportunidad que Dios nos pone delante para recibirle a él mismo en nuestra casa, para ofrecerle lo nuestro y gozar de su presencia. Pero ¿cómo reconocer una presencia tan desconcertante, cuando pensamos que se debiera presentar en forma de paz, ausencia de problemas, vida ordenada y limpia, gozo sensible o sublime experiencia?
¿Por qué para el rico era invisible? El rico que se nos presenta en la parábola carece de nombre (epulón = rico). Viste de púrpura, como los dioses y los reyes. Su riqueza era excesiva y ostentosa, pues banqueteaba a diario espléndidamente, mostrando así su poder para ser halagado y disfrutar de la vida. Su riqueza le cegó, le llenó de vanidad y le ensimismó en una soberbia por la que ya no veía a nadie más que a sí mismo. El dinero y el poder en todas sus formas pueden endurecernos el corazón encerrándonos en nosotros mismos. De ahí la importancia de abrir nuestra puerta una y otra vez a la solidaridad, mirando las necesidades de los otros y compartiendo todo lo que hemos recibido. El otro se transforma así en un don que se nos hace, una ocasión que se nos da para vencer nuestro propio egoísmo, para evitarnos ser prisioneros de una apariencia vacía. El pobre y también los momentos de prueba en los que algo se nos quita, en los que somos rechazados o humillados, son un verdadero regalo de Dios para no quedar presos de nuestra apariencia y nuestra soberbia. La riqueza, el poder, el reconocimiento de los demás, nos pueden atontar encubriendo el vacío interior y haciéndonos olvidar nuestra propia fragilidad. Y embobados en nosotros mismos nos olvidamos de ver a los pobres que nos rodean. Es lo que tiene la riqueza en cualquiera de sus formas. No nos preocupemos cuando nos despojan, que es un don de Dios para ser libres.
Al final de la vida se revela nuestra realidad más profunda. Sin nada vinimos al mundo y sin nada nos iremos de él, nos recuerda San Pablo (1 Tim 6,7). El rico y el pobre se encontrarán de una forma nueva. Curiosamente, ahora será el rico quien mire al pobre Lázaro. La necesidad le abre los ojos y le quita el velo de la apariencia que da la riqueza y el poder. Ahora parece que el rico sí mira a Dios, viendo a Lázaro descansando en el seno de Abrahán. Quien no vio la presencia del pobre, ahora desea que el pobre le mire a él y vaya a aliviar su dolor. Sólo en la necesidad el rico toma conciencia de cómo tenía que haber actuado ante el pobre. Sólo en la necesidad seremos capaces nosotros mismos de mirar con la ternura de Dios. Sólo el enfermo comprende al enfermo, como sólo el pobre comprende al pobre.
La cuaresma comienza precisamente con el reconocimiento del propio pecado, con la invitación a tomar conciencia de lo que somos, recibiendo la ceniza que nos invita a salir de nuestro ensimismamiento. Pero bien sabemos que eso puede quedarse en un simple rito. De ahí la importancia del don de Dios para toparnos de frente con nuestra pobreza en todas sus formas. Don que nos permitirá tener una mirada benévola hacia los pobres que nos rodean. Es la espiritualidad de Jesús que tanto nos cuesta comprender porque nos cuesta aceptar nuestro propio pecado y buscamos una espiritual de apariencia con la que nos sintamos bien, sin ser molestados, sin mancharnos las manos, contentándonos con dejar caer algunas migajas de nuestra mesa, pero sin abrazar al pobre.
La parábola del rico y del pobre Lázaro no se ha escrito para consolar al que sufre prometiéndole un festín en la otra vida y así que pueda sobrellevar mejor el hambre en ésta. Es un aviso para nosotros cuando sentimos la tentación de vivir en una burbuja de seguridad, cayendo en la idolatría del dinero, del poder, de la buena fama, de la soberbia, de la vanidad o de la cerrazón de corazón. Justamente antes de esta parábola nos dice el evangelista: Los fariseos, que eran amigos del dinero,… se burlaban de Jesús. Y les dijo: “Vosotros os las dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones, pues lo que es sublime entre los hombres es abominable ante Dios (Lc 16, 14-15). Jesús se refiere a los ricos, pero lo que provoca la parábola no parecen ser los ricos paganos en primer lugar, sino los creyentes, incluso devotos y religiosos, que viven en la idolatría del dinero, el poder y la apariencia. A fin de cuentas el rico parece creer en Dios, pero sólo en el tormento de la condenación exclama: “Padre Abrahán”.
Moriremos según hayamos elegido vivir. La otra vida será plenitud de ésta. Por eso es tan importante tomar conciencia de lo que ahora estamos viviendo sin refugiarnos en la seguridad que nos da el ser hijos de Dios. Nos toca no sólo ser hijos, sino vivir como hijos y reconocer como hermanos a todos los demás. La cuaresma es un tiempo especial para ello experimentando nuestro vacío con el ayuno en todas sus formas, reconociendo la primacía de Dios en la oración y por la lectura asidua de su palabra y mirando al hermano necesitado con la limosna que se hace sentir, no bastando las migajas que se nos caigan de la mesa.
El problema del rico es que vive cerrado a la palabra de Dios. Quizá es una persona religiosa, pero cerrada a la palabra de Dios. Por eso dice el evangelista: es inútil que tenga una experiencia maravillosa, eso no le convertirá, pues si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto.
Aprovechemos este tiempo cuaresmal para dejarnos hacer por la gracia estando abiertos a ella.