MODO DE ADMITIR A LOS HERMANOS
(RB 58-04)
¿Cómo discernir si el que desea ser monje tiene vocación y recta intención? Nos dice San Benito: Y tengan cuidado en observar si de veras busca a Dios, si es solícito para la obra de Dios, la obediencia, las humillaciones.
Con frecuencia las apariencias pueden engañar. La piedad o fogosidad espiritual son bien recibidas, pero por sí mismas no son indicio absoluto de vocación. La vocación no radica en las emociones ni en el estado de ánimo, en las muchas palabras espirituales ni en supuestas inspiraciones, en la predisposición natural para una vida sosegada o en la facilidad para relacionarse con los demás. Todo ello puede ayudar, pero lo más auténtico se refleja en lo cotidiano de la vida, en la actitud del corazón. San Benito es claro y concreto: el discernimiento de una vocación se basará en observar si de verdad busca a Dios, si se tiene celo por el oficio divino, y si se está pronto para obedecer y acoger con sencillez las humillaciones de la vida cotidiana. Este programa que propone a los novicios es el que propone también a los monjes a lo largo de la Regla.
¿Qué quiere decir San Benito cuando habla de la búsqueda de Dios? Dicha expresión encierra muchos matices en la literatura bíblica y patrística. La búsqueda de Dios es una actitud esencial del hombre religioso que orienta completamente la vida del monje. Supone un vivir de cara a Dios, una apertura confiada a Dios y una adhesión a Cristo. La búsqueda de Dios nos adentra en el abandono y hace de nuestra historia una historia de salvación, pues reconocemos que la providencia divina está presente en nuestra vida. Esto hace del buscador de Dios una persona naturalmente orante. Por eso San Benito habla a continuación del celo que debe manifestar el novicio por la obra de Dios.
Cuando San Benito habla de la búsqueda de Dios, sin duda tiene presente su trasfondo bíblico y la práctica monástica. El hombre busca a Dios porque Dios ha salido primero a su encuentro. La misma creación es una salida de Dios al encuentro del hombre. En el paraíso se nos recuerda cómo Dios iba en busca del hombre al atardecer para pasear con él y entrar en intimidad. Pero el hombre expulsado por su propio pecado marcha del paraíso con una sed que no será colmada sino en la búsqueda. Esa sed de la que nos habla el salmo: Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. El hombre siempre experimentará la necesidad de ese Dios del que se ha apartado.
El ser humano es curioso por naturaleza, tiene inscrito en su corazón esa sed de búsqueda, de crecer en el conocimiento. Pero esa sed no siempre encuentra el cauce apropiado. Nos dice el libro más vitalista de la Biblia, el Eclesiastés: El hombre se fatiga en buscar sin jamás descubrir nada (Ecl. 8,17). Y, sin embargo, Jesús nos recuerda: El que busca, encuentra (Mt 7,8). El hombre siempre busca a Dios de una u otra manera, lo lleva inscrito en la esencia de su ser, pues es “capaz de Dios” al ser imagen suya, pero esa búsqueda puede tomar derroteros que no llevan a ninguna parte. Y cuando digo esto no sólo me refiero a los que viven en pecado, apartados de Dios o de la Iglesia, los que se confiesan ateos o viven como tales; sino que también entre los que nos llamamos creyentes y hemos optado por una vida religiosa puede darse que nos extraviemos en la búsqueda aun con buenas intenciones, como ya nos avisa San Juan de la Cruz en su subida al Monte Carmelo.
Quizá nuestra fatiga sea grande y nuestro trabajo estéril si no alcanzamos a comprender que la verdadera búsqueda está en dejarse encontrar. Ciertamente que no es un dejarse encontrar cómodamente pasivo, sino activo. Como activo tiene que estar el que escucha con atención dejándose transformar por la palabra que recibe, sin ser arrastrado por la somnolencia que hace de barrera a la acción del Espíritu del Señor sobre nosotros, lo conocido como acedia monástica.
Ya en el Prólogo de la Regla se nos recuerda que nuestra búsqueda de Dios está precedida por la búsqueda del hombre por parte de Dios: Buscando Dios su obrero fiel en medio de la multitud del pueblo… pregunta, ¿Quién es el hombre que desea la vida y disfrutar de días felices? El Señor busca, invita, exhorta, llama a nuestra puerta, pero nunca obliga. Trabaja desde la seducción del enamorado. La respuesta del hombre en la vida monástica se expresa por lo absoluto de esa búsqueda de Dios, no anteponiendo nada a Cristo, es decir, renunciando al mundo y sus apetencias, a sí mismo y a todo lo que pueda ser un obstáculo en la escucha de la llamada que nos hace el Señor. El monasterio es la escuela donde se aprende la teoría y la práctica de todo eso. Bien sabemos que se puede saber de Dios sin saber a Dios. Muchos hablan de Dios sin conocerlo más que en los libros. Los hermanos y la vida cotidiana son el mejor espejo de la autenticidad en nuestra búsqueda de Dios. Buscar a Dios es buscar primero el Reino de Dios y su justicia (Mt 6, 33), nos dice el Señor, renunciando a nuestra propia justicia, como nos recuerda San Pablo (cf. Rm 10,3).
Como tantas veces hemos dicho, busca más acertadamente a Dios no el que sube montañas o hace grandes proezas, sino el que sabe leer la presencia de Dios en su propia vida, en los acontecimientos más anodinos y en los más importantes.
La búsqueda de Dios siempre ha llevado a tener una relación especial con la divinidad, lo que se hace mediante el culto. Parece como que toda acción litúrgica, sea en la religión que sea, nos acerca al misterio. El ritual favorece esa impresión. Para muchos ese ha sido el lugar de encuentro, el lugar donde hay que buscar a Dios. Ciertamente que en la liturgia Dios se nos hace presente, pero no podemos olvidar aquellas palabras de San Pablo: Algunos al tomar el cuerpo del Señor, toman su propia condenación. Es evidente que la liturgia nos acerca al misterio divino, pero eso no basta. Dios se sentía hastiado de los toros cebados y la grasa de carneros que le ofrecían en sacrificios unos corazones duros e injustos. Él pide otra cosa al que le busca sinceramente: Miradlo, los humildes, y alegraos, buscad al Señor, y vivirá vuestro corazón. Que el Señor escucha a sus pobres (sal 68, 33-34). Sólo el pobre experimenta la necesidad de buscar, sólo el humilde se deja encontrar, sin poner condiciones a Dios. Por eso, cuando San Benito nos habla de la búsqueda de Dios que deben manifestar los novicios, nos la concretiza no sólo en el celo por la obra de Dios (culto), sino por la actitud de un corazón obediente y humilde.
Para eso necesitamos ser probados en la paciencia. La comunidad es una excelente escuela para ello, pero con frecuencia intentamos hacer novillos para zafarnos de la paciencia que nos exige el sobrellevar las diferencias de los hermanos que nos ponen nerviosos. Como nos cuesta reconocer que el pecado está en nosotros, que no somos pacientes ni humildes, echamos la culpa al otro y pedimos que cambie en nombre de la “verdad”, una supuesta verdad eclesial o monástica que la mayor parte de las veces no es más que mi verdad, aquello que yo pienso, aquello con lo que me siento más a gusto, aquello que va más en sintonía con mi carácter.
Las cosas se pueden hacer de muchas maneras y no puedo imponer la mía simplemente porque me cueste aceptar la diversidad del hermano. Siempre hay momentos para dialogar comunitariamente y conocer la sensibilidad de los otros hermanos, buscando el modo de agradarles y no de que nos agraden. Esta es la verdadera paciencia, obediencia y humildad que transforma el corazón. Nuestra gran tentación es armarnos de razones para que los demás se dobleguen a nosotros, pero quien eso hace no va por un camino verdaderamente espiritual, pues no busca a Dios, sino que hace de sus criterios la voluntad de Dios. No debemos preocuparnos demasiado cuando surge el conflicto, pues siempre tenemos mecanismos para discernir, empezando por el abad.
Cluny consideraba a la iglesia monástica como la Jerusalén celeste, por lo que practicaban el culto con mucha majestuosidad. Císter consideraba a la iglesia monástica como la Jerusalén celeste, por lo que dejaron de lado toda majestuosidad buscando lo sencillo y pobre, pues en lo más simple está la esencia del Todo, y en la Jerusalén celeste no hay templo, sino que el templo es el Cordero… Si a uno le gusta la uniformidad, llamará a la diversidad relativismo. Si a uno le gusta la total libertad de expresión, no aceptará los límites ni los criterios comunes, diciendo que fuerzan la voluntad de las personas y con ellos se coarta la creatividad. Y todo para no dar su brazo a torcer.
La paciencia con los hermanos, el saber acoger su diversidad es un camino más seguro en nuestro camino espiritual que el imponer nuestros criterios. Cuando parece que nos molesta todo de tal o cual hermano, debemos preocuparnos por la orientación que tiene nuestra búsqueda de Dios.