MODO DE ADMITIR A LOS HERMANOS
(RB 58-01)
Este es uno de los capítulos más importantes de la RB, pues nos deja entrever algunos de los aspectos que más valora San Benito en nuestra vocación monástica. Se trata del capítulo 58, el modo cómo admitir a los que llaman al monasterio y qué pasos deben dar antes de emitir su profesión.
En un mundo como el nuestro de la imagen y la propaganda, en un mundo en el que se busca tener adeptos para vender el propio producto, donde a veces no importa cambiar los propios principios para recibir más votos, el consejo con el que comienza San Benito este capítulo no puede ser más contradictorio. Nos dice: Cuando alguien se presenta por primera vez para abrazar la vida monástica, no se le admita con facilidad, sino, como dice el Apóstol, “examinad los espíritus, si son de Dios”.
San Benito manifiesta una cierta prevención. Le importa mucho el proyecto monástico como para diluirlo por el afán de ser más o por la poca discreción a la hora de admitir candidatos. De ahí que manifieste una cierta cautela ante los que se acercan por primera vez al monasterio. No parece que sea la actitud más evangélica, pues bien sabemos que el amor todo lo cree, todo lo soporta, etc. Sin embargo, en todo grupo humano donde hay un compromiso de vida hay una cierta selección de candidatos y un tiempo de prueba y aprendizaje. Así sucedió en la vida monástica prácticamente desde sus orígenes. ¿Por qué? Recojo aquí lo que dice el P. Colombás al respecto y que puede resultar un tanto duro, pero que sin duda tenía mucho peso en la mentalidad de San Benito y de sus coetáneos: “Los aspirantes a abrazar la vida monástica -los posibles nuevos miembros de la comunidad- proceden, sin excepción, de ese mundo exterior estragado y corruptor, hacia el que San Benito, al par de los monjes antiguos en general, experimenta tanta desconfianza y recelo… El peligro de que con los postulantes se infiltraran en el monasterio las máximas y las costumbres mundanas, indujo a los Padres del cenobitismo a probar duramente su espíritu, la seriedad y consistencia de sus propósitos, negándoles repetidamente la entrada y, una vez admitidos, obligándolos, como posibles portadores de gérmenes nocivos para la salud de la comunidad, a observar una especie de cuarentena, durante la cual debían aplicarse con toda seriedad a reflexionar sobre su vocación, aprender el nuevo género de vida y desprenderse de sus ideas y hábitos seculares”. Hasta aquí la cita.
Sin duda que estas palabras pueden resultarnos un tanto duras, aunque probar a los que llegan al monasterio es un signo de autenticidad. Hoy el discernimiento debe prestar atención a las motivaciones profundas del candidato y no dejarse llevar por la tendencia sincretista que lleva a acogerlo todo sin demasiada preocupación, un sincretismo envolvente y sin aristas propio de la postmodernidad y su deseo de unir todas las ideas en una difícil síntesis. A este respecto los años en que vivimos son aún más sensibles a esto, pues ya no entran en los monasterios niños “incontaminados”, sino adultos con todo un bagaje secular muy pegado a la piel y, a veces, hecho ya parte consustancial a sí mismos. Por este motivo es más importante aún procurar un buen discernimiento. Pero debemos saber muy bien por qué, para qué y cómo realizarlo. Según sea el espíritu que nos mueva, así será la selección.
Todo simplismo resulta reconfortante pues nos evita afrontar los problemas y las trabajosas soluciones, pero a la larga se revela catastrófico. Si partimos del principio que el monasterio debe acoger a todo el mundo, pues es un lugar de sanación donde todos pueden vivir y nosotros no tenemos derecho a negárselo a nadie, es probable que transformemos nuestra casa en un nido de grillos. Si, por el contrario, exigimos que los que entran estén ya bien “desinfectados” y posean la ductilidad necesaria para hacerlos a nuestra imagen y semejanza, puede que nos quedemos solos en una espera estéril o llenemos nuestra casa de personas infantilizadas y temerosas.
San Benito nos da la clave de la criba inicial. No se trata de ser buenos o malos a la hora de recibir a alguien, sino de discernir si el espíritu que mueve al candidato viene de Dios o no, esto es, discernir si ha recibido la vocación. Eso es lo verdaderamente importante. Ahora bien, en cada tiempo y lugar la forma concreta de realizarlo va a variar. Es muy distinto si se trata de gente ruda o culta, de un jovencito o de un veterano, de un acomodado o de uno que no tiene para comer o está solo en el mundo, si viene de un contexto secularizado o de un país muy católico, etc. Y aún en medio de todo eso Dios es libre de llamar a quien quiera, encomendándonos a nosotros hacer de guías expertos o parteros del espíritu.
San Benito dejaba entrar en su monasterio a todo tipo de personas: niños, clérigos, monjes de otro monasterio, esclavos, nobles,… además de laicos de cualquier condición. Por ello era importante un buen discernimiento inicial que se fijara en las intenciones profundas y en la capacidad y deseo de hacer un cambio de vida. Al venir al monasterio se tiene que manifestar un deseo de cambiar de vida (conversationem), no la intención de acomodar la vida pasada a un nuevo contexto. Así como Jesús nos dice que el Reino de los cielos es de los violentos, de los que se hacen violencia, así el monasterio no es para los indolentes, sino para aquellos que de verdad desean responder a la llamada de Jesús a seguirlo y purificar el propio corazón según los designios de la Providencia. El forzar la situación desde el inicio es un estímulo para el que llega y un toque de atención sobre lo que está realizando. Hoy día entrar en un monasterio no es alcanzar un estatus social más elevado. Por eso, el hecho mismo de acercarse al monasterio ya supone una actitud arriesgada, un hacerse violencia e ir contracorriente, siempre, claro está, que no se esté buscando un refugio. Por ello, con frecuencia, basta con presentar al candidato las cosas tal y como son, sin ocultar ninguna dificultad de la vida monástica, sin pretender dorar la realidad, para que ellos mismos descubran sus motivaciones reales. Mi experiencia personal es que lo más difícil para los que vienen es simplemente afrontar con seriedad su propia vida, olvidarse de sí y caminar confiadamente en el Señor. Luego vendrán las demás pruebas.
Es peligroso fijarse sólo en las apariencias. La juventud, la inteligencia, la habilidad, la religiosidad, la docilidad y hasta la hermosura pueden ser elementos que nos confundan a la hora de discernir una vocación. Hay que estar muy liberado de sí mismo para intuir la presencia de una vocación que no siempre aparece con claridad debido al trabajo que está por hacer. Más importantes que las cualidades personales o la aparente modestia, docilidad o religiosidad es el deseo de Dios, el haber experimentado cómo el Señor ha entrado en la propia vida y sentir el deseo de seguirle, conocerlo y entregarse a él. Hay piadosos que avanzan poco en el camino espiritual. Pero hay pocos que no avancen si han experimentado el deseo de Dios y tratan de acrecentarlo. Cada uno lo hará con las rudezas o sensibilidades adquiridas, pero lo hará.
Examinar si los espíritus vienen de Dios es la misión principal del maestro de novicios. Por eso el maestro no se debe dejar engañar por las apariencias ni siquiera por sus propias apetencias o sintonía con el que llega. Debe tratar de ver si el candidato se mueve o no por una llamada de Dios y si está dispuesto a responder a ella. Esta disposición es uno de los signos más claros de autenticidad. Y, como en la escuela, lo más complicado son los que siempre sacan de nota un 4 o un 5, pues el profesor no sabe si aprobarlos o suspenderlos. De ahí que el tiempo, en ciertos casos, sea uno de los elementos más valiosos para el discernimiento. Y ni siquiera eso da una total garantía, pues la respuesta a la llamada es tarea de toda la vida y hay muchos momentos de prueba, cansancio y retrocesos que pudieran llevar al abandono.