LA INVESTIDURA DEL ABAD
(RB 64-01)
Como bien sabemos, San Benito dedica dos capítulos de su Regla a hablar expresamente del abad. En ambos da una serie de directrices diciendo cómo debe ser el abad para que no se olvide de su misión y la desempeñe según el corazón de Aquél que se la encomendó. Pero sólo en el capítulo 64 se detiene a determinar cómo ha de ser la elección del abad.
De entrada llama la atención cómo San Benito se aparta de sus fuentes más cercanas como son la Regla del Maestro y San Pacomio, que mandan que el abad sea designado por su predecesor. San Benito, quiere que lo elija la propia comunidad. ¿Por qué? Esa forma de actuar nos puede parecer más cercana a nosotros, con visos de mayor democracia, pero en realidad no hace sino seguir otra tradición antigua según la cual el superior era elegido por los hermanos. Además, si nos fijamos bien, a él no le importa tanto las formas de la elección cuanto el fin. Esto es, que no se detiene en determinar cómo se ha de realizar la elección, y mucho menos dice que sea elegido por la mayoría absoluta. A él lo que verdaderamente le interesa es que el candidato sea “digno” de esa misión. Por eso, tan pronto nos dice que sea elegido unánimemente por todos, como que sea por una parte pequeña de la comunidad con mayor juicio, como que sea el obispo el que lo designe o los abades de la región (RB 65).
En realidad estas son prácticas diversas que encontramos en la tradición monástica. Así San Basilio quería que fuesen los abades de la región los que eligiesen al nuevo superior. León Magno quiere que el obispo diocesano determine, en caso de una votación ajustada, qué grupo de electores tiene “mejor criterio”. San Agustín era él mismo el que nombraba a los superiores de los monasterios africanos. En la isla de Lerins (455) se dice que eran los “monjes laicos” los que elegían a su abad, pero lo debía confirmar el obispo. En Palestina se presentaba al patriarca para que él lo confirmara si lo veía digno, etc. Incluso hay quien piensa que la “elección” de la comunidad a veces no consistía más que en la aceptación de la designación hecha por una autoridad. Todo es posible. Lo único verdaderamente importante para San Benito es que el abad sea un verdadero padre para la comunidad, de vida recta y doctrina sana, y en caso contrario puede ser depuesto.
Esta imprecisión en la elección de una parte tan importante de la comunidad, como es el superior, resulta difícil de comprender a una mentalidad tan cartesiana como la nuestra, al mismo tiempo que la aparente actitud democrática que aparece a primera vista queda bastante devaluada. La última palabra parece que siempre la tenía el obispo, como pastor de la diócesis y responsable de todos los cristianos del lugar. Hoy, por la exención de los religiosos, la última palabra la tiene la Santa Sede, que delega el poder de confirmación en el Abad General, y que tiene autoridad, si el caso lo requiere, de solicitar a la Santa Sede se ponga un comisario apostólico determinado. También los “abades del lugar”, figura en la que podemos ver reflejado hoy al P. Inmediato, pueden poner a un superior, pues es el P. Inmediato quien tiene potestad para poner un superior ad nutum en la comunidad.
Nos dice la Regla: En la investidura del abad se ha de tener siempre por norma que sea instalado aquel que toda la comunidad se haya elegido de común acuerdo según el temor de Dios, o bien sólo una parte de la comunidad, aunque pequeña, pero con mejor criterio. Al que ha de ser investido elíjanlo según el mérito de vida y la sabiduría de doctrina, aunque sea el último en el orden de la comunidad.
La dignidad del abad no está en función de un voto, sino del temor de Dios. Ni siquiera ocupa el primer lugar la observancia perfecta del candidato que exigía la RM, aunque esté en la misma línea. Tampoco dice que se elija al más inteligente, al más sensible a las inquietudes del mundo de hoy, al más habilidoso, etc. Los electores y el elegido se deben mover por el único criterio del amor de Dios. Incluso se dejan de lado aspectos tan importantes en otros lugares como son la ancianidad o el rango que ocupa.
Hay un detalle que también llama la atención. Desde siempre se ha temido la intromisión de agentes externos en el gobierno de la comunidad. Sin embargo, San Benito quiere que el obispo, los abades y los laicos del lugar hagan lo posible para deponer al abad indigno, incluso les llega a recriminar si no lo hacen. Ello está revelando un profundo sentido de Iglesia y celo por la obra de Dios: Pero incluso en el caso de que toda la comunidad eligiese con un mismo criterio a un individuo que consienta sus desórdenes –Dios no lo permita-, y estos desórdenes llegan de algún modo a conocimiento del obispo de la diócesis a la cual pertenece aquel lugar, y de los abades y de los cristianos vecinos, impidan éstos que prevalezca la conspiración de los malos y pongan un administrador digno en la casa de Dios, sabiendo que recibirán por ello una buena recompensa si lo hacen con pura intención y por celo de Dios, y que, al contrario, cometerán un pecado si lo miran con indiferencia.
El que necesitemos una autonomía para responder a la vocación recibida no es sinónimo de hacer de nuestra capa un sayo. Nuestra autoridad viene de la Iglesia y la Iglesia (todos los cristianos) tiene algo que decir y puede pedirnos cuentas. Después del concilio Vaticano II se empezó a hablar con fuerza de la colegialidad en la Iglesia, comenzando por los obispos. Esto es, que todos, especialmente los pastores, somos responsables de toda la comunidad eclesial. Quedar encerrados en nosotros mismos, en nuestras preocupaciones y necesidades, el no estar atentos a las necesidades de los demás e ir en su ayuda, el dejar que el mal se infiltre y no hacer nada para combatirlo, es condenarse a la esterilidad del que sólo vive para sí mismo por haber perdido su sentido eclesial y social. Ni esto es saludable ni estar metiendo la nariz en la vida de los demás imprudentemente, intentando arreglar en los otros lo que antes no se ha arreglado en la propia casa.
Desde una experiencia comunitaria observamos también cómo existe el peligro de sentirse un poco señor feudal en el cargo que se nos ha confiado, poniéndonos nerviosos si se nos piden cuentas. ¡Qué prontos estamos a defender nuestros derechos y autonomía y qué tardos a recibir cualquier toque de atención!
El abad debe vivir todo esto con espíritu de fe y lucidez, sabiendo que su misión principal es mantener unida a la comunidad en el amor. El hecho de ser un miembro de la misma y haber sido elegido por ella -y a ser posible por unanimidad, según San Benito-, es porque se debe por entero a los hermanos, alimentando esa cohesión que ellos han manifestado en la elección. Una unidad que debe trabajar día a día. Para ello es imprescindible trabajar primero en la unidad entre los hermanos y el abad. Si el abad se siente unido a los hermanos y éstos a él, entonces la unidad en el amor de Cristo dentro de la comunidad será un hecho. Decía el abad de la Pierre-qui-vire: “Feliz el monje que en lo íntimo de su corazón reelige cada mañana a su abad, le recibe de Dios tal como es, con sus cualidades y sus defectos: como de la roca en el desierto, manará para él agua viva en recompensa de su fe”. Igualmente podemos decir del abad. Si ve en los hermanos esa presencia de Cristo al que debe servir y no de quienes puede servirse, entonces su misión se hará llevadera y grata. Eso mismo podemos decir de cada uno de nosotros en las misiones que se nos han encomendado y en relación a los demás. Los hermanos pueden parecer rocosos por sus defectos, pero si los acogemos de corazón por la fe, esa fe nos mostrará que sale agua viva de la roca que tenemos delante.