LOS ARTESANOS DEL MONASTERIO
(RB 57-03)
Finalmente el presente capítulo de la RB menciona otro vicio, la codicia: Y en los precios no se infiltre el vicio de la avaricia, antes bien dese siempre a un precio un poco más bajo que lo que puedan darlo los seglares, “para que en todas las cosas sea Dios glorificado”. Como vemos, nos avisa de una forma de codicia que podemos tener con el pretexto de hacerlo por el bien de la comunidad, pero que en el fondo pudiera hacerse por el afán personal de sacar más rendimiento a las cosas, una cierta codicia personal.
La avaricia o la codicia es uno de los siete pecados capitales que reconoce la tradición cristiana y al que alude la tradición monástica desde sus principios. Cuando Casiano se refiere a ella en el ámbito monástico, lo hace con un cierto desdén. Considera que ese vicio es algo que brota fuera de nosotros y es producto del abandono espiritual de un alma indolente. Cuando ya no hay interés por lo espiritual, buscamos compensaciones en lo material, dando a las cosas una importancia desmesurada y ponemos en ellas nuestra seguridad. Por eso es uno de los vicios que más tarda en entrar en el corazón, algo más propio de viejos que de niños o de jóvenes, pero que cuando se asienta en alguien es muy difícil desprenderse de él.
No me resisto a recoger aquí un texto de las Instituciones donde Casiano -ya en el siglo V- expone lo que pasa por el corazón del monje veterano cuando le ataca la avaricia: “El relajamiento y la tibieza se han apoderado del alma del monje. Muy pronto la avaricia franquea la puerta de su corazón. Al principio esta pasión sólo le solicita por una suma pecuniaria sin importancia. Con mil apariencias justas y razonables, se imagina ya un deber de reservarse y procurarse dinero. Por otra parte se queja de que el régimen del monasterio es asaz insuficiente; apenas da lugar a mantener una salud robusta y la vida se hace difícil. En ese plan, que venga por casualidad a declararse una enfermedad. ¿Qué hacer si ese monje no dispone en reserva de cierto peculio particular, con el cual pueda subvenir a las necesidades perentorias que originan sus achaques? La ayuda que proporciona el monasterio no le basta; y la negligencia y descuido en que se tiene a los enfermos, es más que notable. Ante la parvedad, pues, de los recursos y la dificultad de cuidar su salud, no le queda otro remedio que morir miserablemente. Hay más. La ropa que se le da no es, ni con mucho, suficiente, a menos que disponga de ciertos ahorros para adquirir la necesaria en otra parte. En fin, no podrá permanecer por mucho tiempo en el mismo monasterio; y claro es que si no tiene en depósito el dinero preciso para el viaje y para sufragar los gastos de la embarcación, imposible desplazarse al extranjero cuando le plazca (…) Paulatinamente va dando pábulo a su ambición hasta verse cogido en la red. Todas sus aspiraciones se concentran ahora en adquirir siquiera un denario (…) Ya tiene en sus manos la moneda codiciada. Pero ¡oh tortura!, lejos de estar satisfecho, no piensa ahora más que en el modo de duplicarla, solícito por otra parte al pensar en dónde va a esconderla o a quién va a confiarla. Además, discurre inquieto sobre qué es lo que podrá comprar con ella y qué manipulaciones hará para mantenerla y aun acrecentarla…”.
La primera inquietud va generando otras muchas en cadena que esclavizan más y más al que dejó de cultivar su espíritu. Tanto ocupa la mente y el corazón, que quien se deja llevar por la avaricia ya se incapacita para crecer en toda virtud. El único remedio contra la avaricia es no comenzar el camino, esto es, vivir el despojo abrazando la pobreza sin apropiarse de nada. Quizá nosotros no lleguemos a grandes cosas, pero si estamos atentos también es posible que descubramos esa codicia que surge cuando menos nos lo esperamos.
La avaricia que busca acumular bienes para el futuro se puede expresar también en la tentación de asegurarse unos bienes por si uno termina marchándose del monasterio. Ya San Benito nos puso en guardia contra ello cuando nos hablaba de los niños ofrecidos por sus padres para vivir en el monasterio. Eso impide dar el salto al vacío de una vida consagrada y tener la experiencia espiritual que ello conlleva viviendo en el abandono y la confianza.
En este capítulo San Benito se refiere en concreto a la codicia que se puede desprender en la venta de los productos del monasterio. Lo que más me sorprende es la motivación espiritual que nos da. Ni siquiera se refiere al crecimiento espiritual del monje, que ya es bastante, sino que alude a otra razón: para que en todo sea Dios glorificado. Si el monasterio es la casa de Dios, donde se alaba a Dios, ¿cómo ser causa de escándalo para los que se acercan a nosotros?, ¿cómo no ser transmisores de la bondad de Dios aún en las cosas materiales? Lo espiritual no puede dejar de lado lo material, sino que lo debe iluminar.
Es cierto que en todo es fundamental la discreción, pues aún lo más santo puede ser causa de escándalo. No se trata literalmente de vender las cosas más baratas pase lo que pase, sino de que en todo sea Dios glorificado. Cuando se busca esto, se tiene la discreción necesaria para tener presente a la misma comunidad y sus necesidades vitales, que si no son atendidas engendrarían otra serie de males, además de caer en una posible competencia desleal. Necesitamos una discreción que no nos aleje de la autenticidad de nuestros votos y nos permita una rentabilidad tal en las cosas que vendemos que podamos vivir de nuestro trabajo. No obtener un beneficio de lo que hacemos conlleva un desajuste económico que termina en tensiones comunitarias y personales que en nada nos ayudan.
Discreción para no dejarse arrastrar por la avaricia que es una pasión desordenada, pero también discreción para no caer en unos escrúpulos personales que pudieran buscar ocultamente ser mejor que los demás, es decir, caer en una sutil soberbia so capa espiritual. El realismo en lo concreto no se debe apartar de la espiritualidad ni olvidarla.
La economía del monasterio no es una economía de mercado ni se puede dejar arrastrar por la codicia del capitalismo. La economía del monasterio debe centrarse siempre en las personas, tanto en los monjes que trabajan para poder vivir y compartir como de los que se acercan a nosotros, de quienes no podemos aprovecharnos. Otra cosa diferente es que la estructura del mercado actual no nos permita competir con los productos de baja gama, salvo en el caso de la agricultura. Cada monasterio debe adaptarse a la realidad del país en el que vive y del momento en el que se encuentra comunitaria y socialmente, evitando siempre la codicia o apego al dinero que se olvida de las personas.