LOS ARTESANOS DEL MONASTERIO
(RB 57-02)
Todos los dones que hemos recibido debemos tratar de desarrollarlos en beneficio de la comunidad, pero ya hemos visto que en ningún caso son un valor absoluto, más vale prescindir de ellos si no se utilizan con rectitud de corazón, cumpliendo así el mandato del Señor: si tu ojo te escandaliza, sácatelo, pues más te vale entrar en el reino de los cielos tuerto que con los dos ojos. Por eso San Benito prefiere la pobreza que supone prescindir de las habilidades de un artesano engreído que su perdición espiritual.
En nuestra época esto resulta difícil y fácil de comprender a un mismo tiempo. Es difícil de entender por el valor que se da al individuo y su autonomía, pero es comprensible por la sensibilidad comunitaria que se tiene, al menos dentro de la Iglesia. En cualquier caso hemos de estar muy atentos para no dejarnos engañar. Dice un autor a este respecto: “Es verdad que en el monasterio se ha de trabajar, se han de hacer las cosas bien hechas, bonitas, la actividad ha de ser rentable… Pero, ¡atención! Es importante poner un límite, trabajar con paz y tranquilidad bajo la mirada de Cristo, dando a las cosas su verdadera orientación que es la gloria de Dios. Esto es fácil de decir, pero prácticamente pide mucho sacrificio. ¡Y es tan natural dejarse dominar por el trabajo y adorar luego en él la obra de nuestras manos desviando así, bajo los mejores pretextos, la creación del fin querido por Dios! Los sacrificios exigidos podrán parecer entonces desprecio de los valores de este mundo. Pero no es así; aunque por la obediencia la cruz entre en nuestro trabajo monástico, será precisamente ella la que hará fructificar para Dios los dones que él ha puesto en nuestras manos”.
En la segunda parte del presente capítulo San Benito nos recuerda también otros vicios que se pueden introducir cuando hay dinero de por medio. Nos dice: Si han de venderse algunas de las obras de los artesanos, procuren aquellos por cuyas manos ha de pasar la venta no atreverse a cometer ningún fraude. Recuerden siempre a Ananías y Safira, no sea que la muerte que éstos sufrieron en el cuerpo, la padezcan en el alma ellos y todos los que cometan algún fraude con bienes del monasterio.
Está visto que cuando uno entra en el monasterio el hombre viejo no se queda fuera, sino que también entra con cada uno de nosotros. Debemos ir transformándolo hasta que adquiera la forma de Cristo. Por eso, lejos de preocuparnos el ver que las pasiones que anidan en el corazón humano salen a la luz incluso con el hábito puesto, debemos ver en ello oportunidades que Dios nos da para crecer según Cristo. Pero el abad tiene como misión estar atento para que los hermanos no se dejen engañar.
Dos son los vicios que se pueden introducir en la venta de las cosas: el hurto y la codicia. Dice el refrán que al ladrón lo hace la ocasión. Somos buenos, pero cuando se nos pone la ocasión viene la tentación y a veces podemos caer. Los muertos no son virtuosos por el hecho de no cometer ya pecado alguno, simplemente carecen de ocasión y posibilidad para hacerlo. Nosotros sí que podemos caer. ¡Cuántas veces nos asombramos aún de nosotros mismos y nos decimos “pero si yo antes no era así”! Por supuesto, pero recuerda que antes nunca habías tenido verdadera ocasión de caer en eso. De ahí que nos escandalicemos cuando oímos hablar de una persona consagrada que ha cometido tal o cual fechoría. ¡Dios nos proteja para que no caigamos nosotros en ello! Ciertamente que la virtud no está en el que se inflama interiormente pensando en la virtud, sino en el que con el paso de los años sufre en sus carnes la lucha por la virtud, dejando a veces pelos en la gatera de la tentación. Y cuando nos despluman un poco parece que somos más feos, pero Dios mira el corazón y sabe lo que cada uno tiene que luchar dentro de sí. Las cicatrices que puede haber en el corazón le privan de una belleza impoluta, pero manifiestan la lucha que se ha tenido y el amor que se ha ofrecido.
Cuando San Benito nos pone alerta ante el peligro de caer en el robo, es porque se trata de algo posible, no se lo está inventando. Ananías y Safira, en la comunidad de Jerusalén, modelo de comunidad cristiana, ya sucumbieron a ello, ¿por qué nosotros vamos a ser inmunes? Lo peor de la tentación es que se disfraza de bien y al final ya no sólo no nos remuerde la conciencia, sino que podemos considerarlo como algo virtuoso. Apropiarse de los bienes de la comunidad es pura y llanamente robar. Si hemos hecho voto de pobreza es que hemos renunciado a todo solemnemente. Si ya no nos pertenece ni nuestro propio cuerpo, cuánto menos las cosas que ni siquiera se nos han dado. Naturalmente que cuando uno se apropia de algo de la comunidad para su propio provecho le surgen mil y una razón piadosas que lo justifican: total, es de todos y si lo pido me lo darán, así no molesto al encargado; esto que cojo es para hacer un regalo y finalmente repercute en beneficio de la comunidad; etc., etc. Pero, si somos honestos, podemos preguntarnos cuál es la verdadera razón por la que no lo pedimos. Siempre está el riesgo de que no nos lo concedan, y eso nos contraría. Eso que se puede llegar a hurtar bien puede ser dinero si está al alcance, pero también cualquier otro objeto de nuestro cargo o incluso del cargo del vecino descuidado.
El problema del robo no está en el bien material en sí mismo -casi nunca será gran cosa-, sino en el daño que produce a nuestro espíritu y a las relaciones fraternas. A uno mismo le va insensibilizando espiritualmente, haciéndolo cada vez más egoísta, más centrado en sí mismo, independizándose de los demás en sentido negativo, evitando tener que pedir las cosas y creando un mundo de relaciones paralelas con los amigos, a los que tiene que dar para recibir o por haber recibido de ellos. Y poco a poco, como dice San Benito, se sufre en la propia alma la muerte que Ananías y Safira sufrieron en el cuerpo. De cara a la comunidad se va creando un clima de desconfianza, teniendo que esconder las cosas o juzgando precipitadamente cuando falta algo, pues “quien hace un cesto hace un ciento”, podemos pensar, acusando siempre al que hizo una vez un cesto.
Sí, la tentación del hurto se puede dar entre nosotros, como cualquier otro pecado, pues no somos seres superiores. Por eso debemos estar muy atentos y saber que en las cosas pequeñas es como vamos a alcanzar la forma de Cristo. Saber dejar de lado las razones que nos vienen para justificar nuestra mala acción y vivir como pobres, que todo lo piden porque nada tienen, es algo que nos hará avanzar sobremanera en la vida espiritual. Si nos engañamos pensando que el pedir es cosa de niños y que ya somos lo suficientemente adultos y responsables como para saber discernir, entonces quizá nos apartemos del grupo de los elegidos, pues de los que se hacen como niños es el reino de los cielos. Los pobres según Dios no son los que carecen de todo, sino los que eligen carecer de las cosas que nos dan seguridad y poder, buscando sólo el reino de Dios. Libremente hemos elegido un tipo de vida que creemos nos ayuda para hacer un camino interior. Nadie nos ha obligado a ello. No renunciamos a cosas ilícitas, pues éstas no las debemos hacer. Renunciamos a cosas lícitas para cualquiera, pero que nosotros abrazamos su privación por el fin que con ello pretendemos. El pecado de Ananías y Safira no fue retener parte de sus bienes para sí, lo que podían haber hecho libremente, sino que afirmaron haberlo dado todo cuando se habían reservado parte de lo que ya no les pertenecía al decir que lo habían dado a la comunidad.