LOS ARTESANOS DEL MONASTERIO
(RB 57-01)
Al tratar en este capítulo sobre los artesanos del monasterio, vamos a ver de nuevo la sensibilidad que muestra San Benito hacia la vida comunitaria en el cenobio. Lo va a hacer refiriéndose con frecuencia a la primera comunidad cristiana tras la resurrección del Señor, esa de la que la liturgia nos hablará continuamente en el tiempo pascual, una comunidad vivificada y transformada por el espíritu del Resucitado. Los discípulos reciben el espíritu del Señor y son enviados a anunciar el Evangelio. Ese anuncio lo harán muy especialmente con el testimonio de sus vidas, como les anticipó Jesús: En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros. En el libro de los Hechos se nos dice que todos admiraban cómo se querían. Y es que los primeros cristianos tenían un solo corazón y una sola alma, pensando y sintiendo lo mismo. Por ello se nos dice también que todo lo ponían en común, evitando así que nadie pasara necesidad.
Pues bien, San Benito no pretende otra cosa que vivir como esa primera comunidad cristiana. En la comunidad monástica seremos testigos del Evangelio si vivimos en un amor sincero los unos para con los otros. Un amor que exige no llamar nada propio, poniéndolo todo en común. Ya vimos en capítulos anteriores cómo el patriarca de monjes se mostraba muy duro con el vicio de la propiedad o la tendencia a apropiarse de las cosas, pues eso destruye la unidad de corazones. Esa apropiación va más allá de las cosas materiales. Si al monje no le pertenece ni su propio cuerpo, con cuánta más razón no le pertenecen sus cualidades, esos dones naturales que ha recibido. Nuestros carismas y cualidades son de la comunidad, para el bien común. Quien se apropia de sus cualidades, aunque sólo sea en el corazón, se pone en peligro. Para San Benito esto es una cosa tan seria que no duda en perjudicar el beneficio económico del monasterio para que se salve el hermano. Si alguien usa dañinamente sus cualidades, mejor prescindir de ellas aunque disminuyan los beneficios económicos.
Nos dice: Si hay artesanos en el monasterio, ejerzan sus oficios con toda humildad, si el abad lo permite. Pero si alguno de ellos se envanece por su habilidad en el oficio, porque le parece que aporta alguna ganancia al monasterio, sea este tal apartado del oficio, y no vuelva a ejercerlo, a menos que el abad se lo ordene de nuevo, después de haberse humillado.
San Benito no pretende anular las cualidades que tenemos -mal gestor y mal padre sería-, pues todo es bueno al tratarse de dones de Dios. Su deseo es que cada cual desarrolle sus cualidades en beneficio de la comunidad y sin falsas humildades, pues a fin de cuentas la vanagloria no tiene cabida si somos plenamente conscientes de que el don que tenemos es algo recibido. Ningún transportista se gloría por la mercancía que lleva, por muy valiosa que sea. Si tenemos alguna cualidad que se ve evidentemente y lo negamos, o estamos ciegos y somos un poco tontos, o es una soberbia solapada, o buscamos la comodidad y por ello lo disimulamos. Cuando algo hemos recibido y lo ponemos con sencillez al servicio de los hermanos, sabiendo que nuestra obligación es ofrecerlo sin preocuparnos si lo acogen o no, entonces no hay lugar para la soberbia, expresada unas veces con el engreimiento y otras con el enfado al sentirnos poco valorados si es que no se acogen con aplausos nuestros dones.
Seamos inteligentes o de pocas luces, manazas o habilidosos, el problema siempre va a venir si nos miramos nosotros mismos y nos olvidamos que lo que tenemos no es nuestro, sino algo que se nos encomienda para que lo administremos en bien de la comunidad. Por eso San Benito desea que los artistas o artesanos desarrollen sus talentos para el bien común. Pero si no lo hacen con esa rectitud de corazón, si no lo hacen con humildad, sino que se envanecen de su habilidad por creer que aportan alguna utilidad al monasterio, entonces han de ser privados del ejercicio de su trabajo hasta que hayan corregido su actitud. Más vale perder algo de dinero que se pierda el alma de un hermano.
Esto nos pudiera parecer injusto, pues, a fin de cuentas, no es más que decir la verdad: si uno tiene cualidades y las pone al servicio de la comunidad, ¿por qué no va a reconocer que aporta algo útil al monasterio? Y, sin embargo, a San Benito no le gusta. Fijaros que en el fondo está la idea de comunión y comunidad que tengamos. En una sociedad o grupo de trabajo cada uno aporta algo a la realización de la obra que se está haciendo. Esa aportación es personal y se une a la de los demás. Es como hacer un trabajo multidisciplinar, donde cada uno está especializado en algo concreto, y entre todos concluyen el puzle hasta ver la obra terminada. O como hacer una máquina donde cada pieza ha sido fabricada en sitios muy distintos para montarse finalmente en otro lugar.
En una comunidad de vida es algo distinto. Se asemeja a un cuerpo más que a un grupo. Ciertamente que cada parte del cuerpo realiza una misión en coordinación y en beneficio del conjunto, pero no podemos decir que ninguna de ellas lo haga de forma autónoma. La mano no funcionaría si no lo hacen los pulmones, que dan vida al corazón, que es quien impulsa la sangre que vivifica el cerebro, que es quien estimula el sistema nervioso para llevar las órdenes a la mano coordinando un sinfín de nervios, músculos, articulaciones, etc. En el cuerpo todo es una unidad en donde cada parte tiene una función específica pero no de forma autónoma. Por eso, si cada miembro está sano, el cuerpo está sano, pero si un sólo miembro está enfermo, decimos que “estoy enfermo”.
Por esa razón, cuando somos plenamente conscientes que nuestras cualidades no son nuestras en propiedad, sino dones de Dios en el gran cuerpo de Cristo, dones para desempeñar una función específica en el conjunto del cuerpo, entonces no hay lugar al engreimiento. Y si la tentación viene -que siempre puede venir-, fácilmente será rechazada por absurda. Y si nos cuesta entenderlo, más nos valdría pedir al Señor nos ponga en nuestro sitio, experimentando y acogiendo como un regalo suyo el menosprecio o la injuria quizá de algún envidioso. ¡Por supuesto que con nuestros carismas aportamos algo a la comunidad!, pero le aportamos aquello que de ella hemos recibido. Por eso cuando volvió el rey y pidió cuentas a los siervos, no les exigió algo que no les hubiera dado, sino que les pidió cuenta de cómo habían gestionado los dones recibidos, siendo castigado el perezoso que además se apropió lo poco que le había tocado a él.
El problema muchas veces viene por la formación, porque no se nos ha dicho suficientemente claro que lo mío es nuestro, o porque no queremos aceptar tal realidad. El no comprender esto trae consigo una ristra de vicios: en primer lugar la soberbia, al pensar que nuestras cualidades se deben a nosotros mismos; después el menosprecio hacia los demás a los que juzgamos y ridiculizamos; pero también aparece la ira, siendo impacientes con la torpeza de los otros; e incluso la avaricia, al justificar que dado que aportamos tanto a la comunidad bien podemos quedarnos con parte… En fin, todo ello no ayuda en absoluto a crear un clima de comunión en la comunidad y poco a poco la va minando por dentro. Por eso es tan importante fortalecer nuestro sentimiento de comunidad hasta el punto que nos salga de forma más natural decir “nuestro” que “mío”. Decir y vivirlo, claro está.