LA ROPA Y EL CALZADO DE LOS HERMANOS
(RB 55-02)
Sigue diciéndonos San Benito: Al mismo tiempo que reciben vestidos nuevos, han de devolver siempre los viejos, que se guardarán en la ropería para los pobres. Pues basta a cada monje tener dos túnicas y dos cogullas, para la noche y para lavar dichas prendas; lo que exceda de esto es superfluo, se debe suprimir. Devuelvan también los escarpines y todo lo viejo cuando reciban lo nuevo. Los que salen de viaje reciban ropa interior de la ropería que devolverán, después de lavarla, al regresar. Y habrá cogullas y túnicas algo mejores que las que usan de ordinario; las recibirán de la ropería al salir de viaje y las devolverán a su regreso.
La pobreza no está enfrentada con la dignidad de los monjes. Por eso mismo cuando salen de viaje deben usar una túnica mejor y ropa adecuada bajo ella. Pero una vez salvaguardada la dignidad y el abrigo, todo lo demás se considera superfluo. Es llamativa la insistencia de San Benito en pedir que se devuelva lo viejo cuando se recibe algo nuevo y en devolver a la vuelta del viaje lo que se ha recibido como algo especial para la ocasión. Es una forma pedagógica de educar al monje en el uso de las cosas sin apropiárselas. Necesitamos usar las cosas, pero apropiárnoslas nos va empequeñeciendo el corazón. Con esto nos está invitando a alcanzar una meta alta, una experiencia de libertad y un camino de humildad sólo comprensibles para los que han decidido seguir los pasos del que nos invita a fijarnos en los pájaros del cielo y los lirios del campo, que no acumulan y se dejan vestir por la Providencia.
Para el aderezo de las camas bastarán una estera, una colcha, una manta y una almohada. Pero el abad inspeccionará con frecuencia estos lechos, por si en ellos se encuentra alguna cosa que se hayan apropiado. Y si se encuentra a alguien algo que no haya recibido del abad, se le someterá a gravísimo castigo. Y para extirpar de raíz este vicio de la propiedad, dará el abad todas las cosas necesarias, esto es: cogulla, túnica, escarpines, sandalias, ceñidor, cuchillo, estilete, aguja, pañuelo, tablillas, a fin de eliminar todo pretexto de necesidad.
San Benito no quiere que a los hermanos les falte lo necesario en materia de vestido, pero al mismo tiempo tampoco quiere que nadie se procure las cosas mediante regalos o de otro modo. Resalta aquí la actitud de pobreza que supone el tener que pedir lo que necesitamos, asumiendo el contratiempo de que no se nos atienda tan pronto como queremos o que se nos dé algo que no es de nuestro agrado. Es bueno que cultivemos esa actitud que favorece el desarrollo de una pobreza auténtica del corazón. El que elige ser pobre se arriesga a que le traten como a un pobre, sin la diligencia con la que se trata a los ricos y poderosos. Saber asumir eso con paz, sin dramatizar, nos indica que vamos por buen camino.
Pero al mismo tiempo, es importante que los hermanos encargados de suministrar lo necesario lo hagan con diligencia y buenos modos, pues de lo contrario cabe el peligro de buscar individualmente lo que se debiera recibir de otro. No sin razón lo recuerda San Benito: Para extirpar de raíz el vicio de la propiedad, dará a cada monje lo que necesite. Si considera un vicio tan grave el de la propiedad que pide un gravísimo castigo para aquel que se le encuentre algo que no haya recibido del abad, es justo que intente poner los medios para evitar su proliferación.
Verdaderamente San Benito da mucha importancia a esta falta de pobreza que lleva incluso a apropiarnos de lo que no se nos ha dado. Parece ser que se trata de un vicio tan fácil de introducirse en nuestras vidas y tan dañino, que pide que el mismo abad inspeccione los lechos con frecuencia por si alguno esconde alguna cosa como propia. Sin duda que no se podrían esconder grandes tesoros debajo de una estera o un jergón, pero el efecto espiritual para el monje es el mismo, además de ir minando las relaciones comunitarias, pues aquello de lo que nos apropiamos pertenece a la comunidad.
Esta persecución de la propiedad privada la encontramos con frecuencia en todas las reglas monásticas. La regla de San Cesáreo pedía a la abadesa vigilase en los lechos por si las monjas guardaban algo de comida o bebida. En fin, probablemente era una debilidad frecuente. Hoy no parece que le demos demasiada importancia y no se vigilan los lechos ni los cuartos, aunque las constituciones reconocen el derecho del abad a visitar las habitaciones de los monjes. Sin embargo, el mensaje de San Benito está ahí y no debemos creer que nosotros somos mejores que nuestros antepasados.
El afán de acaparar es algo propio de viejos, que no de ancianos. Acaparamos ante la inseguridad. El que se sabe seguro de sí no suele acaparar o esconder, ni tampoco el que confía en otro que le abastece de todo lo que verdaderamente necesita. Pero sí acapara el que teme pueda carecer de algo. Esto, ciertamente, empequeñece el corazón y no lo deja libre. Con frecuencia nos acecha la tendencia tan humana de guardar nuestro pequeño tesoro que nos da seguridad aunque en sí no sea de gran valor: cosas viejas de las que nos cuesta desprendernos, objetos que vamos acumulando, cosas que tenemos de reserva no sea que cuando lo pidamos no nos lo den, regalos que nos hacen, medicinas, libros, etc. Son muchas cosas pequeñas que pueden paralizar nuestra vida espiritual. La expresión de San Benito de esperarlo todo del padre del monasterio no es otra cosa que una invitación a vivir nuestra relación filial con el Padre del cielo. A veces basta con romper un pequeño hilo para abrir nuestro interior a un amor más intenso, a un abandono más total en manos de Dios.
Contrasta la preocupación de San Benito con cosas que nosotros podemos calificar de nimiedades. Y, sin embargo, si nos analizamos un poco veremos cómo son cosas que nos atan sin dejarnos volar libremente. No son las cosas, sino la actitud del corazón frente a ellas. Podemos pensar que somos libres de modas y de tantas cosillas que esclavizan al hombre de hoy, pero la verdad es muy distinta. Si pedimos algo que necesitamos y no es del color, forma o calidad que a nosotros nos gusta, fácilmente lo rechazamos o procuramos que nuestra familia o amistades nos lo adquieran. Y, con frecuencia, simplemente el pensar en la posibilidad de que no nos den aquello que pedimos, nos hace desistir de pedir e ir directamente a otras fuentes que sabemos nos escucharán con una simple indicación que hagamos. Esto, además de fomentar la injusticia que privilegia a los hermanos de familia pudiente, de muchos amigos, de un cargo que les ofrece más oportunidades, etc., no ayuda en absoluto la experiencia espiritual que todos hemos de realizar del abandono: abandono material que es expresión y camino del abandono espiritual. De hecho, cuando estamos liberados de todo eso, nos vemos en paz, sabiendo que recibiremos todo lo necesario cuando lo pidamos, y que si algo no se nos da, quizá no lo necesitemos o sea una oportunidad para ofrecer algo de nosotros a Aquél que no se aferró ni a su condición divina por nosotros. La preocupación por tener, el temor a carecer de algo, la búsqueda del gusto personal, son cosas que acostumbran a ocupar demasiado la mente y el corazón, al mismo tiempo que no favorecen la unidad en la comunidad.
San Benito nos pone el criterio de nuestra pobreza: la utilidad. El no quiere radicalismos estéticos que no ayudan a una vida espiritual equilibrada. De hecho ni siquiera se sitúa en la línea de los Padres del desierto que refiriéndose al vestido de los monjes afirmaban debía ser tal que dejado tres días en un camino nadie lo cogiese (San Benito habla de dar la ropa gastada a los pobres). Pero tampoco permite que cada uno libremente se ponga sus límites, pues bien es sabido que mientras unos no los tienen, otros se pueden dejar llevar por un engañoso fervor que, so capa de autenticidad, les lleva a un radicalismo que se transforma en amarga crítica hacia los demás. Seremos pobres si sólo pedimos y recibimos lo que necesitamos, sin pretender eludir la actitud del pobre que pide y espera -a veces armándose de paciencia- ser escuchado. Nuestra pobreza nos debe impedir incluso dar libremente lo que ya no nos sirve: la ropa vieja no la daban los monjes directamente a tantos pobres como acudían al monasterio, sino que la devolvían al ropero y ya había algún encargado que en nombre de la comunidad la distribuía.
El hábito nos ayuda en parte a mantener ese espíritu de simplicidad, pues nos libera de estar preocupados por la ropa que nos hemos de poner, si está de moda o es lo suficientemente elegante.
Y concluye este capítulo diciendo: Pero el abad, tendrá siempre presente aquella sentencia de los Hechos de los Apóstoles: “Se distribuía a cada uno según lo que necesitaba”. Por tanto, considere también el abad las necesidades de los débiles, no la mala voluntad de los envidiosos. Y en todas sus decisiones piense en la retribución de Dios.
La envidia llama con frecuencia a nuestra puerta y es un toque de atención que nos revela la pureza de nuestro corazón. La envidia es fruto del que está mirando fuera de sí, del que hace un camino monástico más por obligación que por convencimiento, más por cumplimiento que por amor. El abad debe mantenerse firme ante los envidiosos, pues de lo contrario sería injusto con los débiles y no ayudaría al envidioso. Podrá dar alguna explicación al envidioso, pero tampoco le servirá de mucho, pues la envidia es miopía del corazón, que sólo se corrige cuando se opera o se ponen las lentes adecuadas. Quien está decidido a hacer el camino que nos ofrece San Benito observa cómo le abandona la envidia, pues su mirada está fija en otro lugar, sin dejarse arrastrar por un marujeo estéril y dañino.