SI EL MONJE PUEDE RECIBIR CARTAS O CUALQUIER OTRA COSA
(RB 54-02)
Al mandato de no aceptar regalo alguno sin permiso del abad, San Benito añade una segunda indicación: en el supuesto que se le permita al monje recibir un regalo, no significa por ello que se lo pueda quedar él mismo en propiedad, sino que quizá se entregue a otro hermano que lo necesita, pues cuando recibimos algo es la comunidad quien lo recibe, así como cuando lo damos. Nos dice la Regla: Y si el abad dispone que la acepte, está facultado el abad para hacerla entregar a quien él disponga.
De nuevo nos topamos con algo que nos cuesta comprender, y, sin embargo, tiene una explicación lógica: si verdaderamente formamos comunidad, nadie recibe nada a título personal, sino como comunidad; como la mano cuando toma un objeto no necesariamente se lo guarde cerrando el puño, sino que se lo puede llevar a la boca o a otra parte del cuerpo según la necesidad. El tener permiso para recibir algo es tener permiso para que la comunidad pueda recibir algo a través nuestro. Esto cuesta comprenderlo cuando no hay sentido de comunidad. También les cuesta comprenderlo a los que nos agasajan, por lo que no es infrecuente que intenten chantajearnos diciendo: “esto es para ti, y si no, no te lo doy”. También sucede con los regalos que se hacen a la comunidad, especialmente si son gratos al paladar. A veces nos atrevemos a protestar cuando se ha regalado algo de comer a la comunidad y se da a los huéspedes. Nadie nos puede quitar la libertad. Si por el hecho de aceptar una cosa nos sentimos obligados -con grata obligación- a consumirlo nosotros mismos, entonces viviremos al antojo de los demás, que con sus regalos nos dictan lo que es bueno para nosotros. San Pablo nos dice: todo es bueno, pero no todo nos conviene. Debemos saber discernir si algo que es bueno nos conviene o no -pues en lo malo no deberíamos dudar- y si somos capaces de vivir la libertad del que es capaz de dar o compartir lo que ha recibido.
Y aun cuando disponga que se acepte -dice San Benito-, podrá el abad entregarlo a otro. Puesto que la comunidad cristiana no se rige por criterios estrictamente igualitarios, sino que se da a cada uno según su necesidad, es lógico que el abad dé lo que la comunidad recibe a través de un miembro a aquél que más lo necesite. Si vivimos esto con generosidad, nuestra comunidad crecerá sobremanera. Pero esto que, como vuestro abad, podría forzar, creo que es mucho mejor que brote de vosotros, de un corazón convencido, de un deseo sincero de generosidad con el Señor que nos ha llamado y nos anima a realizar con entrega el camino emprendido. Es una de las formas que tenemos para crear comunidad de forma efectiva y no sólo teórica, además de purificarnos el corazón con la doble gracia de acoger lo que se recibe, sabiendo que es la comunidad la que recibe a través de mis manos, y estando dispuestos a desprendernos de ello en favor de otro hermano que más lo necesite. Sin duda que así se evitan también situaciones de injusticias, pues los que tienen mucha familia, amigos y padrinos disfrutarían de un bienestar que los hermanos menos afortunados se tendrían que contentar con mirar desconcertados.
Todo este pasaje está claramente basado en la regla de San Agustín que insiste mucho en ello. El compartir la ropa como se comparte la comida, sin tener nada propio, como hacemos el trabajo en provecho de la comunidad sin mirarnos a nosotros mismos, o como el no recibir nada a título personal, es algo que enriquece el sentido comunitario. Nos dice San Agustín: “Cuanto más antepongamos la comunidad a los intereses personales, tanto mayor será el progreso espiritual”.
Quien sabe desprenderse reconoce que su tesoro es el Señor y que su mecenas es el padre mío y de mis hermanos. Quien sabe desprenderse reconoce que le basta con lo necesario y no tiene por qué acumular lo superfluo. Sabe quién es el que colma verdaderamente sus necesidades profundas y lo demuestra con su libertad ante lo que verdaderamente no necesita.
El tercer y último mandato en relación con los regalos es una aviso sobre un sentimiento que brota con espontaneidad cuando a uno le regalan algo y se tiene que desprender de ello para entregárselo a otro hermano: la tristeza. Por eso dice San Benito: No se contriste el hermano a quien había sido dirigida, para no dar ocasión al diablo. Quien se atreviere a proceder de otro modo, sea sometido a la corrección regular.
Hay cosas que para que sean fecundas deben brotar del interior. Es verdad que pocos son los que hacen el camino espiritual con total generosidad. Con ellos se puede llevar a cabo todo lo que nos dice la Regla, sabiendo que les va a ayudar mucho en su transformación y camino de santidad. Pero la mayoría arrastra los pies, y algunos buscan sortear las indicaciones saludables que se dan. En estos casos no queda otra que la corrección como un tacatá en el caminar monástico, que no es un ideal, pero sí una necesidad a la espera de la iluminación.
Bien sabe San Benito que el tenernos que desprender de algo recibido violenta el hombre viejo que llevamos dentro y fácilmente puede suscitar en nosotros la murmuración o la tristeza. La tristeza, la acedia, la melancolía, son de las tentaciones más fuertes y frecuentes del monje que de verdad se ha puesto en el camino de la búsqueda de Dios. Hay una tristeza buena y purificadora, pero hay otra mala que nos aparta de Dios. San Benito no quiere evitarnos la primera, pues sin ella nunca creceremos. El Señor permite esa tristeza para simplificarnos más y más, haciéndonos poner en él y sólo en él toda nuestra confianza. Es cuando le dejamos las riendas de nuestra vida y experimentamos la soledad o la incomprensión; es la tristeza que conlleva todo desprendimiento abrazado por vivir en unión esponsal con él, dándole lo nuestro y recibiendo lo suyo. El sufrimiento que produce esa tristeza está unido a la paz del que confía, al gozo del que se sabe amado en la corrección, como el dolor que nos produce el médico al cual vamos para que nos cure una herida, o como la paz del que se sabe corregido por el que le ama, o como el sufrimiento gozoso de una madre que va a dar a luz.
Pero San Benito nos pone alerta sobre la otra tristeza que es fruto del pecado y a él nos conduce. Es la tristeza del que murmura, la del que critica porque le falta algo encerrándose así en su propio egoísmo, la del que se queja por envidia de no recibir lo que a otro hermano se le da en su necesidad. No es la tristeza de la muerte que da vida, sino de la oportunidad de vida que se rechaza buscando la muerte de nuestra esterilidad. Es la actitud del que no mira a Dios, sino sólo vive contemplándose a sí mismo, defendiendo siempre sus derechos, gritando cuando cree se le hace una injusticia, protestando cuando le falta algo. Es decir, es la actitud de aquél que no vive su vida monástica como una experiencia de amor con Dios, que no sabe ver más allá de las cosas, que no descubre la presencia de Dios en cada momento de su vida.
San Benito nos recuerda aquello que varias veces nos repite San Pablo: cuidado no seamos engañados por Satanás, no demos ocasión para que él saque tajada. La tristeza fruto del pecado nos conduce a ello. Los humildes tienen la coraza que les protege ante el adversario.