SI EL MONJE PUEDE RECIBIR CARTAS O CUALQUIER OTRA COSA
(RB 54-01)
Este capítulo de la RB quizá resulte difícil de entender para el hombre de nuestro tiempo. Pudiera verse como un atentado a la persona, una falta de respeto a sus derechos más elementales como es el derecho a poseer. Sin embargo, visto a la luz de la elección que libremente hacemos de seguir un camino monástico y hacerlo en el seno de una comunidad con la que compartimos todo, encontramos alguna explicación. San Benito no permite al monje recibir absolutamente ningún regalo a título personal, ¿por qué?
Verdaderamente San Benito es exigente en este aspecto, buscando liberar la mochila del monje para que pueda seguir los pasos de Cristo en mayor libertad y viviendo plenamente el mandato del amor que se olvida de sí mismo. Bien sabemos que no es monje por el mero hecho de vestir un hábito o hacer una profesión pública. El monje se ha de hacer y dejarse hacer en el corazón. Hay un camino inicial en el que se trabaja por evitar los pecados e ir educando las pasiones, además de cultivar una vida de oración que ilumine el entendimiento y avive el fuego del corazón. Pero no basta con esto. Así como la oración debe pasar de una práctica a un estado, debiendo madurar a través de la prueba, la sequedad y la ausencia de Dios, así también la virtud debe ser mucho más que un evitar el pecado. Estamos llamados a purificar el corazón de esas inclinaciones que pueden parecer legítimas pero que no nos dejan alzar el vuelo, pues son sutiles expresiones del egoísmo que hay dentro de nosotros. Pasar del yo al nosotros o del vivir en mí a vivir en Dios, es algo que no se puede hacer sin pasar por la muerte.
Para ello San Benito nos propone afrontar las enseñanzas de la vida monástica con ilusión y determinación. Muchas son las prácticas diarias que si las realizamos nos van a llevar a esa unión con Dios y con los hermanos que la gracia de Dios da a los que le buscan con sincero corazón. Desde el buen celo que hemos de tener los unos con los otros, los gestos de amor y respeto mutuo, el destierro de la murmuración, la prontitud en el pedir el perdón y calmar el enojo del hermano, la exclusión de toda propiedad privada que rompe la comunidad, el espíritu de sacrificio en el trabajo, la comida, etc. Mil detalles que viviéndolos nos llevarán al verdadero conocimiento de Dios con un corazón purificado. Pretender llegar a esto sin hacer el camino o acomodándonos en él, es algo ilusorio.
Hoy San Benito nos recuerda que no podemos recibir cartas o cualquier regalo sin autorización del abad. En un mundo donde el individuo se ha puesto por delante del grupo cuesta entender esto. Cuando los mismos matrimonios hacen separación de bienes, ¿cómo comprender lo que dice la RB? Y, sin embargo, nosotros estamos llamados a ser profetas, a ser luz cuando nos hemos dejado iluminar. ¿Es que a San Benito no le importa el individuo posponiéndolo a la comunidad? Creo que no se trata de eso. Igual que sólo llegamos a conocernos a nosotros mismos cuando tenemos a otro delante, pues lo diferente nos permite ver nuestras peculiaridades y nos deja constatar los sentimientos y reacciones que su presencia provoca en mí, así sólo llegamos a ser verdaderamente nosotros cuando nos vivimos en relación con la comunidad. Quien vive su ser comunitario en el amor y la donación alcanza a ser plenamente él mismo, libre de las ataduras de su propio ego que le encapsula. El Dios cristiano no sólo vive en relación de amor (Padre, Hijo, Espíritu Santo), sino que es relación. Su misma esencia es relación. Todo aquello que nos encierre en nuestra individualidad nos aparta de Dios relación. Pero cuando tomamos conciencia de nuestra realidad personal puesta libremente en relación –y con todo lo que ello supone- empezamos a ser verdaderamente nosotros mismos. Es cierto que esto supone asumir riesgos de cara a un futuro incierto, pero es un camino necesario en nuestro ir haciéndonos como personas.
San Benito quiere que liberemos el propio corazón y vivamos en el amor comunitario. Por eso nos manda tres cosas:
En primer lugar nos dice: En modo alguno se permita al monje aceptar –o dar-, sin la autorización del abad, cartas, eulogias o pequeños regalos, ni de sus familiares, ni de cualquier otra persona, ni los unos de los otros E incluso si sus familiares le envían alguna cosa, no se atreverá a aceptarla sin haberlo puesto antes en conocimiento del abad. Al monje no le está permitido recibir nada sin autorización del abad, ni siquiera de otros monjes: no importa de qué se trate ni quién se lo dé. Ese despojo voluntario supone un trabajo de liberación, de desapego, de distanciar el corazón de las cosas que le atraen para apegarse a ellas. Es un trabajo de desapego de las cosas y de los afectos que conllevan. Se pueden recibir regalos, pero no podemos apegarnos a nada. Podemos recibir afectos, pero manteniendo la libertad interior. Esto sólo se entiende y practica cuando hay un motivo para ello, cuando se desea hacer un camino monástico de unificación y liberación interior. Para que sea eficaz debe brotar del corazón, del convencimiento y deseo personal. En caso contrario aparece como una carga insoportable contra la que nos rebelamos.
Hay que reconocer que ese trabajo de liberación a través del desapego para ir más ligeros en la búsqueda de Dios es algo que se nos olvida con frecuencia. Nosotros nos fijamos más en el objeto que se nos da o en quién nos lo da. Consideramos legítimo el apropiarnos de algo si nos resulta útil y necesario. Lo mismo nos sucede si me lo han regalado a mí y, encima, lo ha hecho un familiar o ser querido. El desprendimiento es duro cuando nos acostumbramos a vivir apegados a las cosas, pero no lo es tanto cuando hemos practicado el desapego de las cosas. Nuestro camino interior aparece patente en nuestras actitudes.
Es un don de Dios el poder compartir con los demás, el poder dar y recibir, signo de amistad y cariño. El no hacerlo revela un corazón egoísta, codicioso, empequeñecido en sí mismo. Pero ese compartir debe saber ser olvidadizo, pues quien comparte, pero lo está recordando el resto de sus días, se ha desprendido de la materialidad del objeto, pero no del objeto en sí mismo, lo sigue llevando en su corazón con la amargura de su separación.
En el capítulo 33 de la Regla se prohíbe absolutamente toda propiedad privada: Hay un vicio que por encima de todo se debe arrancar de raíz en el monasterio, a fin de que nadie se atreva a dar o recibir cosa alguna sin autorización del abad, ni a poseer nada en propiedad, absolutamente nada…, puesto que ni siquiera les está permitido disponer libremente de su propio cuerpo ni de su propia voluntad… Sean comunes todas las cosas para todos… Y, si se advierte que alguien se complace en este vicio tan detestable… sea corregido. El presente capítulo no es más que una concreción del capítulo 33. San Benito es muy exigente en esto, deseando explotar al máximo la riqueza que representa nuestra pobreza. No sólo basta renunciar a cosas, sino que debemos romper con la fuente que alienta el deseo de apropiación. Cuando voluntariamente renunciamos a nuestra voluntad, estamos ofreciendo lo más profundo de nosotros mismos y comenzamos a vivir la pobreza radical. Es pobre el que comparte, pero lo es mucho más el que no tiene qué compartir por haber renunciado a todo, y movido por la caridad pide para poder compartir. Pero a veces nos humilla esta pobreza tan radical y la disimulamos con excusas que nos permiten no vivir esa radicalidad en la pobreza. Como cuando pensamos que con pedir permiso es suficiente, olvidándonos que podemos faltar a la pobreza sin faltar a la obediencia. Antes de pedir algo evaluemos si realmente lo necesitamos.
La cultura del consumo en la que vivimos y los valores actuales tan materialistas, nos hacen perder sensibilidad respecto a esto. Por inercia seguimos pensando dentro del monasterio como pensábamos fuera. Hemos de estar atentos si no queremos olvidar el valor del camino de la desapropiación para vivir en libertad y buscar a Dios. La apropiación acrecienta el egoísmo, aumenta la codicia y nos llena de preocupaciones buscando cómo conseguir lo que queremos y cómo proteger lo que ya tenemos, nos lleva a enfrentarnos con los demás por las cosas que deseamos, e incluso a ser injustos con los otros miembros de la comunidad, humillando al que no tiene cuando nosotros acumulamos. San Benito no quiere que vivamos en la indigencia, pero sí que liberemos el corazón. No nos prohíbe tener, pero sí tener en exclusividad o sin permiso. Lo que sucede es que cuanto más tenemos más creemos necesitar y más pedimos. Es el mundo del consumismo en el que vivimos. La pobreza abrazada libremente es una cuestión de generosidad y de amor, de relación entre Dios y cada uno de nosotros, de confianza y abandono.